—No importa. Volveremos a ello mañana.
¡Un aplazamiento!
La Gran Honorada Matre se puso en pie.
—Vuelve a tu jaula.
—¿Comida? —El Futar sonó plañidero.
—Tengo alguna maravillosa comida para ti abajo, querido. Luego te frotaré la espalda.
Lucilla entró en su jaula. La Gran Honorada Matre echó uno de los almohadones de la silla tras ella.
—Utiliza esto contra el hilo shiga. ¿Ves lo amable que puedo llegar a ser?
La puerta de la jaula se cerró con un clic.
El Futar con su otra jaula retrocedió hacia la pared. El panel se cerró tras él.
—Se ponen tan inquietos cuando tienen hambre —dijo la Honorada Matre. Abrió la puerta de la habitación y se volvió por un momento hacia Lucilla—. No serás molestada aquí. Voy a negar el permiso a que nadie más pueda entrar en esta habitación.
Muchas cosas que hacemos de una forma natural se vuelven difíciles únicamente cuando intentamos convertirlas en temas intelectuales. Es posible saber tanto acerca de un tema que te vuelvas completamente ignorante.
Texto Dos Mentat (dicto)
Periódicamente, Odrade acudía a cenar con las acólitas y sus Censoras-Observadoras, los más inmediatos guardianes en esta
prisión mental
de la que muchas de ellas no escaparían nunca.
Lo que pensaban y hacían realmente las acólitas informaba a las profundidades de la consciencia de la Madre Superiora de lo bien que funcionaba la Casa Capitular. Las acólitas respondían con sus humores y presentimientos más directamente que las Reverendas Madres. Las Hermanas completas eran muy buenas en no dejar traslucir sus malos momentos. No intentaban ocultar lo esencial, pero cualquiera podía irse a pasear a un huerto o cerrar una puerta y apartarse así de la vista de los perros guardianes.
No así las acólitas.
Había poco tiempo libre en Central por aquellos días. Incluso los comedores tenían un flujo constante de ocupantes, no importaba la hora que fuera. Los turnos de trabajo se habían visto trastocados, y era fácil para una Reverenda Madre ajustar sus ritmos circadianos a la nueva distribución del tiempo. Odrade no podía malgastar energías en tales ajustes. En la comida de la noche, hacía una pausa en la puerta del salón de las Acólitas y escuchaba el repentino silencio.
Incluso la forma en que llevaban la comida a sus bocas decía algo. ¿Dónde iban sus ojos mientras los palillos avanzaban hacia sus bocas? ¿Se metían la comida entre los dientes con un seco movimiento y masticaban rápidamente antes de tragar de forma convulsiva? Allí había una que no dejaba de mirar furtivamente a todos lados. Estaba incubando preocupaciones. ¿Y aquella otra pensativa de ahí que parecía como si a cada bocado se estuviera preguntando cómo ocultaban el veneno en toda aquella basura? Había una mente creativa detrás de aquellos ojos. Habría que probarla para una posición de mayor responsabilidad.
Odrade entró en el salón.
El suelo formaba un amplio tablero de ajedrez, plaz blanco y negro, virtualmente inrrayable. Las acólitas decían que el dibujo era para que las Reverendas Madres lo utilizaran como tablero de juego. «Sitúa a una de nosotras aquí y a otra allí y algunas otras a lo largo de esa línea central. Muévelas así… la que gane se queda con todo.»
Odrade ocupó una silla cerca del extremo de una mesa al lado de las ventanas que daban al oeste. Las acólitas le hicieron sitio, con movimientos apenas perceptibles.
Aquel salón formaba parte de la construcción más antigua de la Casa Capitular. Construido de madera, con espaciadas vigas sobre sus cabezas, enormemente gruesas y pesadas, pintadas de negro mate. Tenían unos veinticinco metros de largo, sin ningún ensamblaje. En algún lugar en la Casa Capitular había una plantación de robles genéticamente desarrollados tendiéndose hacia la luz del sol en sus ordenadas hileras y recibiendo todos los cuidados del mundo. Arboles que se alzaban al menos treinta metros sin ninguna rama, y con más de dos metros de diámetro. Habían sido plantados cuando fue construido este salón, reemplazos para esas vigas cuando la edad las debilitara. Se suponía que las vigas durarían mil novecientos años estándar.
Odrade no sabía exactamente dónde habían sido plantados los reemplazos… en algún lugar en el hemisferio septentrional. Simplemente sabía de su existencia y su situación general. Se trataba de un detalle administrativo que no tenía por qué preocupar a una Madre Superiora. Se preguntaba, sin embargo, cómo estarían resistiendo los árboles los cambios climáticos. ¿Estaban muy cerca del avanzante desierto?
Esa exquisita atención a los detalles, una huella distintiva de las intrusiones de la Bene Gesserit en cualquier planeta, tranquilizaba a Odrade. Un detalle valioso en cualquier ecosistema interconectado y cuidadosamente monitorizado era que mantenía bajo el nivel de polución. El veneno de una criatura podía ser el alimento de otra. Muchos nichos: sustento mutuo.
Cuán cuidadosamente observaban a la Madre Superiora las acólitas a su alrededor, sin aparentar siquiera que la estaban mirando directamente.
Odrade volvió la cabeza para observar el ocaso por las ventanas que daban al oeste.
De nuevo polvo.
La creciente intrusión del desierto inflamaba el sol poniente y lo hacía resplandecer como unas distantes ascuas que podían estallar en un fuego incontrolable en cualquier momento.
Odrade reprimió un suspiro. Pensamientos como aquél recreaban su pesadilla:
el abismo… la cuerda floja.
Sabía que si cerraba los ojos podría sentirse oscilando en la cuerda. ¡El perseguidor con el hacha estaba cerca!
Las acólitas que comían cerca de ella se agitaron nerviosamente como si captaran su inquietud. Quizá lo hicieran. Odrade oyó el roce de las telas y eso la extrajo de su pesadilla. Se había sensibilizado a una nueva nota en los sonidos de Central. Había un ruido raspante detrás de los movimientos más comunes… esa silla siendo desplazada detrás de ella… el abrirse de aquella puerta de la cocina. Chirridos raspantes. Los equipos de limpieza se quejaban de la arena y del «maldito polvo».
Odrade miró por la ventana a la fuente de aquella irritación: el viento del sur. Una opaca neblina, de un color entre tostado y marrón tierra, tendía como una cortina sobre el horizonte. Tras el viento, se encontraban acumulaciones de polvo en las esquinas de los edificios y en los lados al socaire de las colinas. Desprendían un olor como a pedernal, algo alcalino que irritaba el olfato.
Bajó los ojos a la mesa cuando una acólita encargada del servicio colocó frente a ella su comida.
Odrade se dio cuenta de que disfrutaba de aquel cambio de las comidas rápidas en su cuarto de trabajo y su comedor privado. Cuando comía sola ahí arriba, las acólitas traían su comida tan silenciosamente y retiraban los platos con tan discreta eficiencia que a veces se sorprendía al descubrir su mesa de nuevo limpia. Aquí, la cena era bullicio y conversación. En sus aposentos, el chef Duana llegaba cloqueando:
«No estáis comiendo lo suficiente.» Por lo general Odrade hacía caso de aquellas advertencias. Los perros guardianes tenían su utilidad.
La comida de esta noche era slig (cerdo) con salsa de soja y melaza, con un mínimo de melange, y un toque de albahaca y limón. Judías verdes frescas cocidas al dente con pimientos. Rojizo zumo de uva para beber. Tomó un bocado de slig para probarlo y lo encontró pasable, un poco demasiado hecho para su gusto. Las acólitas del chef no lo habían hecho demasiado mal.
Entonces, ¿por qué esta sensación de estar ya cansada de esas comidas?
Tragó, y su hipersensibilidad identificó aditivos. Aquella comida no estaba allí únicamente para restaurar las energías de la Madre Superiora. Alguien en la cocina había pedido su lista diaria de nutrición y había ajustado aquel plato de acuerdo con ella.
La comida es una trampa,
pensó.
Más adicciones.
No le gustaban las arteras formas en que los chefs de la Casa Capitular ocultaban las cosas que ponían en la comida «por el bien de los comensales». Sabían, por supuesto, que una Reverenda Madre podía identificar ingredientes y ajustar su metabolismo en consonancia, hasta unos ciertos límites.
Ahora la debían estar observando, preguntándose cómo juzgaría la Madre Superiora el menú de esta noche.
En algún lugar tenía que triunfar la pureza del sabor, pensó Odrade. Incluso a expensas de lo que los chefs llamaban «alimentación».
Mientras comía, escuchó a las otras comensales. Ninguna interfería con ella… ni física ni vocalmente. Los sonidos habían vuelto casi a lo que eran antes de su entrada. Las agitadas lenguas cambiaban siempre ligeramente su tono cuando ella entraba, y luego proseguían a un volumen más bajo.
Dedicado a la Madre Superiora.
Había una pregunta no formulada en todas aquellas activas mentes que tenía a su alrededor:
¿Por qué está aquí esta noche?
Odrade captó un suave temor reverente en algunas cercanas comensales, una reacción que la Madre Superiora empleaba a veces en su ventaja. Temor reverente, con algo más. Las acólitas susurraban entre sí (al menos así informaban las Censoras): «Tiene a Taraza.» Con lo cual querían decir que Odrade poseía a su difunta predecesora como Primaria. Las dos constituían una pareja histórica, un estudio que era exigido a las postulantes.
Dar y Tar,
toda una leyenda ya.
Incluso Bellonda (la querida y vieja perversa Bellonda) acudía evasivamente a Odrade a causa de esto. Pocos ataques frontales, muy poco estruendo en sus discusiones acusatorias. Taraza se había llevado la fama de salvar a la Hermandad. Eso había silenciado mucha oposición. Taraza había dicho que las Honoradas Matres eran esencialmente bárbaras y que su violencia, aunque no totalmente desviable, podía ser dirigida a sangrientos despliegues. Los acontecimientos habían verificado más o menos aquello.
C
orrecto hasta cierto punto, Tar. Ninguna de nosotras anticipó la extensión de su violencia.
La verónica clásica de Taraza (qué adecuada la imagen taurina) había conducido a las Honoradas Matres a tales episodios de carnicería que el universo bullía con potenciales defensores de sus brutalizadas víctimas.
Hemos trasladado la naturaleza de las decisiones individuales a una nueva arena.
La importancia de las palabras para describir las necesidades se desvanecía cada vez más en el entorno a cada día que pasaba. No solamente las palabras, sino los lenguajes que controlaban la sintonización de los pensamientos. El lenguaje no podía avanzar por sí mismo, ni podía ser extirpado de la gente que lo hacía moverse y lo cambiaba. Tan sólo los individuos podían echarse a un lado y prescindir de las palabras.
¿Es ahí donde puedo influenciar nuestro destino?
El destino humano no había sido nunca completamente manejable. Y en un universo Disperso, ese hecho se convertía en una peligrosa realidad.
¿Qué puedo hacer para defendernos?
No era tanto que los planes defensivos fueran inadecuados. Pero podían volverse irrelevantes.
Eso, por supuesto, es lo que busco. Debemos purificarnos y prepararnos para un supremo esfuerzo.
Bellonda se había burlado de esa idea.
—¿Para nuestra desaparición? ¿Es para eso para lo que debemos purificarnos?
Bellonda se mostraría ambivalente cuando descubriera lo que planeaba la Madre Superiora. La Bellonda perversa aplaudiría. La Bellonda Mentat pediría un aplazamiento «hasta un momento más propicio».
Pero yo buscaré mi propio camino particular pese a lo que mis Hermanas piensen.
Y muchas Hermanas pensaban que Odrade era la más extraña Madre Superiora que jamás hubieran aceptado. Más exaltada con la mano izquierda que con la derecha.
Con Taraza como Primaria. Yo estaba ahí cuando tú moriste, Tar. No habla nadie más para recoger tu persona. ¿Elevación por accidente?
Muchas desaprobaban a Odrade. Pero cuando brotaba la oposición, volvían al «Taraza es la Primaria… la mejor Madre Superiora de nuestra historia».
¡Divertido! Su Taraza Interior era la primera en echarse a reír y preguntar:
¿Por qué no les hablas de mis errores, Dar?
Especialmente acerca de la forma en que te juzgué mal a ti.
Odrade masticó reflexivamente un bocado de slig.
Voy retrasada en mi visita a Sheeana. Tan al sur en el desierto y tan pronto. Hay que preparar a Sheeana para reemplazar a Tam.
El cambiante paisaje llenó los pensamientos de Odrade. Más de mil quinientos años de ocupación Bene Gesserit de la Casa Capitular.
Señales de nosotras por todas partes.
No sólo en bosquecillos especiales o en viñedos y huertos. Lo que debía hacer a la psique colectiva el ver producirse tantos cambios en su entorno familiar.
La acólita sentada al lado de Odrade emitió de pronto un suave carraspeo. ¿Pretendía dirigirse a la Madre Superiora? Una rara ocurrencia. La joven siguió comiendo sin decir nada.
Los pensamientos de Odrade volvieron al viaje en perspectiva al desierto. Sheeana no debía ser advertida de nada.
Debo estar segura de que es la que necesitamos.
Había preguntas que Sheeana tenía que contestar.
Odrade sabía que se encontraría con paradas de inspección en su camino. En las Hermanas, en la vida vegetal y animal, en los mismos cimientos de la Casa Capitular, vería cambios importantes y cambios sutiles, cosas que retorcerían la ostentosa serenidad de una Madre Superiora. Incluso Murbella, que muy raramente salía de la no-nave (y nunca sin guardias), notaba esos cambios.
Aquella misma mañana, sentada con la espalda apoyada en su consola, Murbella había escuchado con una nueva atención a Odrade, de pie frente a ella. Había una desacostumbrada agudeza mental en la cautiva Honorada Matre. Su voz traicionaba dudas y juicios desequilibrados.
—¿
Todo
es transitorio, Madre Superiora?
—Ese es el conocimiento impreso en ti por las Otras Memorias. Ningún planeta, ningún mar ni tierra firme, ninguna parte de ningún país, existe para siempre.
—¡Un pensamiento morboso! —Rechazo.
—Allá donde estemos, no somos más que administradores.
—Un punto de vista que no sirve para nada. —Vacilante, preguntándose por qué la Madre Superiora elegía aquel momento para decir tales cosas.