¿Dos contra una?,
se preguntó Odrade. No creía que Bell o Tam sospecharan lo que pretendía la Madre Superiora. Bien, ya saldría a la superficie, como lo había hecho el plan de Taraza.
A su debido tiempo, ¿eh, Tar?
Bellonda aún no había mencionado a Idaho. Aguardaba «el momento adecuado». Se estaba acercando. Bell había ido a la no-nave ayer, y había tenido una larga sesión con Idaho y Murbella.
Caminaron por los corredores, sus negras túnicas siseando con urgencia, sus ojos perdiéndose muy poco. Todo era familiar, y sin embargo buscaban cosas que fueran nuevas. Odrade llevaba su Oído-C sobre su hombro izquierdo como un lastre de buceo mal colocado.
Nunca estés fuera de alcance de las comunicaciones en estos días.
Entre telones en cualquier centro Bene Gesserit estaban los servicios de apoyo: hospitales-clínicas, cocinas, morgue, control de desechos, sistemas de reciclado (anexionados a alcantarillado y desechos), transporte y comunicaciones, aprovisionamiento de las cocinas, salas de adiestramiento y mantenimiento físicos, escuelas para acólitas y postulantes, aposentos para todas las denominaciones, centros de reunión, y muchas otras cosas. El personal cambiaba a menudo debido a la Dispersión y al traslado de gente a nuevas responsabilidades, todo ello de acuerdo con la sutil consciencia Bene Gesserit. Pero las tareas y los lugares para ellas permanecían.
Mientras avanzaban rápidamente de una zona a la siguiente, Odrade habló de la Dispersión de la Hermandad, sin intentar ocultar su desánimo ante la «familia atómica» en que se habían convertido.
—¡Espacio vital! No más límites, nunca más. ¡Traslada tus muebles a ese enorme espacio abierto, humanidad! Arréglalo como tú quieras.
—Entonces, ¿por qué las Honoradas Matres acuden a quitarnos nuestros lugares? —quiso saber Tam.
La pregunta era casi una súplica.
¿Cómo, por favor, amueblarías tu universo si fueras una Honorada Matre?
Las Honoradas Matres llevaban un «mobiliario» desconocido en sus mentes.
—Encuentro difícil contemplar a la humanidad esparciéndose por un universo ilimitado —dijo Tam—. Las posibilidades…
—Es un juego de números infinitos. —Odrade dio un paso más largo para salvar un bordillo roto—. Eso tendría que ser reparado. Hemos estado jugando al juego del infinito desde que aprendimos a saltar por los Pliegues espaciales.
No había la menor alegría en Bellonda.
—¡No es ningún juego!
Odrade podía apreciar los sentimientos de Bellonda.
Nunca hemos visto el espacio vacío. Siempre más galaxias. Tam tiene razón. Es intimidante cuando enfocas tu atención a esa Senda de Oro.
Los recuerdos de exploraciones daban a la Hermandad una base estadística, pero poco más que eso. Tantos planetas habitables en un conglomerado en particular y, además de ésos, un esperado número adicional que podían ser terraformados.
—¿Qué es lo que está evolucionando ahí afuera? —preguntó Tamalane.
Una pregunta a la que no podían responder. Pregunta lo que puede producir el Infinito, y la única respuesta posible es: «Nada».
Cualquier bien, cualquier mal; cualquier bien, cualquier mal.
—¿Y si las Honoradas Matres están huyendo de algo? —preguntó Odrade—. ¿No es una interesante posibilidad?
—Esas especulaciones son inútiles —murmuró Bellonda—. Ni siquiera sabemos si los Pliegues del espacio nos introducen a un universo o a muchos… o a un número infinito de burbujas que se expanden y se colapsan.
—¿Acaso el Tirano comprendió eso algo mejor que nosotras? —preguntó Tamalane.
Hicieron una pausa mientras Odrade miraba en una habitación donde cinco acólitas Adelantadas y una Censora estudiaban una proyección de los almacenamientos regionales de melange. El cristal que contenía la información creaba una intrincada danza en el proyector, saltando en su rayo como una pelota en una fuente. Odrade observó el resumen y se volvió antes de fruncir el ceño. Tam y Bell no vieron la expresión de Odrade.
Tenemos que empezar a limitar el acceso a los datos de la melange. Son demasiado deprimentes para la moral.
¡Administración!
Todo recaía sobre la Madre Superiora.
Delega demasiado a la misma gente, y caerás en la burocracia.
Odrade sabía que dependía demasiado de su sentido interno de la administración. Un sistema frecuentemente probado y revisado, utilizando la automatización solamente allá donde era esencial. «La maquinaria», lo llamaban. Cuando se convertían en Reverendas Madres, todas ellas poseían alguna sensibilidad a «la maquinaria», y tendían a utilizarla sin hacer preguntas. Ahí residía el peligro. Odrade presionaba para constantes mejoras (incluso pequeñas) a fin de introducir cambios en sus actividades. ¡Al azar! Sin ningún esquema en absoluto que otros pudieran descubrir y utilizar contra ellas. Era posible que una sola persona no apreciara tales cambios en el transcurso de una vida, pero las diferencias al final de largos períodos de tiempo eran a buen seguro mensurables.
El grupo de Odrade descendió al nivel del suelo y penetró en la principal arteria de Central. «La Vía», la llamaban las Hermanas. Y algunas la completaban, como queriendo hacer un inconcreto chiste particular: «La Vía Bene Gesserit».
La Vía enlazaba la plaza contigua a la torre de Odrade con los arrabales del sur de la zona urbana… —recta como el rayo de una pistola láser, casi doce kilómetros de edificios altos y bajos. Los bajos tenían todos algo en común: habían sido edificados con la suficiente solidez como para ser expandidos hacía arriba.
Odrade hizo señales a un transporte abierto con asientos vacíos, y las tres se apiñaron en un espacio donde pudieran seguir hablando. Las fachadas de La Vía tenían un atractivo pasado de moda, pensó Odrade. Edificios como aquellos, con sus altas ventanas rectangulares de aislante plaz, habían enmarcado las «Vías» Bene Gesserit a lo largo de buena parte de la historia de la Hermandad. En el centro había una larga hilera de olmos genéticamente controlados a fin de que presentaran un perfil alto y estrecho. Los pájaros anidaban en ellos, y la mañana resplandecía con aleteantes puntos rojos y anaranjados… oropéndolas, tanagras.
¿Es un esquema peligroso para nosotras el preferir este ambiente familiar?
Odrade les hizo bajar del transporte en Senda Torcida, pensando en la forma en que el humor Bene Gesserit se desplegaba en todos esos curiosos nombres. Haciendo broma con las calles. Senda Torcida se llamaba así debido a que los cimientos de uno de sus edificios habían cedido ligeramente, dando a aquella estructura una apariencia curiosamente beoda. Era el único miembro del grupo que se salía de la línea.
Como la Madre Superiora. Sólo que ellas aún no lo saben.
Su Oído-C zumbó cuando llegaron al Callejón de la Torre.
—¿Madre Superiora? —Era Streggi. Sin dejar de caminar, Odrade dio la señal de que estaba en línea—. Pedisteis un informe sobre Murbella. La Central Suk dice que está en condiciones para iniciar las clases asignadas.
—Entonces que se las asignen. —Siguieron caminando por el Callejón de la Torre: todo edificios de un solo piso.
Odrade lanzó una breve mirada a los bajos edificios de ambos lados de la calle. A uno de ellos se le habían añadido dos pisos. Puede que algún día hubiera una auténtica Torre allí, y el chiste (si es que había alguno) fuera abandonado.
De todos modos se discutía que los nombres eran solamente una conveniencia, y que podían disfrutar de aquel aventurarse a lo que era un tema delicado para la Hermandad.
Uno raras veces se reía con una Reverenda Madre, y nunca de ella. Podías sonreír ligeramente si te decían que te reunieras con la Reverenda Madre tal en el Camino del Árbol Socarrón. En consecuencia, las Hermanas raras veces analizaban los nombres que sus predecesoras habían dado a las calles y callejones y edificios. Eran como otro idioma, fragmentos de un pasado que seguía en uso debido a que un cambio sería algo demasiado brusco (como ese edificio torcido en Senda Torcida), y además esos eran los nombres que utilizaba todo el mundo. ¿Por qué complicar las cosas pidiéndole a toda la gente que aprendiera otros nombres?
Este es uno de nuestros esquemas. Quizá no peligroso, mientras lo limitemos a nuestros propios lugares.
Odrade se detuvo bruscamente en una concurrida acera y se volvió hacia sus compañeras.
—¿Qué diríais si sugiriera que denomináramos las calles y las plazas con los nombres de las Hermanas partidas?
—¡Hoy estás llena de tonterías! —acusó Bellonda.
—No han partido —dijo Tamalane.
Odrade prosiguió su errante caminar. Había esperado aquello. Casi podía oír los pensamientos de Bell:
¡Llevamos a las «partidas» con nosotras en nuestras Otras Memorias!
Odrade no deseaba discutir allí al aire libre, pero pensaba que su idea era meritoria. Algunas Hermanas habían muerto sin Compartir. Las Líneas Principales de la Memoria resultaban duplicadas, pero perdías un hilo y esto terminaba con toda una sección. Schwangyu, del Alcázar de Gammu, había desaparecido de esa forma, muerta por las Honoradas Matres atacantes. Claro que quedaban muchas memorias para eternizar sus buenas cualidades… y sus complejidades. Una vacilaba en decir que sus errores enseñaban más que sus éxitos.
Bellonda aceleró su paso para caminar al lado de Odrade en una calle relativamente vacía.
—Tengo que hablar de Idaho. Un Mentat, sí, pero esas memorias múltiples ¡Supremamente peligrosas!
Estaban pasando por delante de una morgue, el fuerte olor a antisépticos se notaba incluso en plena calle. La entrada en forma de gran arco permanecía abierta.
—¿Quién ha muerto? —preguntó Odrade, ignorando la ansiedad de Bellonda.
—Una Censora de la Sección Cuatro y un hombre de mantenimiento de las plantaciones —dijo Tamalane. Tam siempre sabía aquellas cosas.
Bellonda se enfureció al sentirse ignorada, y no hizo ningún intento por ocultarlo.
—¿Quieres centrarte en lo importante?
—¿Qué es lo importante? —preguntó Odrade. Muy suavemente.
Emergieron a la terraza sur y se detuvieron en el pretil de piedra para contemplar las plantaciones… los viñedos y los huertos. La luz matutina tenía un halo de polvo que no se parecía en nada a las brumas creadas por la humedad.
—¡Sabes qué es lo importante! —Bell no iba a dejarse desviar.
Odrade contempló la vista, apretándose contra las piedras. El pretil estaba frío. La bruma ahí afuera era de distinto color, pensó. La luz del sol llegaba a través del polvo con un espectro reflexivo distinto. Más fuerte e intensa. Absorbida de un modo distinto. La aureola más densa. El polvo y la arena en suspensión se metían por todas las hendiduras de la misma forma que el agua, pero el raspar y el chirriar traicionaban su fuente. Lo mismo ocurría con la persistencia de Bell. No había lubricación.
—Esa es la luz del desierto —dijo Odrade, señalando.
—Deja de eludirme —gruñó Bellonda.
Odrade eligió no responder. La polvorienta luz era algo clásico, pero no tranquilizador en la forma de los viejos pintores y sus brumosas mañanas.
Tamalane se situó al lado de Odrade.
—Es hermoso, a su manera —dijo. El tono remoto que empleó indicaba que estaba efectuando comparaciones con sus Otras Memorias similares a las de Odrade.
Si es así como fuiste condicionada a buscar la belleza.
Pero algo muy profundo dentro de Odrade dijo que no era la belleza lo que estaba anhelando.
En los someros terrenos pantanosos bajo ellas, donde en un tiempo se habían plantado verduras, había ahora una sequedad y una sensación de la tierra siendo destripada, de la misma forma que los antiguos egipcios habían preparado su muerte… secando la materia esencial, preservándola para la eternidad.
El desierto como dueño de la muerte, envolviendo la tierra en natrón, embalsamando nuestro hermoso planeta con todas sus joyas ocultas.
Bellonda permanecía al lado de ellas, murmurando y agitando la cabeza, negándose a ver en lo que su planeta iba a convertirse.
Odrade casi se estremeció en un repentino acceso de simulflujo. La memoria la inundó: volvió a verse a sí misma registrando las ruinas del Sietch Tabr, descubriendo los cadáveres embalsamados por el desierto de los piratas de la especia allá donde sus asesinos los habían dejado.
¿Qué es el Sietch Tabr ahora? Una masa fundida y solidificada y sin nada que señale su orgullosa historia. Las Honoradas Matres, asesinas de la historia.
—Si no tienes intención de eliminar a Idaho, entonces debo protestar de que lo utilices como Mentat.
¡Bell era una mujer tan exigente! Odrade observó que estaba mostrando más que nunca su edad. Llevando montadas sobre su nariz incluso ahora unas gafas para leer. Aumentaban el tamaño de sus ojos hasta darle la apariencia de un pez. La utilización de gafas no era una las más sutiles prótesis que decían algo acerca de ella. Alardeaba de una contradictoria vanidad que anunciaba: «Soy más grande que los artificios que mis menguantes sentidos requieren.»
Bellonda se sintió positivamente irritada por la Madre Superiora.
—¿Por qué me estás mirando de esta forma?
Odrade, atrapada por la brusca consciencia de una debilidad en su Consejo, desvió su atención hacia Tamalane. El cartílago nunca dejaba de crecer, y esto había aumentado el tamaño de las orejas, nariz y barbilla de Tam. Algunas Reverendas Madres ajustaban esto mediante el control de su metabolismo, o se sometían periódicamente a corrección quirúrgica. Tam no se inclinaba ante ninguna de tales vanidades.
—Así es como soy. Tómame o déjame.
Mis consejeras son demasiado viejas. Y yo… yo debería ser más joven y fuerte para llevar todos esos problemas sobre mis hombros. ¡Oh, maldito sea este lapso de autocompasión!
Sólo un supremo peligro: una acción contra la supervivencia de la Hermandad.
Lo que no podemos permitirnos es la autopiedad o, en cuanto a eso, la autoindulgencia. Ahora que las Honoradas Matres han demostrado que una Reverenda Madre puede morir tan fácilmente como cualquiera, tienen que existir mejores razones para nuestras acciones.
—¡Duncan es un soberbio Mentat! —Odrade habló con toda la fuerza de su posición—. Pero no utilizo a ninguno de vosotros más allá de vuestras capacidades.