Vagó aquella tarde por sus aposentos sintiéndose desplazado, como si acabara de llegar allí y no aceptara todavía aquellas estancias como su hogar.
Esto es la emoción hablándome.
A lo largo de los años de su confinamiento, aquellos aposentos habían adquirido una apariencia de estar habitados. Aquella era su caverna, la suite del antiguo supercarguero: amplias habitaciones con paredes ligeramente curvadas… el dormitorio, la biblioteca y cuarto de trabajo, la sala de estar, un baño de cerámica verde con sistemas de lavado secos y húmedos, y un amplio salón de prácticas que compartía con Murbella para los ejercicios.
Las habitaciones poseían una colección única de artefactos y señales de su presencia: aquella mecedora situada con el ángulo preciso en relación con la consola y el proyector que lo unían a los sistemas de la nave, aquellas grabaciones ridulianas en aquella mesita baja. Y había manchas que indicaban ocupación… esa mancha oscura sobre la mesa de trabajo. Un poco de comida derramada había dejado una señal indeleble.
Había pocos ruidos allí que no pudiera identificar a algún nivel de consciencia. Aquel hormigueo era su consola recordándole que la había dejado activada. Los fibrosos extremos del proyector resplandecían verdes.
Se dirigió, inquieto, hacia su dormitorio. La luz era más suave. Su habilidad en identificar lo familiar abarcaba también los olores. Había un olor como a saliva en la cama… el flotante residuo de la colisión sexual de la noche pasada.
Esta es la palabra adecuada: colisión.
El aire de la no-nave —filtrado, reciclado y suavizado— lo irritaba a menudo. Ninguna abertura del laberinto de la no-nave al mundo exterior permanecía nunca abierta demasiado tiempo. A veces permanecía sentado, oliendo, con la esperanza de detectar un débil aroma de aire que no hubiera sido ajustado a las demandas de su prisión.
¡Hay una forma de escapar!
Salió de sus aposentos y vagó corredor abajo, tomó la caída al final del pasillo, y emergió en el nivel inferior de la nave.
¿
Qué está ocurriendo realmente ahí afuera en ese mundo abierto al cielo?
Lo poco que Odrade le había contado acerca de los acontecimientos lo llenaba de temores y atrapantes sentimientos.
¡No hay sitio para echar a correr! ¿Soy lo bastante juicioso como para compartir mis temores con Sheeana? Murbella simplemente se echó a reír. «Te protegeré, mi amor. Las Honoradas Matres no me harán ningún daño». Otro falso sueño.
Pero Sheeana… qué rápidamente captó el lenguaje de las manos y penetró en el espíritu de mi conspiración. ¿Conspiración? No… dudo que ninguna Reverenda Madre actúe alguna vez contra sus hermanas. Incluso Dama Jessica volvió a ellas al final. Pero no le pediré a Sheeana que actúe contra la Hermandad, tan sólo que nos proteja de la locura de Murbella.
El enorme poder de los cazadores hacía predecible la destrucción. Un Mentat no podía dejar de contemplar su disruptiva violencia. También habían traído algo consigo, algo extraño y apenas insinuado de allá de la Dispersión. ¿Qué eran esos
Futars
que Odrade había mencionado tan casualmente?
¿Parte humanos, parte bestias?
Esa había sido la suposición de Lucilla.
¿Y dónde está Lucilla?
Se dio cuenta que se hallaba en la Gran Cala, el enorme espacio de un kilómetro de largo donde habían transportado al último gigantesco gusano de arena de Dune hasta la Casa Capitular. La zona olía todavía a especia y arena, llenando su mente con el lejano y muerto pasado. Sabía por qué acudía tan a menudo a la Gran Cala, haciéndolo a veces sin siquiera pensar en ello, como había sucedido ahora. Lo atraía y lo repelía a la vez. La ilusión de ilimitado espacio con rastros de polvo, arena y especia traía consigo la nostalgia de perdidas libertades. Pero había algo más. Era algo que le ocurría siempre.
¿Ocurrirá hoy?
Sin advertencia, la sensación de hallarse en la Gran Cala se desvanecía. Luego… la red resplandeciendo en un cielo derretido. Era consciente, cuando llegaba la visión, de que no estaba viendo en realidad una red. Su mente traducía lo que los sentidos no podían definir.
Una resplandeciente red ondulando como una infinita aurora boreal.
Entonces la red se abría y podía ver a dos personas… un hombre y una mujer. Qué ordinarios parecían, y sin embargo qué extraordinarios. Unos abuelos con ropas antiguas: un mono con peto para el hombre y una larga túnica con un pañuelo en la cabeza para la mujer. ¡Trabajando en un jardín de flores! Pensaba que tenía que haber algo más en aquella ilusión.
Estoy viendo esto pero no es realmente lo que veo.
Finalmente, siempre terminaban dándose cuenta de su presencia. Oía sus voces.
—Está aquí de nuevo, Marty —decía el hombre, llamando la atención de la mujer hacia Idaho.
—Me pregunto cómo puede ver a través —rumió Marty en una ocasión—. No parece posible.
—Se ha puesto muy delgado, creo. Me pregunto si sabe el peligro.
Peligro
. Esa era la palabra que siempre lo arrancaba de la visión.
—¿Hoy no estás en tu consola?
Por el espacio de un instante, Idaho pensó que se trataba de la visión, la voz de aquella extraña mujer, luego se dio cuenta de que era Odrade. Su voz llegaba desde atrás, muy cerca. Se dio la vuelta y vio que había olvidado cerrar la esclusa. Ella lo había seguido a la Cala, siguiendo suavemente sus pasos, evitando los lugares donde aún quedaba un poco de arena que hubiera chirriado bajo Sus píes y traicionado su aproximación.
Parecía cansada e impaciente.
¿Por qué cree que debería estar en mi consola?
Como si estuviera pensando en responder a su pregunta, Odrade dijo:
—Te encuentro tan a menudo junto a tu consola últimamente. ¿Qué es lo que estás buscando, Duncan?
El agitó la cabeza, sin responder.
¿Por qué me siento de pronto en peligro?
Era un raro sentimiento en compañía de Odrade. Podía recordar otras ocasiones, sin embargo. Una vez, cuando ella había mirado suspicazmente a sus manos en el campo de su consola.
Miedo asociado con mi consola. ¿Tanto revela mi hambre Mentat de datos? ¿Sospechan que he ocultado aquí mi yo íntimo?
—¿Acaso no puedo tener intimidad en absoluto? —Rabia y agresividad.
Ella agitó lentamente la cabeza de uno a otro lado, como si dijera: «Tú puedes hacerlo mejor que eso.»
—Esta es vuestra segunda visita hoy —acusó él.
—Debo decirte que te ves muy bien, Duncan. —Más circunloquios.
—¿Eso es lo que dicen vuestras observadoras?
—No seas mezquino. Vine a charlar con Murbella. Ella me dijo que estabas aquí abajo.
—¡Como si necesitárais que ella os lo dijese!
—Mucho de lo que haces es fastidioso, Duncan. —¡Una clara irritación, y de una Reverenda Madre! —Supongo que sabéis que Murbella está embarazada de nuevo.
—¿Estaba intentando aplacarla con eso?
—Por lo cual nos sentimos agradecidas. He venido a decirte que Sheeana quiere visitarte otra vez.
¿Por qué debería anunciar eso Odrade?
Las palabras de la mujer lo llenaron con imágenes de la expósita de Dune que se había convertido en una completa Reverenda Madre. (La más joven que nunca hubiera habido, decían). Sheeana, su confidente, allá afuera vigilando a aquel gran gusano. ¿Se habría perpetuado finalmente a sí mismo? ¿Por qué tendría que interesarse Odrade en la visita de Sheeana?
—Sheeana quiere discutir acerca del Tirano contigo.
Vio la sorpresa que aquello producía en el hombre.
¡Maldita sea!
Odrade siempre utilizaba un muy bien planeado modo de acercarse a él. Tenía en mente algo especial, otro esquema Bene Gesserit. ¿Deseaban su
punto de vista masculino
, como ella había dicho tantas veces? ¿Pero qué era, en nombre de todos los falsos dioses de la Missionaria, un punto de vista masculino?
La Madre Superiora estaba mostrándose extremadamente cautelosa con él. Eso estaba claro.
¿Sheeana?
Lo necesitaban para algo. Podía sentirlo. Pero estaba tratando con profesionales definitivas en motivaciones humanas.
¿Qué están haciendo? Manteniendo con vida a la Bene Gesserit, por supuesto. Manipulando todo lo no Bene Gesserit a su alrededor hasta donde pueden. Comisionistas del poder. Árbitros. Conservadoras de datos desde hace mucho. No olvides nunca las Otras Memorias.
—¿Qué puedo añadir yo al conocimiento de Sheeana de Leto II? —preguntó él—. Es una Reverenda Madre.
—Tú conociste íntimamente a los Atreides.
Ahhh. Está dando caza al Mentat.
—Pero decís que desea discutir sobre Leto, y no es correcto pensar en él como en un Atreides.
—Oh, pero lo era. Refinado en algo más elemental que nadie antes que él, pero uno de nosotros, al fin y al cabo.
¡Uno de nosotros!
Le estaba recordando que ella también era una Atreides. ¡Recordándole su eterna deuda a la familia!
—Si vos lo decís.
—¿No crees que deberíamos terminar de jugar a este estúpido juego?
La cautela se apoderó de él. Se dio cuenta de que ella lo veía. Las Reverendas Madres eran tan malditamente sensitivas. La miró, sin atreverse a hablar, sabiendo que ya le había dicho demasiado.
—Creemos que recuerdas más de una vida ghola. —Y, cuando él siguió sin responder—. ¡Vamos, vamos, Duncan! ¿Eres un Mentat?
Por la forma en que habló, tanto una acusación como una pregunta, él comprendió que el disimulo había terminado. Fue casi un alivio.
—¿Y si lo soy?
—Los tleilaxu mezclaron las células de más de un ghola Idaho cuando te desarrollaron.
¡Ghola Idaho!
Se negó a pensar en sí mismo con esa abstracción.
—¿Por qué tan de pronto resulta tan importante Leto para vosotras? —No escapándosele la admisión en esa respuesta.
—Nuestro gusano se ha convertido en truchas de arena.
—¿Están creciendo y propagándose?
—Al parecer.
—Al menos que las contengáis o las eliminéis, la Casa Capitular puede convertirse en otro Dune.
—Tú lo habías previsto, ¿verdad?
—Leto y yo juntos.
—Así que recuerdas varias vidas. Fascinante. Esto te convierte en algo parecido a nosotras. —¡Qué inmutable era su mirada!
—Muy diferente, creo. —
¡Tengo que rechazar esa senda!
—¿Adquiriste las memorias durante tu primer encuentro con Murbella?
¿Quién lo sospechó? ¿Lucilla? Estaba aquí y pudo sospecharlo, confiando luego sus sospechas a sus Hermanas.
Tenía que poner al descubierto aquella terrible consecuencia.
—¡No soy otro Kwisatz Haderach!
—¿No lo eres? —Estudiado objetivamente. Ella permitió que aquello quedara bien claro por sí mismo, una crueldad, pensó él.
—¡Vos sabéis que no lo soy! —Estaba luchando por su vida y lo sabía. No tanto con Odrade como con aquellas otras que observaban y revisaban las grabaciones de los com-ojos.
—Háblame de tus memorias seriales. —Era una orden de la Madre Superiora. No había escapatoria a ello.
—Conozco todas esas… vidas. Es como una sola vida.
—Esa acumulación puede ser muy valiosa para nosotras, Duncan. ¿Recuerdas también los tanques axlotl?
La pregunta envió sus pensamientos a los brumosos sondeos que habían hecho que imaginara extrañas cosas acerca de los tleilaxu…. grandes montones de carne humana blandamente visibles a los imperfectos ojos recién nacidos, imágenes turbias y confusas, cuasi-memorias de emerger por los canales del nacimiento. ¿Cómo podía eso encajar con tanques?
—Scytale nos ha proporcionado los conocimientos necesarios para construir nuestro propio sistema axlotl —dijo Odrade.
¿Sistema?
Una interesante palabra.
—¿Significa eso que también duplicáis la producción de especia tleilaxu?
—Scytale negocia para obtener más que lo que vamos a darle. Pero la especia llegará a su tiempo, de una forma u otra.
Odrade se oyó a sí misma hablar con firmeza, y se preguntó si él detectaría la inseguridad.
Puede que no tengamos tiempo.
—Las Hermanas que Dispersáis están cojas —dijo Duncan, dándole a Odrade una pequeña muestra de consciencia Mentat—. Estáis echando mano de vuestras reservas de especia para proveerlas, y esas tienen que ser finitas.
—Poseen nuestro conocimiento axlotl y truchas de arena.
Se sintió enmudecido por la sorpresa ante la posibilidad de incontables Dunes siendo reproducidos en un universo infinito.
—Resolverán el problema del suministro de melange con tanques o gusanos o ambas cosas —dijo ella. Esto era algo que podía decir con sinceridad. Procedía de expectativas científicas. Una entre aquellos Dispersos grupos de Reverendas Madres debería conseguirlo.
—Los tanques —dijo Duncan—. Tengo extraños… sueños. Casi dijo «meditaciones».
—Y es lógico. —Brevemente, le contó cómo era incorporada la carne femenina.
—¿Para conseguir la especia también?
—Creemos que sí.
—¡Repugnante!
—Eso es juvenil —se burló ella.
En tales momentos él la odiaba intensamente. Una vez le había reprochado la forma en que las Reverendas Madres se apartaban del «flujo común de las emociones humanas», y ella le había dado idéntica respuesta.
¡Juvenil!
—Para lo cual probablemente no hay remedio —dijo—. Un desagradable rasgo de mi carácter.
—¿Estás pensando discutir de moralidad conmigo?
Creyó oír irritación en su voz.
—Ni siquiera la ética. Trabajamos bajo reglas distintas.
—Las reglas son a menudo una excusa para ignorar la compasión.
—¿Oigo un débil eco de consciencia en una Reverenda Madre?
—Deplorable. Mis Hermanas me exiliarían si pensaran que me gobernaba la conciencia.
—Podéis ser aguijoneadas, pero no gobernadas.
—¡Muy bien, Duncan! Me gustas mucho más cuando eres abiertamente un Mentat.
—Desconfío de vuestros gustos.
Ella se echó a reír.
—¡Cuánto te pareces a Bell!
El la miró en silencio, sumergido por su risa en un repentino conocimiento de la forma de escapar de sus guardianes, extirparse de las constantes manipulaciones de la Bene Gesserit, y vivir su propia vida. La salida no residía en la maquinaria sino en los fallos de la Hermandad. Los absolutos por los cuales creían que estaban rodeadas y sostenidas… ¡ese era el camino de salida!