Caballo de Troya 1 (64 page)

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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

BOOK: Caballo de Troya 1
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Casi al mismo tiempo que aquella masa luminosa -de más de cincuenta metros de diámetro-hacía estacionario sobre el lugar, una especie de «cilindro» luminoso partió del centro del

«disco», iluminando a Jesús, las lastras de piedra y el terreno, en un radio aproximado de cinco o seis metros. El Maestro, con la cara levantada, no parecía alarmado. Y siguió de rodillas...

Mi confusión no tenía límites. ¿Cómo era posible que el Nazareno no se sintiera tan aturdido y atemorizado como yo?

Aquel miedo que me había invadido era compartido plenamente por mi joven compañero, a juzgar por la postura en que había quedado. El fulminante descenso de la «luz» le había hecho llevar sus brazos sobre la cabeza, en un movimiento reflejo de protección. Y así seguía, con el cuerpo encogido y el rostro apuntando hacia la silenciosa masa luminosa...

No acierto a entender cómo llegó hasta allí, pero, casi en el instante mismo que el «cilindro»

de luz blanca tocó el calvero, una figura humana -eso me pareció al menos- surgió sobre la laja de piedra, aproximándose inmediatamente al rabí. Estaba de espaldas a mí y, por supuesto, a pesar de la cegadora luz que inundaba la zona, su estructura física tenía que ser sólida y consistente. Una prueba de ello es que, al llegar a la altura del Maestro, lo ocultó con su cuerpo.

El pavor, posiblemente, agudizó aún más los escasos sentidos que seguía controlando. Y

toda mi atención quedó polarizada en la figura de aquel ser. Era muy alto. Mucho más que Jesús. Posiblemente alcanzase los dos metros y pico. No vestía como nosotros. Al contrario, su
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A esa altura, el viento llevaba dirección 120 grados (Sureste) y unos 50 nudos de velocidad (alrededor de 100

kilómetros por hora)
(N. del m.)

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En el argot aeronáutico, a la izquierda del observador, tomando siempre las 12 horas de un reloj como el punto frontal de observación. A las «tres» sería, por ejemplo, a la derecha.

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Colimado»: Eliseo habla localizado y centrado el objeto en su panel de instrumentos.

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El radar del módulo estaba siendo «silenciado» o inutilizado por otra posible emisión de radar o por alguna interferencia electrónica procedente del objeto.
(N.
del
m.)
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indumentaria me recordó la de los pilotos de combate de la USAF, aunque con un buzo mucho más ajustado y de un brillo intensamente metalizado. (Aunque esta sensación bien podría haber estado mediatizada por la aguda claridad reinante.)

El «mono» parecía de una sola pieza, con un cinto relativamente ancho y de la misma tonalidad -similar a la del aluminio- que el resto del traje. Los pantalones (eso me llamó mucho la atención) se hallaban recogidos en el interior de unas botas de media caña y de un color dorado. En cuanto a su cabeza, sólo pude ver la zona occipital y la nuca. Tenía un cabello blanco, lacio y abundante, que caía hasta los hombros. Indudablemente se trataba de un individuo musculoso y ancho de hombros.

Aunque el silencio reinante era total, no alcancé a oír palabra alguna. Ignoro si hubo conversación. Lo único que pude percibir fue el movimiento del brazo derecho de aquel ser, dirigido hacia Jesús que, presumiblemente, debía continuar de rodillas...

De no haber sido por Eliseo, tampoco hubiera ido capaz de contabilizar el tiempo transcurrido. Según mi compañero, aquel «lapsus» -en el que la conexión auditiva con el módulo quedó «en blanco»- duró entre cuatro y cinco minutos, aproximadamente.

Al cabo de este «tiempo», la figura de aquel ser y el «cilindro» luminoso se extinguieron instantáneamente. Y he dicho bien: ¡instantáneamente! No hubo -o, al menos, yo no pude apreciarlo- elevación de aquel ser hacia el disco luminoso. Y tampoco lo vi alejarse o desaparecer por el olivar... Sencillamente, no tengo explicación. Acto seguido, la «luz»

experimentó unos suaves balanceos, elevándose en vertical con una aceleración que me dio vértigo. En un abrir y cerrar de ojos (suponiendo que hubiera podido realizar dicho pestañeo), el objeto se convirtió en un punto insignificante, perdiéndose en el infinito. Casi al momento, tanto Juan Marcos como yo recuperamos nuestra movilidad. Y el viento volvió a soplar con fuerza entre las ramas de los árboles, mientras las cabras encerradas en la gruta balaban lastimeramente.

-… ¡Jasón...! ¿Me recibes...? ¡Jasón!, ¡por Dios!, ¡contesta...! La voz de Eliseo seguía repicando en mi oído.

Inspiré con todas mis fuerzas, tratando de calmar mis nervios.

-A-fir-ma-ti-vo. . .- le respondí con lo poco que me quedaba de voz.

-¡Roger...! ¡Al fin...! Jasón, ¿estás bien...? ¿Qué ha pasado...?

Como pude tranquilicé a mi compañero, indicándole que procuraría explicárselo más adelante. La verdad es que mi confusión había aumentado. Por un instante pensé que todo había sido una pesadilla. Pero no. Al dirigir la vista hacia el Maestro mi perplejidad aumentó: ¡la película sanguinolenta y los reguerillos que cubrían su faz, cuello y manos habían desaparecido!

Su semblante, todavía pálido y demacrado, no presentaba, sin embargo, señal alguna del reciente fenómeno de «hematohidrosis». Era imposible que Jesús hubiera tenido tiempo de acudir hasta algunos de los recipientes del campamento que contenían agua y proceder al lavado de su cara, cuello y manos. Además, aceptando este supuesto, yo le habría visto alejarse y, por supuesto, regresar junto a la roca. Por el contrario, estoy seguro -absolutamente seguro- que el Maestro no había abandonado en ningún momento su postura: arrodillado sobre el calvero.

Juan Marcos, incomprensiblemente, seguía agazapado detrás del muro de piedra, como si nada hubiera ocurrido. Más adelante, cuando le interrogué sobre lo sucedido aquella noche en el huerto, el muchacho respondió afirmativamente:

«Sí -me dijo sin darle excesiva importancia y como si hubiera sido testigo de otros sucesos similares-, el Padre hizo descender un ángel... Claro que lo vi...»

El Galileo, mucho más sereno, levantó nuevamente su vista hacia los cielos y sonrió.

Después, con paso firme, se incorporó, dirigiéndose hacia el filo del olivar. No sé cómo pero la súbita presencia de aquel «ángel», «astronauta», «fantasma», o lo que fuera, había influido decisivamente en el ánimo del Hijo del Hombre. La expresión del evangelista- «y el ángel le reconfortó»- no podía ser más apropiada.

El Nazareno debió encontrar a sus discípulos nuevamente dormidos. Y tras gesticular con ellos, volvió sobre sus pasos, arrodillándose por tercera vez al borde de la piedra. Era asombroso. Ninguno de los discípulos parecía haberse dado cuenta de lo ocurrido.

Probablemente, se hallaban dormidos.

Una vez allí, ya con su habitual tono de voz, el Maestro habló así, siempre con la mirada fija en lo alto:

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-Padre, ves a mis apóstoles dormidos... Extiende sobre ellos tu misericordia. En verdad, el espíritu está presto, pero la carne es débil...

Jesús guardó silencio e inclinó su cabeza, cerrando los ojos. Después, a los pocos segundos, dirigió su rostro nuevamente a los cielos, exclamando:

-Y ahora, Padre mío, si esta copa no se puede apartar... la beberé. Que se haga tu voluntad y no la mía...

Debían ser casi la una de la madrugada de aquel viernes, 7 de abril, cuando el gigante -

después de permanecer unos minutos en total recogimiento-- se alzó por última vez, acudiendo al punto donde sus tres íntimos, por enésima vez, habían caído bajo un profundo sueño.

Pero, en esta ocasión, el Galileo no retornó al calvero. Despertó a sus hombres y, poco después, los cuatro se internaban en el olivar, perdiéndose de vista.

He meditado mucho sobre aquellas extrañas palabras de Jesús. ¿Qué pudo querer decir cuando habló de «apartar la copa»? ¿Se refería a la posibilidad de evitar los suplicios y su propia muerte? Durante algún tiempo así lo creí. Pero, después de ser testigo de su horrenda Pasión y de su increíble comportamiento, otra interpretación -más sutil si cabe- ha venido a sustituir a mi anterior hipótesis. Ahora he empezado a intuir la gran «tragedia» del Maestro en aquellos críticos momentos de la llamada «oración del huerto». No fue el miedo lo que posiblemente provocó su honda angustia y el posterior sudor sanguinolento. El sabía lo que le reservaba el destino y, como demostró sobradamente, se enfrentó al dolor abierta y valientemente. Pero, de la ruano de esas torturas, el Galileo sabía que llegarían también las humillaciones. Tuvo que ser la «contemplación» de esas ya inminentes vejaciones por parte de las criaturas que Él mismo había creado lo que, quizá, le sumió en un agudo estado de postración. Sí realmente era el Hijo de Dios, la simple observación -y mucho más el padecimiento- de la barbarie y primitivismo de «sus hombres» para con Él mismo tenía que resultar insoportable. Salvando las distancias, imagino el brutal sufrimiento moral que podría significar para un padre el ver cómo sus hijos le abofetean, insultan, hieren e injurian...

Juan Marcos y yo nos apresuramos a salvar el muro que nos separaba del calvero donde había tenido lugar la triple oración del huerto y, con idéntica prudencia, penetramos en el olivar, siguiendo los pasos de Jesús y sus hombres. Conforme nos acercábamos a la explanada del campamento, un pensamiento -quizá tan absurdo como inoportuno- seguía martilleando en mi cerebro. No podía borrar de mi mente las imágenes de aquel ser de más de dos metros y del objeto porque «aquello» tenía que ser un vehículo tripulado- que había sido capaz de desafiar tan elocuentemente las leyes de la gravedad. ¿Qué clase de artefacto era aquél? ¿Qué tecnología podía soslayar semejantes aceleraciones y deceleraciones?
1
. Y, sobre todo, ¿qué relación guardaba todo aquello con Jesús y con la Divinidad?

Hubiera dado diez años de mi vida por haber registrado la conversación entre el Maestro y aquel misterioso ser y maldije mi mala estrella, que no me permitió contemplar los rostros de ambos personajes e interpretar al menos lo ocurrido entre los dos. Desde entonces, una afilada incertidumbre anida en mi corazón: ¿podía ser aquél un ángel? Si realmente era así, ¡qué lejos están los teólogos de la verdad...!

Cuando, al fin, nos asomamos al campamento, todo seguía más o menos igual. Los discípulos del Maestro, profundamente dormidos, permanecían ajenos a cuanto acababa de suceder a pocos metros de las carpas. Y digo que todo seguía más o menos igual porque, coincidiendo con nuestro retorno, dos de los agentes secretos de David Zebedeo entraban también en el huerto. Jadeantes y excitados preguntaron por su «jefe». Fue Juan Marcos quien les señaló el lugar donde montaba guardia.

El Maestro, entre tanto, había aconsejado a Pedro, Juan y Santiago que se retiraran a dormir. Pero los apóstoles, suficientemente despejados quizá con los cortos pero profundos sueños que habían disfrutado en las proximidades de la gruta, y cada vez más nerviosos ante la súbita llegada de los mensajeros, se resistieron. El fogoso Pedro, sin poder resistir la tentación,
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Como miembro de las Fuerzas Aéreas sé hasta dónde llega hoy la resistencia humana frente a la gravedad.

Algunos astronautas, y con trajes muy especiales, han soportado hasta 11 «g« (el valor normal de la «aceleración de la gravedad» es decir, de una «g»- es de 9,80665 metros por segundo cada segundo). Y según mi estimación, aquel objeto practicó una «caída» y un posterior «despegue« que debió someter a los posibles «pilotos» a 20 o 30 «g». (
N
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del m.)

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interrogó a uno de los agentes del Zebedeo. Y el hombre, acorralado por las preguntas de Simón, terminó por declararle que una partida de sicarios del Sanedrín y una escolta romana se dirigían hacia allí. Pedro retrocedió con el rostro descompuesto. Y, cuando intentó dirigirse a las tiendas, con ánimo de despertar a sus compañeros, Jesús se interpuso en su camino, ordenándole que guardara silencio. La recomendación del Galileo fue tan rotunda que los discípulos, desconcertados, quedaron clavados en el suelo.

Los griegos, que acampaban al aire libre, fueron despertados también por la precipitada irrupción de los agentes del Zebedeo y no tardaron en rodear a Jesús y a los tres apóstoles, interrogándoles. Pero el Maestro, que había recobrado su habitual calma, les rogó que se tranquilizaran y que volvieran junto al molino de aceite. Fue inútil. Ninguno de los presentes se movió de donde estaba.

El Nazareno comprendió al instante la actitud de sus hombres y, sin mediar palabra, se alejó del grupo, abandonando el campamento a grandes zancadas.

Durante algunos segundos, los griegos y los apóstoles dudaron. Y una vez más fue el joven Juan Marcos quien tomó la iniciativa. En un santiamén escapó del huerto, perdiéndose colina abajo.

Aquella inesperada reacción de Jesús, saliendo de la finca de Getsemaní, me desconcertó.

Según los evangelios canónicos, fuente informativa primordial, el llamado prendimiento debería llevarse a cabo en el referido huerto. Sin embargo, el Nazareno acababa de abandonarlo... Sin pensarlo dos veces seguí los pasos del muchacho, sin preocuparme de los tres apóstoles y de los griegos, que permanecían inmóviles en mitad del campamento.

Tanto Jesús como Juan Marcos habían tomado el conocido camino que discurría por la falda occidental del Olivete y que me había llevado en varias ocasiones hasta el puentecillo sobre la depresión del entonces seco torrente del Cedrón.

En ese momento, y justamente al otro lado del puente, me llamó la atención el movimiento de un nutrido grupo de antorchas. Al observar más detenidamente comprobé que se dirigía hacia este lado del monte. Aquellos debían ser los hombres armados de los que había hablado el mensajero del Zebedeo. Desconcertado, continué bajando por la vereda hasta que, en uno de los recodos del camino, vi a Marcos -mejor debería decir que sólo distinguí su lienzo blanco-refugiándose a toda prisa en una pequeña barraca de madera que se levantaba al pie mismo del sendero. Me detuve sin saber qué hacer. Pero mis sorpresas en aquella madrugada del viernes no habían hecho más que empezar.

Junto a la mencionada casamata distinguí otra cuba -similar a la construida a la entrada del campamento de Getsemaní- que debía formar parte de uno de los lagares de aceite que tanto abundaban en el monte de las Aceitunas. El Maestro se había sentado sobre el murete de piedra de la prensa, a unos dos pasos de la pista y de cara a la dirección que traía el cada vez más cercano y oscilante enjambre de luces amarillentas.

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