Caballo de Troya 1 (66 page)

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Authors: J. J. Benitez

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BOOK: Caballo de Troya 1
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Cuando me disponía a dejar el olivar y encaminarme hacia la ciudad santa, las siluetas de dos legionarios rezagados aparecieron de improviso entre los olivos que se levantaban al otro lado del sendero. Me pegué como pude a uno de los troncos y esperé a que pasasen. Si descubrían mi presencia me hubiera visto en una delicada situación. Pero, en el momento en que los soldados entraban en la vereda, Juan Marcos -que había permanecido oculto durante todo el prendimiento- se asomó con gran sigilo a la puerta de la barraca. Aquello fue su perdición. Los romanos vieron al instante su escandalosa sábana blanca, precipitándose hacia el muchacho. Esta vez, la reacción de los infantes fue tan rápida que Marcos no tuvo tiempo de escapar.

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Y uno de los legionarios hizo presa en el lienzo mientras el segundo, también a la carrera, cubría las espaldas de su compañero. Pero el ágil Marcos no se dio por vencido. Y sin pensarlo dos veces se desembarazó de la sábana, huyendo desnudo hacia la masa de olivos por donde habían irrumpido los inoportunos extranjeros. Aquella maniobra del joven pilló desprevenidos a los romanos que, para cuando salieron tras él, habían perdido unos segundos preciosos.

El que había logrado sujetarle arrojó el lienzo al suelo y, maldiciendo, desenvainó su espada, iniciando una atropellada carrera. El compañero hizo lo mismo, internándose de nuevo en el bosque. Pero la mala suerte parecía cebarse aquella noche sobre la tropa romana y el segundo legionario tropezó en una de las raíces del olivar, cayendo de bruces. Como consecuencia del golpe, el casco del romano salió despedido, rodando por la pendiente. Pero el enfurecido infante

-cegado por el afán de capturar al emboscado- se olvidó de su yelmo.

Sabía que podía ser arriesgado pero, dejándome llevar por la intuición, abandoné mi escondrijo, aproximándome al lugar donde había quedado el casco. Lo recogí y, tratando de tranquilizarme, esperé. Era, en efecto, un yelmo de cuero, sin ningún tipo de adorno o distintivo.

No tuve que esperar mucho. A los pocos minutos, los legionarios regresaron a la linde del olivar. Sin embargo, enfrascados en la búsqueda del yelmo, no se percataron de mi presencia.

Entonces, levantando la voz y el casco, me dirigí a ellos en griego.

Al verme, los soldados no reaccionaron. Y, poco a poco, fueron aproximándose. Un sudor frío empezó a empapar mi túnica. Si aquella estratagema no resultaba, mi seguridad podía verse seriamente amenazada.

El que había extraviado el yelmo llegó hasta mí y, deteniéndose a un par de metros, me inspeccionó de pies a cabeza. Se hallaba sudoroso y sin aliento. El segundo legionario no tardó en situarse a su lado.

Intenté sonreír pero, francamente, no sé silo logré. El caso es que, procurando disimular el agudo temblor de mis manos, le tendí el casco. El romano se apresuró a tomarlo, arrebatándomelo con violencia. Y acto seguido se lo encasquetó.

-¿Quién eres? -habló al fin el segundo soldado.

-Me llamo Jasón -respondí con el corazón en un puño-. Soy griego y me dirijo a Jerusalén...

Y, de pronto, recordé la autorización que me había extendido el procurador romano, con el fin de facilitar mi ingreso en la fortaleza Antonia. Sin dudarlo, eché mano de la bolsa de hule y les mostré el salvoconducto explicándoles que esa misma mañana del viernes debería visitar a Poncio Pilato.

Los legionarios desviaron la mirada hacia el rollo, aunque dudo que supieran leer. Sin embargo, sí debieron identificar la firma de Poncio porque su actitud se hizo más asequible y condescendiente.

-¿De dónde vienes?

-De Betania...

-Entonces -repuso el legionario que hablaba griego-, ¿no sabes lo que ha ocurrido aquí?

-¿Aquí? -pregunté adoptando un tono de total ignorancia-... No, ¿qué ha ocurrido?

-Es igual -concluyó el legionario-. Nosotros también vamos hacia Jerusalén. Si lo deseas podemos escoltarte...

Me sentí encantado con semejante proposición pero, cuando todo parecía solucionado, el soldado que había perdido el casco tomó la lanza del compañero y, sin más, la inclinó sobre mi pecho. Quedé paralizado. Y al mirar de nuevo al infante, aquel rostro se me hizo familiar. El soldado terminó por sonreír. «¡Claro! -recordé de pronto-. Aquel romano era el centinela de la Torre Antonia... El que me había apuntado con su
pilum
mientras José, el de Arimatea, y yo esperábamos a que regresara su compañero...»

Le devolví la sonrisa y el legionario -satisfecho al ver que le había reconocido- retiró la jabalina, explicándole al segundo e intrigado soldado que, en efecto, me había visto a las puertas de la Torre Antonia y que no mentía.

Aquel fortuito encuentro con mi «amigo», el legionario, iba a servirme de mucho...

Los soldados tenían prisa por alcanzar el pelotón que conducía al Nazareno y, al poco, divisamos las antorchas. Pero, ante mi sorpresa, el grupo se hallaba detenido en mitad del camino. Cuando la pareja de rezagados se reincorporó a la patrulla romana, yo insinué que quizá fuese más prudente que permaneciera en la cola o que siguiera mi camino hacia 212

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Jerusalén. Pero el centinela, que parecía muy honrado con mi amistad, me aconsejó que siguiera junto a él. Y así lo hice.

De esta forma, al aproximarme al oficial que mandaba el pelotón, comprendí por qué se habían detenido. El jefe de los levitas pugnaba por llevar al Nazareno a la residencia de Caifás.

Sin embargo, el
optio
romano, una especie de lugarteniente de los centuriones
1
, responsable de la captura y custodia del prisionero, se oponía a esta decisión, estimando que sus órdenes eran precisas: Jesús de Nazaret debía ser conducido a la presencia del ex sumo sacerdote Anás. (Al parecer, las relaciones entre el procurador romano y las castas sacerdotales judías seguían manteniéndose a través del poderoso e influyente suegro de Caifás.) La policía levítica tuvo que ceder y Arsenius -el
optio
o suboficial romano- ordenó que la patrulla reanudara su camino hacia el barrio bajo de Jerusalén.

Durante la discusión, Jesús permaneció en silencio, con los ojos bajos y prácticamente ausente.

Judas, por su parte, se había situado entre los dos jefes -el romano y el levita- pero, por más que intentaba el diálogo con ellos, éstos evitaban sus preguntas, permaneciendo en un total y violento silencio. Cuando pregunté al legionario el por qué de aquella actitud del
optio
y del capitán de los policías del Templo hacia el Iscariote, mi amigo respondió con una afirmación contundente:

-Es un traidor...

Estábamos ya a pocos metros del puente que enlazaba la falda del Olivete con la explanada situada al pie de la muralla oriental del Templo cuando ocurrió algo desconcertante e imprevisto.

A la cabeza del cortejo marchaban ambos «capitanes». En medio de ambos, Judas, e inmediatamente detrás, la patrulla romana, rodeando estrechamente a Jesús. Por último, el tropel de levitas y siervos del Sanedrín, envueltos en sus mantos y rabiosos por la tajante decisión del suboficial romano de entregar al Galileo al ex sumo sacerdote. Yo caminaba a la izquierda del grupo, junto a los últimos legionarios.

Y, súbitamente, Juan, el Evangelista, apareció por la derecha, adelantándose hasta llegar a la altura del Maestro. Quedé estupefacto ante la valiente decisión del joven discípulo. Por lo que pude observar, Juan debía haber perdido el manto en la anárquica dispersión de los seguidores del rabí. Vestía únicamente su túnica corta -hasta las rodillas- y, en la faja, una espada.

Al verlo, los policías del Templo se alarmaron y advirtieron a su jefe la presencia del galileo.

El pelotón se detuvo nuevamente y el capitán de los levitas ordenó a sus hombres que prendieran y ataran también a Juan. Pero, cuando los sicarios de Caifás se disponían a amarrarle, Arsenius intervino de nuevo. Aquel veterano suboficial, sagaz y de condición noble, se interpuso entre el apóstol y los levitas, exclamando:

-¡Alto! Este hombre no es un traidor, ni tampoco un cobarde... Los hebreos no parecían muy dispuestos a perder también aquella oportunidad y protestaron enérgicamente. Los ojos del ayudante del centurión se clavaron en los del capitán de la guardia del Sanedrín. Bajo su rostro, pésimamente afeitado, sus mandíbulas crujieron y levantando el bastón hasta situarlo a un palmo de la frente del jefe de los levitas, repitió en tono amenazante:

-Te digo que este hombre no es un traidor ni un cobarde. Pude verle antes y no sacó su espada para resistir. Ahora ha tenido la valentía de llegar hasta aquí para estar con su Maestro.

Y haciendo silbar su vara con una serie de cortos y bruscos golpes de su muñeca, añadió, al tiempo que el responsable de los judíos retrocedía espantado:

-¡Que nadie ponga sus manos sobre él...! La ley romana concede a todos los prisioneros el privilegio de un amigo que le acompañe ante el tribunal. Nadie impedirá, por tanto, que este galileo permanezca al lado del reo.

El odio y el desprecio del
optio
romano por los judíos en general, y por aquellos en particular, debían ser tan considerables que, en el fondo, la insólita decisión del suboficial pudo estar motivada, en mi opinión, no sólo por la admiración hacia el audaz gesto de Juan, sino
1
La figura del
optio
representaba a un suboficial, directamente bajo el mando de un centurión. Generalmente mandaba pequeños grupos de tropa, descargando al oficial de sus funciones administrativas, disposición de las guardias, instrucción militar, etc. Se les dio el nombre de
optiones,
según Festo, porque, «desde el tiempo en que se permitió a los centuriones elegir u
optare
al que deseaban, se les aplicó también el nombre de
optio,
por cl hecho de la elección.»
(N. del m.)

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también por el mero hecho de humillar y contradecir a aquellos «cobardes, incapaces de enfrentarse por sí mismos al Nazareno». (Al llegar al palacio de Anás, José de Arimatea me explicaría con todo lujo de detalles las tortuosas maniobras del Iscariote y de los levitas que llegaron, incluso, a solicitar de la guarnición romana que les acompañasen para prender al Maestro.)

Y debo añadir que, a mi regreso de este primer «gran viaje», consulté a destacados expertos en Derecho y Jurisprudencia romanos, tratando de averiguar si, efectivamente, había existido esa ley, invocada por el
optio.
Pero, hasta el momento, mis indagaciones han resultado infructuosas. Los antiguos romanos, como hoy los ingleses tradicionales, no eran muy amantes de leyes, tal y como nosotros las interpretamos. Su «derecho», afortunadamente para ellos, no se basaba precisamente en «leyes»
1
. Según los especialistas a quienes pregunté, esa disposición del suboficial Arsenius no se hallaba reñida con las costumbres de la época y, sobre todo, de las autoridades que ocupaban aquella provincia romana. La discrecionalidad existente a la hora de impartir justicia o de tratar a un prisionero era tal que, al menos para los estudiosos del Derecho Romano, la conducta del suboficial resultaba perfectamente posible. No podemos olvidar que los dueños y señores de vidas y haciendas de aquel revolucionario país seguían siendo los romanos.

Esta providencial orden del
optio
de la Torre Antonia vino a despejar otra de mis interrogantes. ¿Cómo era posible que Juan Zebedeo fuera el único apóstol que declara en sus escritos haber sido «testigo presencial» de muchos de los sucesos que acontecieron a lo largo de aquel viernes? Por lógica, de no haber sido por esta inapreciable «ayuda» del suboficial Arsenius, el seguidor de Jesús habría tenido muchos problemas para poder asistir a los interrogatorios y a la crucifixión. Tal y como estaban las cosas, hubiera sido casi imposible que las castas sacerdotales -que odiaban al Maestro y a sus discípulos- cedieran y aceptasen la libre presencia de ninguno de los amigos del prisionero. Sólo una imposición superior, emanada en este caso de la autoridad romana, pudo permitir a Juan la asistencia a los restringidos prolegómenos de la muerte de Cristo.

Como medida precautoria, el suboficial romano ordenó a uno de sus hombres que desarmara a Juan. Y el pelotón continuó su camino.

El público reconocimiento de la valentía de Juan por parte del suboficial romano representó un duro golpe para la dignidad de Judas. Avergonzado, con la cabeza baja y el ceño contraído, fue aminorando el paso hasta quedarse solo y rezagado. Y así llegó a la casa de Anás.

Juan, prudentemente, no habló en ningún momento con su Maestro, ni éste hizo tampoco intención alguna de dirigirse al joven. Las circunstancias, además, no lo hacían aconsejable. Sin embargo, cuando enfilamos las desiertas calles de Jerusalén, me las ingenié para situarme al lado del Zebedeo y preguntarle por el resto de los hombres y, muy especialmente, por qué había tomado aquella arriesgada decisión de unirse a Jesús. El apóstol, con los ojos enrojecidos por el ininterrumpido llanto, pareció alegrarse un poco al comprobar que no se hallaba del todo solo y me confesó que, una vez que lograron despistar a los legionarios, Pedro y él habían decidido seguir a Jesús. Del resto sólo sabia que había huido en dirección al campamento.

Durante el sigiloso seguimiento, Juan recordó las instrucciones que le diera el Maestro, en el sentido de que permaneciera a su lado, y se apresuró a alcanzarle. Mientras tanto, Pedro -si es que no había cambiado de parecer- debía encontrarse a cierta distancia, siguiéndonos y camuflado entre la maleza.

Hacia las dos y cuarto de la madrugada, la comitiva se detuvo ante la residencia de Anás, muy cerca de la Puerta de Sión. en el extremo oeste de la ciudad y a corta distancia, según mis cálculos, de la casa de Juan Marcos. Allí, frente a la cancela del espacioso jardín que se abría frente al palacete, el suboficial romano cedió oficialmente al prisionero al jefe de los levitas.

Pero antes, dirigiéndose a uno de los legionarios y de forma que todos pudiéramos oírle, ordenó:

1
Algunos especialistas apuntaron la posibilidad de que dicha «ley» se tratara en realidad de una «adaptación» muy particular del régimen de la garantía de presentación ante el juez, mediante los llamados
praedes vades,
que servia precisamente para evitar la prisión preventiva del reo, tal y como se hace en la actualidad con la abusivamente llamada

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