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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

Caballo de Troya 1 (67 page)

BOOK: Caballo de Troya 1
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«fianza» (ésta no es una garantía personal, sino un depósito de dinero).
(N. del m.)
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Caballo de Troya

J. J. Benítez

-Acompaña al preso y vela para que estos miserables no le maten sin el consentimiento de Poncio. Evita que lo asesinen y guarda de que a este galileo -dijo refiriéndose a Juan- le esté permitido acompañarle en todo momento. Observa bien cuanto suceda...

Y dando media vuelta se alejó del lugar, en compañía del pelotón de legionarios. Al despedirme del soldado deposité disimuladamente una moneda de plata entre sus dedos, agradeciéndole su ayuda y rogándole que, antes de regresar a la fortaleza, le hablase al compañero que había sido designado por Arsenius para proteger a Jesús y a Juan y le suplicase que me permitiera hacerles compañía. El infante sonrió y, sin formular pregunta alguna, se entendió con el legionario para que mis deseos fuesen cumplidos. Otro discreto y oportuno denario de plata en el puño de este último terminó por disipar todas las suspicacias y recelos.

De momento, mi presencia en la sede de Anás estaba garantizada.

Una vez en el patio, parte de la guardia del Templo se despidió, alejándose de la suntuosa residencia del ex sumo sacerdote. Y varios servidores de Anás acudieron precipitadamente hasta el jefe de los levitas. Este les ordenó que avisaran a su amo:

«El prisionero ha llegado», les dijo, señalando al Nazareno, que seguía con las manos atadas a la espalda e inmóvil en mitad de aquel enlosado cuadrangular. Juan continuaba al lado del Maestro y el legionario, a su vez, procuraba no perder de vista a ninguno de los dos, así como a un reducido grupo de policías y sirvientes del Templo que se afanaban en la preparación de una fogata. Apilaron varios troncos en una de las esquinas del oscuro patio y después de rociarlos con aceite, inclinaron una de las teas sobre la leña, prendiéndole fuego. La temperatura había descendido algunos grados y casi todos los allí presentes fueron aproximándose a la improvisada hoguera. A los pocos minutos, en el centro del patio sólo quedábamos Jesús, el jefe de los levitas -que seguía sosteniendo la gruesa maroma con la que habían maniatado al Hijo del Hombre-, el joven discípulo, el soldado romano y yo. Frente a nosotros se levantaba una regia mansión de dos plantas, con una fachada enteramente de piedra labrada, y unas delicadas escalinatas semicirculares de mármol. En la puerta, débilmente iluminada por sendos faroles de aceite, se hallaba una mujer gruesa, de baja estatura, que sonreía sin cesar.

Pero aquella primera exploración del recinto se vio interrumpida por la repentina aparición de Judas. El traidor acababa de llegar a la casa de Anás. Pero, al ver a Jesús y a Juan, permaneció tras las altas rejas que se elevaban sobre el cercado de piedra. Y a los pocos minutos se alejó, siguiendo la misma calle que había tomado e! grueso de la policía levítica. En su rostro, duro e impasible, no aprecié señal alguna de arrepentimiento. Al contrario. Tuve la sensación de que, durante aquellos instantes, el Iscariote disfrutó del «espectáculo». En el fondo, su venganza contra el Maestro y contra el discípulo amado de Jesús empezaba a fructificar.

Juan también vio a Judas. No así el Nazareno, que permanecía de espaldas a la puerta de entrada. El semblante del Galileo no había sufrido cambio alguno. Seguía ligeramente pálido y grave. Sus ojos apenas si se habían levantado en un par de ocasiones.

Y a los pocos minutos de la marcha del traidor, volví a sobresaltarme. Ahora era Pedro el que se hallaba detrás de los barrotes de la cerca. No entiendo cómo no se cruzó con Judas...

Nervioso, caminaba de un lado a otro de la verja, tratando de hacerse notar. Juan, al verlo, me hizo una señal con los ojos. Asentí con la cabeza, indicándole que ya me había dado cuenta.

Sinceramente, sentí lástima por aquel impetuoso pero cálido y bonachón apóstol.

Al cerciorarse de que tanto Juan como yo habíamos reparado en su presencia, Simón agarró los hierros con ambas manos y comenzó a gesticular con la boca. Juan y yo nos miramos sin terminar de comprender las intenciones de Pedro. Al fin, señalando con el dedo índice hacia su pecho, movió la cabeza, comunicándonos con aquella mímica labial que él también deseaba entrar en la casa. Yo le miré, encogiéndome de hombros. ¿Qué podía hacer?

En ese instante, uno de los sirvientes de Anás salió de la mansión, haciendo un gesto al jefe de los levitas para que entrase. Me volví hacia Pedro y leí en su rostro la más profunda de las desolaciones. Pero, al cruzar el umbral, Juan se dirigió a la mujer que permanecía en la puerta, rogándole que dejara pasar a su amigo. Y el apóstol señaló a Pedro con la mano.

Quedé desconcertado al oír cómo la gruesa matrona, sin pestañear siquiera y en - un tono cordial, accedía a la petición del Zebedeo, llamándole, incluso, por su nombre de pila. (A lo largo de esa angustiosa madrugada, Juan me aclararía que no había ningún secreto en el amable comportamiento de la guardesa. Tanto él como su hermano Santiago eran viejos conocidos de aquella mujer y de los sirvientes de la casa. Juan y su familia -especialmente su 215

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madre, Salomé, pariente lejana de Anás- habían sido invitados en numerosas ocasiones al palacete del ex sumo sacerdote.)

Mientras el jefe de los levitas conducía al Nazareno al interior de la mansión, la portera descendió las escalinatas, procediendo a franquear la entrada al decaído y atemorizado Pedro.

Allí mismo fui presa de otra grave duda. Al ver entrar a Simón recordé que -si los Evangelios no erraban- las famosas negaciones del fogoso discípulo no tardarían en producirse. Y aunque los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas situaban tales negaciones en la sede del sumo sacerdote Caifás, supuse que el testimonio de Juan -que menciona este suceso en el patio de Anás- debía ser el correcto.

El discípulo, al comprobar mi indecisión, me instó a que le acompañase. Pero elegí quedarme en el patio, junto a Pedro. Y así se lo dije. Después de todo, lo que pudiera ocurrir en el interior de la casa del suegro de Caifás se hallaba perfectamente « cubierto» con la presencia de Juan.

Estos razonamientos me tranquilizaron a medias y, sin perder un segundo, acudí al encuentro de Pedro.

El hombre, al verme, se abrazó a mi, sin poder contener las lágrimas. Estaba confuso. No acertaba a entender lo que estaba pasando y por qué Jesús se habla dejado prender tan fácilmente. «El, capaz de resucitar a los muertos -se lamentaba una y otra vez- no ha movido un sólo dedo para impedir que le capturasen... Y lo que es peor -añadía con una rabia sorda- es que ni siquiera nos ha dejado a nosotros la oportunidad de ayudarle... ¿Por qué? ¿Por qué?»

A duras penas traté de serenar sus ánimos. Pero su escasa inteligencia y su pasión por Jesús no le permitían razonar con claridad. Su mente era un torbellino donde se mezclaban por igual el odio hacia Judas y hacia los miembros del Sanedrín, el miedo por su propia seguridad y la del grupo y una inmensa incertidumbre por el rumbo que estaban tomando los acontecimientos. Es triste y casi increíble pero, no me cansaré de insistir en ello, ni Pedro ni el resto de los apóstoles habían entendido a aquellas alturas la verdadera misión del Hijo del Hombre...

Simón había empezado a temblar. No sé aún si de miedo y angustia o de frío. El caso es que, inconscientemente, nos fuimos aproximando a la fogata. Media docena de levitas y servidores de Anás se habían sentado «a la turca», calentándose muy cerca del fuego.

Yo hice otro tanto y Pedro siguió en pie, con los ojos perdidos en las llamas.

En eso, la mujer que le había abierto la cancela salió nuevamente de la casa, situándose bajo el dintel de la puerta. Los policías comentaban las incidencias del prendimiento, maldiciendo a los romanos. Uno de ellos, sin embargo, aludió al gesto del rabí, que había curado milagrosamente a Malco. Pero la tímida defensa del levita fue sofocada de inmediato por varios de los contertulios, que explicaron el suceso como «otra clara prueba del poder diabólico de Jesús». Uno de los acérrimos defensores de esta hipótesis recordó a sus compinches cómo los demonios eran en realidad ángeles caídos, invisibles o capaces de adoptar las más extrañas formas, dejando casi siempre unas huellas similares a las de los gallos. Otro de los servidores del Templo se opuso rotundamente a esta explicación, argumentando que los demonios eran en realidad los hijos que había engendrado Adán cuando tenía 130 años...

La discusión se hallaba en pleno hervor cuando, inesperadamente, la guardesa -sin perder aquella constante y maliciosa sonrisa- avanzó hacia el fuego, increpando a Pedro desde el extremo opuesto del círculo:

-¿No eres tú también uno de los discípulos de este hombre?

Los policías se volvieron hacia Simón con gesto amenazante y el apóstol, cuyos pensamientos se hallaban muy lejos de este súbito ataque, abrió los ojos desmesuradamente, sin poder dar crédito a lo que estaba sucediendo.

Aquella pregunta, en el fondo, era tan absurda como mal intencionada. Si Pedro hubiera reaccionado con un mínimo de frialdad y sentido común se habría dado cuenta que la matrona había sido la persona que, precisamente, le había abierto la cancela, a petición de Juan. Era obvio, por tanto, que la mujer estaba al tanto de la amistad existente entre ambos. Pero el miedo, una vez más, se apoderó de su cerebro y, casi tartamudeando, respondió:

-No lo soy...

La portera siguió impasible junto al fuego. Pero su atención se desvió pronto hacia la conversación de los sirvientes y levitas, que habían vuelto a enzarzarse en el asunto de los demonios. Ninguno de los allí presentes pareció dar demasiada importancia a la presencia de Pedro ni a su posible vinculación con el prisionero. Si el apóstol hubiera reparado en esta actitud generalizada de los levitas, probablemente habría logrado remontar su pánico.

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Cuando dirigí los ojos hacia él, su rostro había enrojecido. Simón evitó mi mirada, mordiéndose los labios y arrugando nerviosamente los pliegues de su manto. En ese momento caí en la cuenta de que no llevaba su acostumbrada espada. Sin duda la había perdido en la huida o quizás se había desembarazado de ella antes de acercarse a la casa de Anás.

El policía cuya versión sobre los demonios había sido interrumpida por la llegada de la portera retomó el hilo de su exposición, haciendo ver a los presentes que el Galileo bien podía ser uno de esos «hijos» de Adán.

Pero la explicación del levita no satisfizo a la mayoría. Otro de los servidores del Sanedrín añadió que, generalmente, «estos diablos solían habitar en los pantanos, ruinas y a la sombra de determinados árboles... »

-Este -apuntó- no es el caso de ese galileo. Todos lo hemos visto predicar abiertamente en mitad de la explanada de los Gentiles. ¿Qué clase de demonio actuaría así...?

-Y no olvidemos -terció otro de los presentes- que el rabí de Galilea ha curado a muchos lisiados...
1

Ensimismado en aquella tertulia no reparé en la presencia, a mis espaldas, de una figura. Al sentir una mano sobre mi hombro izquierdo, me sobresalté. ¡Era José de Arimatea!

Me levanté de inmediato, separándome de la fogata y caminando con el anciano hacia el centro del patio.

Tanto él como yo ardíamos en deseos de interrogarnos mutuamente. Le anuncié que el Maestro había sido conducido a la presencia de Anás, poniéndole en antecedentes de cuanto había sucedido en la finca de Simón, «el leproso», y en el camino del Olivete.

José escuchó en silencio, moviendo de vez en cuando la cabeza en señal de preocupación.

Por supuesto, estaba al corriente de las andanzas del Iscariote. El rápido aviso de Juan Marcos le había permitido trasladarse muy a tiempo al Templo, controlando los sucesivos pasos de Judas. Allí se encontró con Ismael, el saduceo, que contribuyó eficazmente en sus pesquisas.

El de Arimatea hizo ademán de entrar en la mansión pero le retuve, rogándole que me informase sobre la conducta del traidor. Y sin querer, empecé a bombardearle con todo tipo de preguntas. ¿Quién era aquel misterioso amigo que le acompañó hasta el Templo? ¿Qué había ocurrido en el interior del Santuario? ¿Por qué Judas había esperado hasta la medianoche para llevar a cabo la captura del Nazareno? ¿Por qué se adelantó al pelotón...?

José me pidió calma.

-En primer lugar -puntualizó el anciano-, ese acompañante al que te refieres, y que Judas recogió antes de su llegada al Templo, se llama también Anás. Es primo suyo. El mismo del que nos habló Ismael y que hizo la presentación del traidor a los sacerdotes en la mañana del miércoles.

«Cuando llegué al santuario, ambos se hallaban parlamentando con el portero-jefe de la correspondiente sección semanal
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. En esta ocasión, el turno había recaído en el levita Yojanán ben Gudgeda, un individuo especialmente brutal. Para que te hagas una idea de su calaña te diré que, no sólo golpea con su bastón a los guardianes que descubre dormidos, sino que, en ocasiones, ha llegado a prender fuego a sus vestidos...

«Pues bien, este "capitán" de la guardia nocturna escuchó atentamente la información de Judas. El traidor y su primo le explicaron que el Maestro se encontraba en aquellos momentos
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El argumento de aquel levita era correcto. La profunda superstición de aquellas gentes consideraba que los demonios atacaban principalmente a los lisiados, a los novios y a los muchachos «de honor», según información que me proporcionó Santa Claus. No era lógico, pues, que un supuesto «demonio» (Jesús) curase a los lisiados...
(N. de!

m.)

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Como creo que ya he explicado anteriormente, los levitas (unos 10000) estaban repartidos, al igual que los sacerdotes, en 24 secciones semanales. Estas se relevaban cada semana. Cada sección tenía un jefe. Además de los servicios «inferiores» -música y algo similar a los actuales «sacristanes»-, los levitas se encargaban de la vigilancia del Templo. Filón describe sus funciones detalladamente: «Unos, los porteros, estaban a las puertas. Otros en el interior de la explanada del Templo, en el pronaos o «terraza», y el resto, patrullando alrededor. Había, naturalmente, dos guardias: la de día y la nocturna.» La vigilancia, por tanto, estaba dividida en tres grupos: los porteros de las puertas exteriores del Templo, los guardianes de la «terraza» que separaba la explanada de los Gentiles del recinto sagrado del Santuario y las patrullas del citado atrio de los Gentiles. Durante el día vigilaban también el atrio de las Mujeres. Una vez cerradas las puertas del Santuario, a la caída del sol, los policías nocturnos ocupaban sus puestos: 21 en total. La zona sagrada -a la que no tenían acceso los levitas- era custodiada por los propios sacerdotes. Los jefes de estos levitas eran llamados «strategoi», tal y como cita San Lucas (22,4). Varios de ellos, en efecto, estaban presentes en la captura de Jesús.
(N. del m.)

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