Caballo de Troya 1 (47 page)

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Authors: J. J. Benitez

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BOOK: Caballo de Troya 1
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J. J. Benítez

exhaustiva información sobre la figura y la personalidad de Tiberio
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. Allí -siguiendo lógicamente las pautas de los artistas de la época, que ocultaban los defectos de las personas a quienes inmortalizaban en piedra o bronce- no aparecían las múltiples úlceras que cubrían su rostro, ni su calvicie, ni tampoco la ligera desviación hacia la derecha de su nariz o el defecto de su oreja izquierda, más despegada que la del otro lado. (Estos dos últimos defectos aparecen con claridad en el llamado busto de Mahón, realizado cuando Tiberio no era aún Emperador.) Sí se observaba, en cambio, una boca caída, consecuencia de la pérdida de los dientes.

Excepción hecha de estas «concesiones», el artista sí había plasmado con exactitud la cabeza de aquel polémico e introvertido César: un rostro triangular, de frente ancha y barbilla puntiaguda y breve. En su conjunto, aquel busto emanaba el aire filántropo, resentido y huidizo que caracterizó a Tiberio y que iba a jugar un papel decisivo en la voluntad de su procurador en la Judea a la hora de salvar o condenar a Jesús de Nazaret. (Pero dejemos que sean los propios acontecimientos los que hablen por sí mismos.)

De pronto se abrió la gran puerta. José, como yo, acudió presuroso hasta el umbral. Como si hubiera actuado sobre ellos un resorte mecánico, los soldados retiraron sus lanzas, dejando paso a un individuo que vestía la toga romana de los plebeyos. Apenas si tuve tiempo de fijarme en él. Al otro lado, un centurión sostenía la hoja de la puerta. En su mano izquierda sostenía una tablilla encerada, idéntica a la que había visto en el puesto de guardia. Pronunció nuestros nombres y, con una sonrisa, nos invitó a entrar.

Aquel salón, más amplio que el vestíbulo, me dejó perplejo. Era ovalado y con las paredes totalmente forradas de cedro. El piso, de madera de ciprés, crujió bajo nuestros pies mientras nos aproximábamos -siempre en compañía del oficial- al extremo de la sala donde aguardaba un hombre de baja estatura: Poncio Pilato.

Al vernos, el procurador se levantó de su asiento, saludándonos con el brazo en alto, tal y como siglos más tarde lo harían los alemanes de Hitler. Al llegar junto a la mesa, José hizo una ligera inclinación de cabeza, procediendo después a presentarme. Instintivamente repetí aquella ligera reverencia, sintiendo cómo el gobernador de la Judea me perforaba con sus ojos azules y «saltones»
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. Poncio volvió a sentarse y nos invitó a que hiciéramos lo mismo. El centurión, en cambio, permaneció en pie y a un lado de aquella sencilla pero costosa mesa de tablero de cedro y pies de marfil. No llevaba casco, pero si portaba sus armas reglamentarias: espada en su costado izquierdo (al revés que la tropa), un puñal y, por supuesto, la cota de mallas. Su atuendo era muy similar al de los legionarios, a excepción de su capa y del casco.

Mientras el anciano de Arimatea le hablaba en griego, ofreciéndole el ánfora de vino, Pilato -

que no me quitaba ojo de encima- tuvo que notar que la curiosidad era mutua. Sinceramente, la imagen que yo había podido concebir de aquel hombre distaba mucho de la realidad. Su escasa talla -quizá 1,50 metros- me desconcertó. Era grueso, con un vientre prominente, que el procurador intentaba disimular bajo los pliegues de una toga de seda de un difuminado color violáceo y que caía desde su hombro izquierdo, envolviendo y fajando el abdomen y parte del tórax. Bajo este manto, Poncio lucía una túnica blanca hasta los tobillos, igualmente de seda y con delicados brocados de oro a todo lo largo de un cuello corto y grueso.

Desde el primer momento me sorprendió su cabello. No podría asegurarlo pero casi estoy seguro que había recurrido a un postizo para ocultar su calvicie. La disposición del pelo -

cayendo exagerada y estudiadamente sobre la frente- y el claro contraste con los largos cabellos que colgaban sobre la nuca en forma de «crines», delataban la existencia de una peluca rubia. Poco a poco, conforme fui conociendo al procurador, observé un afán casi enfermizo por imitar en todo a su Emperador. Y el postizo parecía ser otra prueba. La calvicie -

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Mi documentación sobre Tiberio se basó fundamentalmente en cuatro fuentes básicas: los «Anales» de Tácito, el libro de «Los Doce Césares» de Suetonio y las «Historias de Roma» de Dión Casio y Veleio Patérculo. A esta bibliografía sobre la vida pública y privada de Tiberio hubo que añadir un sinfín de documentos, datos y libros de F. Josefo, Filón, Juvenal, Ovidio, de los Plinios, Séneca, Henting, Bernouilli, Barbagallo, Baring-Gould, Ferrero, Marsh, Ciaceri, Mommsen, Marañón, Homo. Pippidt, Axel Munthe, Ramsay, Tarber, Tuxen y un largo etc. (N. del m.)
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Para cualquier médico, aquellos ojos «saltones», así como el conjunto de las restantes características de Pilato -

obesidad, escasa estatura, hinchazón de la cara, etc.- le hubieran hecho sospechar una alteración de la glándula tiroides (posiblemente un hipertiroidismo). (N. del m.)

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según todos los historiadores- era una de las características de los «claudios». Tiberio había perdido el cabello desde su lejana juventud, utilizando al parecer pelucas rubias, confeccionadas -según Ovidio- con las matas de pelo de las esclavas y prisioneras de los pueblos bárbaros. Otros emperadores, como Julio César y Calígula, presentaban esta enfermedad. Séneca describe magistralmente el grave complejo de Calígula como consecuencia de su calvicie: «Mirarle a la cabeza -dice el español- era un crimen...»

Por supuesto, y curándome en salud, procuré mirar lo menos posible hacia el postizo de Pilato...

Una caries galopante había diezmado su dentadura, salpicándola de puntos negros que hacían aún más desagradable aquel rostro blanco, hinchado y redondo como un escudo. Poncio, consciente de este problema, había tratado de remediar su malparada dentadura, haciéndose colocar dos dientes de oro en la mandíbula superior y otro en la inferior. Aquellas prótesis, además, denunciaban su privilegiada situación económica. Pilato lo sabía y observé que -

aunque no hubiera motivo para ello- le encantaba sonreír y enseñar «sus poderes»
1
.

A pesar de su apuradísimo rasurado y del perfume que utilizaba, su aspecto, en general, resultaba poco agradable. También -creo yo- la descripción física de Poncio Pilato encajaba con la clasificación tipológica que había hecho Ernest Kretschmer. Al menos, desde un punto de vista externo, coincidía con el llamado tipo «pícnico». Pero lo que realmente me interesaba era su forma de ser. Era vital poder bucear en su espíritu, a fin de entender mejor sus motivaciones y sacar algún tipo de conclusión sobre su comportamiento en aquella mañana del viernes, 7 de abril.

El procurador agradeció el obsequio de José y, cayendo sobre mí, me preguntó entre risitas:

-¿Y cómo sigue el «viejecito»?

Yo sabía que el carácter áspero y la extrema seriedad de Tiberio -ya desde su juventud- le habían valido este apelativo. Y traté de responder sin perder la calma:

-En mi viaje hacia esta provincia oriental he tenido el honor de verle en su retiro de la isla de Capri. Su salud sigue deteriorándose tan rápidamente como su humor...

-¡Ah! -exclamó el procurador, simulando no conocer la noticia-. Pero, ¿es que ha vuelto a Capri?

Aquello terminó de alertarme. Pilato, con aquellas y las siguientes preguntas, trataba de averiguar si yo formaba parte del grupo de astrólogos que rodeaba a Tiberio y que Juvenal (años más tarde) calificaría irónicamente como «rebaño caldeo». La suerte estaba echada. Así que procuré seguirle la corriente...

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En contra de lo que han llegado a opinar algunos investigadores, el procurador Poncio Pilato no fue jamás un esclavo liberto. Procedía de una familia nobilísima y muy antigua, entroncada desde cuatro siglos antes de Cristo con el

«orden ecuestre» romano. Un antepasado suyo, Poncio Cominio, tomó parte en la guerra de Camilo contra los galos.

Con gran arrojo, este antepasado de Pilato consiguió penetrar en Roma escondido en una barquichuela de cortezas de árbol. El origen de Cominio, como nos señala su propio nombre, era samnita. Doscientos años más tarde surgen en la Historia de Roma otros dos «Poncios» famosos: Cayo Poncio Telesino y su padre, Cayo Poncio Herenio, amigo de Platón. La familia de Poncio Pilato, según todos los historiadores, se dividía en cuatro grandes «ramas»: los telesinos, los cominianos, los fregelanos y los anfidianos. Todos ellos tomaban el nombre del lugar de procedencia de su familia.

La «rama» más distinguida y noble fue, sin duda, la de los telesinos, de la que procedía Cayo Herenio, lugarteniente de Mario en la guerra de España, en tiempos de Sila. Pero más famoso fue aún Poncio Telesino, que puso a Sila en grandísimo aprieto y cuya muerte fue, para Mario, la señal de su derrota. Desde entonces, los Poncio Telesinos desaparecen de la historia de Roma, aunque dos importantes poetas -Marcial y Juvenal- hablan de ellos. Uno para mal y el segundo, que los tenía en gran aprecio, para bien. Es difícil precisar a cuáles de las dos «ramas» importantes pudo pertenecer Poncio Pilato aunque todo hace suponer -dado su rango y cargo- que a la de los «telesinos». «Pilato» no era otra cosa que un sobrenombre o apodo, como ocurría con otros personajes ilustres: Cicerón, Torcuato, Corvino, etc.

Significaba «hombre de lanza», y presumiblemente tenía relación con algún importante hecho de armas ocurrido en la familia de los Poncio. En la guerra civil de César y Pompeyo, por ejemplo, los Poncio fueron partidarios del primero, contándose de ellos algunos rasgos heroicos que les valieron una gran amistad con César. Otros miembros de la familia, sin embargo, permanecieron fieles a la República, como fue el caso de Lucio Poncio Aquila, amigo de Cicerón.

En tiempos de Tiberio aparecen los « fasces « consulares en manos de un tal Cayo Poncio Nigrino y en los bancos del Senado tenemos a otro Poncio Fregelano, caído más tarde en desgracia al unirse al temido general Sejano. Pero ninguna de estas circunstancias hizo perder prestigio a la familia de los Poncio. Y bajo el imperio de Nerón encontramos a otro Poncio Telesino ejerciendo el Consulado con Suetonio Paulino.

Poncio «Pilato» pertenecía, en resumen, al «orden ecuestre» romano; es decir, a la nobleza de segundo grado.
(N.

del m.)

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Como medida precautoria, Caballo de Troya habla establecido que, mientras durase mi reunión con Pilato, la conexión auditiva con el módulo fuera prácticamente permanente. La información auxiliar de Santa Claus, nuestro ordenador, podía resultar de gran utilidad. De ahí que, durante toda la entrevista, yo permaneciese con la mano derecha pegada a mi oreja, simulando dificultad para oír a mi interlocutor. En realidad, como ya expliqué, esta argucia permitía que las voces de los allí reunidos pudieran llegar con nitidez hasta Eliseo...

-Comprendo que las noticias te lleguen con demora -fingí-, y que aún no estés informado del retiro voluntario del Emperador en Capri. Allí permanece en la actualidad en compañía de su amigo y maestro de astrólogos, el gran Trasilo.

Poncio no se daba por vencido. Aquella delicada situación parecía divertirle.

-Entonces -repuso el procurador sin abandonar aquella falsa sonrisa- habrá llevado consigo a su médico personal, Musa...

La nueva trampa de Pilato tampoco dio fruto. Yo sabía que Antonio Musa había sido el galeno de su antecesor, Augusto. Pero, ¿cómo podía rectificar al supremo jefe de las fuerzas romanas en la Judea sin herir su retorcido ánimo?

-No, procurador. Sé que Tiberio admiró los cuidados de Musa para con su padrastro, pero el Emperador ha preferido llevarse al no menos prudente y eminente Charicles. Según mis noticias, Tiberio le llama de vez en cuando a cualquiera de las doce villas de Capri donde habita.

Pilato empezó a juguetear con el pequeño falo de marfil que colgaba de su cuello. Aquel adorno

-tan corriente en la Roma imperial- vino a demostrarme algo que ya sospechaba: aquel romano era profundamente supersticioso. La presencia de falos eh todo tipo de adornos, collares, anillos, muebles, pinturas, etc. estaba motivada por el afán de los ciudadanos romanos de atraer a la fortuna y evitar la desgracia
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.

-Sí -murmuró con un cierto desprecio en sus palabra-, Tiberio siempre ha sido un hombre enfermizo... Y todos padecemos a veces su irritabilidad. Supongo, Jasón, que su debilidad será cada vez mayor...

En aquellos comentarios había parte de verdad. Pero, entre esas verdades a medias, también se ocultaban nuevos ataques a mi profesionalidad como supuesto astrólogo y, en definitiva, a mi conocimiento del César.

-Puedo asegurarte -repuse- que Tiberio conserva toda su fuerza. Es capaz, como tú muy bien sabes, de perforar una manzana verde con el dedo. Su senectud (Tiberio contaba en el año 30 unos 73 años) no ha disminuido su fuerza, aunque sí su vista... Y en algo sí estoy de acuerdo con tu sabia opinión. El Emperador es un hombre atormentado por su destino. No supo elevarse por encima de las adversas circunstancias del divorcio que le impuso Augusto. Jamás olvidará a su gran amor: Vipsania. Esto, el carácter posesivo y la ambición de su madre, Livia, y esas repulsivas úlceras que afean su rostro han terminado por transformarle en un hombre tímido, resentido y huidizo.

(En ese instante intervino Eliseo, comunicándome que, según Plinio el Viejo, en su
Historia
Natural
específica que Tiberio era uno de los hombres con mejor vista del mundo. Era capaz de ver en las tinieblas -como las lechuzas-, aunque durante el día sufría de miopía. Esta fue -

según Dión
(Historia de Roma)-
una de las razones que alegó para no aceptar el imperio.)

-… Tímido, resentido, huidizo y cruel -remató Pilato con gesto grave, al tiempo que cruzaba una mirada con su centurión.

En mi opinión, el procurador se daba por satisfecho con mi «representación». Desde ese momento, sus preguntas y comentarios no fueron ya tan venenosos. Sin embargo, aquellas afirmaciones habían empezado a arrojar luz sobre el comportamiento de Poncio respecto al
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La profusión de falos en aquellos tiempos llegó a tales extremos que podían encontrarse en las puertas de las casas o de los dormitorios. Cuando eran situados en los jardines y en los campos debían proteger contra las sombras nocivas. Si los situaban en las encrucijadas, el falo señalaba al caminante el rumbo adecuado. También pendían de los carros victoriosos de los emperadores («fascinus») y de los cuellos de las mujeres embarazadas que deseaban un parto fácil. Los romanos llegaron a creer que su poder aumentaba si daban al falo una forma de animal dotado de garras o alas. También han sido encontrados badajos con forma fálica. La superstición romana creía que, de esta forma, el sonido de las campanas ahuyentaba los embrujos y todo tipo de seres fantasmales. Sólo cuando el Imperio decayó, degradándose sus costumbres, el falo se convertiría en un símbolo de placer. Mientras en los primeros tiempos de Roma, las jóvenes desposadas ofrecían su virginidad al Hermes príapo. como muestra de sus devotas intenciones, más tarde, el falo del dios sirvió de consolador a muchas mujeres viciosas. (N. del m.) 154

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