Y su ropa… aún en blanco y negro su ropa era asombrosa. El dobladillo y el cuello de su camisa estaban bordados con flores de dedalera y helechos. Su pañuelo negro, que antes veía rojo, estaba bordado con diminutas lentejuelas que formaban un dibujo fascinante.
—¡Hola, guapetona! —dijo alegremente. Su voz sonaba sorprendentemente grave y profunda a mis oíos de roedor—. Ha funcionado, ¿de dónde has sacado un hechizo para convertirte en visón?
—¿Un visón? —pregunté, oyendo solo un chillido. Apartando la vista de él me miré las manos. Mis pulgares eran pequeños pero mis dedos eran tan hábiles que no parecía importar y estaban rematados con unas afiladas uñas. Me palpé la cara y noté un hocico corto y triangular. Me giré para ver mi larga y exuberante cola. Todo mi cuerpo era elegante y fino. Nunca había estado tan delgada. Levanté un pie para descubrir que era blanco y tenía pequeñas almohadillas también blancas. Era difícil juzgar los tamaños, pero era mucho más grande que un ratón; más bien como una ardilla grande.
¿Un visón? Pensé sentándome y atusándome el pelaje oscuro con las patas delanteras. ¡Qué guay era poder hacer eso! Abrí la boca para tocarme los dientes. Eran afilados y peligrosos. No tendría que preocuparme de los gatos: era casi tan grande como ellos. Los búhos de Ivy eran mejores cazadores de lo que imaginaba. Cerré la boca entrechocando los dientes y miré al cielo. Búhos. Tendría que tener cuidado con los búhos entonces. Y con los perros. Y con cualquier cosa más grande que yo. ¿Qué haría un visón en la ciudad?
—Tienes buena pinta, Rachel —dijo Jenks.
Mis ojos se posaron en él.
Tú también
,
hombrecito
. Me preguntaba si habría algún hechizo para reducir a la gente al tamaño de un pixie. Si Jenks me hacía de guía, quizá fuese agradable tomarse unas vacaciones convertida en pixie y recorrer los mejores jardines de Cincinnati.
Llámame Pulgarcita y seré una chica feliz
.
—Nos vemos en el tejado, ¿vale? —añadió, sonriendo forzadamente al advertir que me lo comía con los ojos. De nuevo asentí, observando cómo revoloteaba ascendiendo. Quizá encontrara un hechizo para hacer a los pixies más grandes.
Se me escapó un suspiro melancólico que sonó como un chillido extraño y me dirigí a la cañería para trepar por ella. Había un charco de la lluvia de anoche. Mis bigotes rozaban los laterales internos mientras escalaba con facilidad. Mis uñas, me alegré de comprobar, estaban afiladas y encontraban agarre en lo que parecía liso metal. Eran tan buenas armas en potencia como mis dientes.
Para cuando llegué al tejado plano estaba jadeando. Prácticamente me deslicé desde la cañería, trotando graciosamente hacia la oscura sombra del aire acondicionado del edificio, desde donde Jenks me llamó. Mi oído era claramente mejor, si no, no lo habría oído jamás.
—Por aquí, Rachel —dijo—, alguien ha doblado la rejilla de entrada de aire.
Mi sedosa cola se retorcía de emoción al reunirme con él en el aire acondicionado. A la rejilla le faltaba un tornillo en la esquina y además, estaba doblada. No fue difícil colarse mientras Jenks la levantaba. Una vez dentro, me acurruqué y esperé a que mis ojos se acostumbrasen a la oscuridad mientras Jenks revoloteaba alrededor. Lentamente fui vislumbrando otra malla. Arqueé mis cejas de roedor cuando Jenks apartó un trozo triangular en el alambre. Obviamente habíamos encontrado la desconocida entrada trasera a la sala de seguridad de los archivos de la SI.
Cargados de renovada confianza, Jenks y yo exploramos nuestro acceso al edificio a través de los conductos del aire. Jenks no se calló ni un momento, haciendo interminables comentarios acerca de lo fácil que sería perderse y morir de hambre sin poder pedir ayuda a nadie. Parecía evidente que el laberinto de conductos se usaba con frecuencia. Los descensos y pendientes tenían cuerdas atadas y había un fuerte olor a otros animales. Solo podíamos ir en una dirección: hacia abajo. Tras varios giros erróneos nos encontramos contemplando la familiar imagen de la sala de archivos.
La rejilla de ventilación por la que mirábamos estaba directamente encima de los terminales. Nada se movía bajo la débil luz de las fotocopiadoras. Estériles mesas rectangulares y sillas de plástico se repartían por la fea moqueta roja. Empotradas en las paredes estaban las estanterías de los archivos. Estos eran solo los archivos activos, una miserable fracción de la basura que la SI almacenaba sobre la población humana e inframundana, tanto vivos como muertos. La mayoría estaba digitalizado, pero si se extraía un archivo, se almacenaba una copia en papel en las vitrinas durante diez años, cincuenta si eran sobre un vampiro.
—¿Listo, Jenks? —dije, olvidando que solo emitiría un chillido. Podía oler el café quemado y el azúcar de la mesa junto a la puerta y me rugió el estómago. Tumbada, estiré un brazo a través de la rejilla, doblando el codo trabajosamente para alcanzar la palanca de apertura. Cedió con inesperada facilidad, abriéndose con un fuerte chirrido para quedarse colgando de la bisagra. Agazapada en la oscuridad esperé hasta que mi pulso se calmase antes de asomar el hocico.
Jenks me detuvo cuando estaba a punto de lanzar un cabo de cuerda desde el conducto.
—Espera —susurró—. Deja que compruebe las cámaras. —Esperó un momento y sus alas se pusieron oscuras—. No le cuentes a nadie esto, ¿vale? Es un rollo pixie que nos ayuda a pasar desapercibidos, ¿sí? —Me miró compungido y asentí—. Gracias —dijo antes de salir volando.
Esperé conteniendo la respiración hasta que volvió y se posó en el borde de la apertura, balanceando los pies.
—Todo listo —dijo—. Grabarán un bucle de quince minutos. Baja, te enseñaré lo que estuvo mirando Francis.
Lancé la cuerda por el conducto y alcancé el suelo. Mis uñas facilitaron el descenso.
—Francis hizo una copia extra de todo lo que quería —dijo Jenks mientras me esperaba junto a la papelera de reciclaje de la fotocopiadora. Sonrió cuando volqué la papelera y comencé a revolver los papeles—. Yo estaba manipulando la fotocopiadora desde dentro. No se podía imaginar por qué salían dos copias de todo. El becario pensó que era idiota.
Levanté la vista muriéndome por decir que efectivamente lo era.
—Sabía que te librarías —dijo Jenks comenzando a colocar los papeles en fila en el suelo—, pero fue muy duro quedarme aquí sentado sin hacer nada cuando te oí correr. No vuelvas a pedírmelo, ¿vale?
Apretó la mandíbula. No sabía qué decirle, así que asentí. Jenks me estaba ayudando más de lo que imaginaba. Me sentía mal por haberlo minusvalorado. Coloqué las páginas en orden. No había gran cosa y cuanto más leía, más desanimada estaba.
—Según esto —dijo Jenks frente a la primera página con las manos en las caderas—, Trent es el último de su familia. Sus padres murieron bajo circunstancias obviamente mágicas. Casi todo el personal de su casa estuvo bajo sospecha. La AFI y la SI tardaron tres años en rendirse y mirar oficialmente hacia otro lado.
Leí por encima la declaración del investigador de la SI. Mis bigotes se retorcieron al reconocer su nombre: León Bairn, el mismo que acabó despachurrado en la acera. Interesante.
—Sus padres se negaron a declarar filiación humana o inframundana —dijo Jenks—, al igual que hace Trent. Y no quedaron restos suficientes para hacerles la autopsia. Al igual que sus padres, Trent emplea a inframundanos y humanos. A todos excepto pixies y hadas.
No era tan raro, ¿por qué arriesgarse a una acusación por discriminación?
—Sé lo que estás pensando —dijo Jenks—, pero no parece inclinarse hacia ningún bando. Sus secretarias personales siempre son hechiceras. Su niñera era una humana acreditada, y en Princeton fue compañero de un grupo de hombres lobo. —Jenks se rascó la cabeza, pensativo—. Pero sin embargo no se unió a la fraternidad. No aparece en el informe, pero se rumorea que no es un hombre lobo, ni un vampiro, ni nada. —Me encogí de hombros—. Hay algo en Trent que no huele bien —continuó—. He hablado con un pixie que pilló un tufillo de él mientras acompañaba a un cazarrecompensas en los establos de Trent. Me dijo que no es que Trent no oliese a humano, sino que hay algo sutil en él que grita inframundano.
Pensé en el hechizo que había usado para ocultar mi apariencia hoy. Abrí la boca para preguntarle a Jenks pero la cerré con un chasquido. No podía más que chillar. Jenks sonrió y sacó un lápiz roto del bolsillo.
—Vas a tener que deletreármelo —dijo escribiendo el abecedario en el borde de una de las páginas.
Le mostré todos mis dientes, lo que solo le hizo reír. No tenía mucha elección. Paseándome por la página como si fuese una tabla de güija, deletreé «¿Hechizo?».
Jenks se encogió de hombros.
—Puede ser, pero un pixie podría oler a través de él, igual que puedo oler a bruja bajo ese tufo a visón. Pero si es un disfraz, eso explicaría lo de la secretaria hechicera. Mientras más magia usas, más fuerte es el olor. —Lo miré con curiosidad—. Todas las brujas huelen igual, pero las que trabajan con más magia huelen más fuerte, más sobrenatural. Tú, por ejemplo, apestas de tu último hechizo. Has entrado en siempre jamás esta noche, ¿verdad?
No parecía una pregunta. Me senté sobre mis cuartos traseros, sorprendida. ¿Lo sabía solo por mi olor?
—Puede que Trent tenga a otro brujo para que haga sus hechizos por él —dijo Jenks—, así podría disimular su olor con un amuleto. Igual pasaría si fuese hombre lobo o vampiro.
De pronto se me metió algo en la cabeza y deletreé: «¿Ivy huele?».
Jenks revoloteó inquieto antes incluso de que yo hubiese terminado.
—¡Vaya que sí! —dijo—. Ivy apesta. O es una aficionada que dejó de chupar sangre la semana pasada o una profesional intensa que lo dejó el año pasado. No estoy seguro. Probablemente algo intermedio, seguramente.
Fruncí el ceño todo lo que un visón podía hacerlo. Ella decía que hacía tres años. Debía de haber sido muy, muy intenso. Estupendo.
Miré hacia el reloj de la sala. Se nos hacía tarde. Impaciente, me volví hacia el escaso archivo de Trenton. Según la SI, vivía y trabajaba en una finca enorme fuera de la ciudad. Criaba caballos de carreras, pero la mayoría de sus ingresos provenían de los cultivos de naranjas y nueces de pecan en el sur, fresas en la costa, y trigo en el Medio Oeste. Incluso tenía una isla en la Costa Este en la que cultivaba té. Yo ya sabía todo esto, había salido muchas veces en los periódicos.
Trent era hijo único y había perdido a su madre cuando tenía diez años y a su padre en su primer año de universidad. Sus padres habían tenido anteriormente otros dos hijos que no habían sobrevivido a la infancia. El médico de la familia no quiso entregar los informes sin una orden judicial y poco después de la petición su oficina se quemó hasta los cimientos. Trágicamente el doctor había estado trabajando hasta tarde y no logró salir con vida. Los Kalamack, pensé fríamente, sabían mantener sus secretos.
Me aparté de los papeles y rechiné los dientes. Aquí no había nada que me sirviese. Tenía la corazonada de que los archivos de la AFI, si por algún milagro pudiese verlos, serían incluso de menos ayuda. Alguien se había tomado muchas molestias para asegurarse de que se supiera muy poco de los Kalamack.
—Lo siento —dijo Jenks—, sé que contabas con encontrar algo aquí.
Me encogí de hombros empujando y metiendo de nuevo los papeles en la papelera. No iba a ser capaz de poner la papelera derecha, pero al menos parecería que se había caído y no que la habían inspeccionado.
—¿Quieres ir con Francis a su entrevista sobre la muerte de la secretaria? —preguntó Jenks—. Es este lunes a las doce.
Las doce, qué hora tan segura. No era ridículamente temprano para la mayoría de los inframundanos, y era una hora perfectamente normal para los humanos. Quizá debería unirme a Francis y ayudarle. Noté cómo mis labios de roedor se retraían formando una sonrisa. A Francis no le importaría. Quizá fuese mi única oportunidad para descubrir algo sobre Trenton. Si demostraba que traficaba con azufre lograría pagar mi contrato.
Jenks voló hasta colocarse en el borde de la papelera moviendo las alas habilidosamente para mantener el equilibrio.
—¿Te importa que vaya contigo para olfatear a Trent? Apuesto a que averiguo qué es.
Mis bigotes acariciaron el aire mientras me lo pensaba. Sería agradable contar con un par de ojos extra. Yo podría ir en el coche con Francis, pero no como un visón. Probablemente gritaría como una niñita y me tiraría cosas si me encontraba escondida en el asiento trasero.
—Hablamos luego —deletreé—. En casa.
La sonrisa de Jenks se volvió maliciosa.
—Antes de irnos, ¿no te gustaría ver tu expediente?
Negué ostentosamente. Ya había visto mi expediente veces.
—No —deletreé—, quiero destruirlo.
—Tengo que buscarme un coche —susurré al bajar dando tumbos por los escalones del autobús. Liberé mi abrigo de las puertas que se cerraban y contuve la respiración hasta que el motor diesel se alejó rugiendo—. Y pronto —añadí apretando el bolso contra mí.
Hacía días que no dormía bien. La sal seca se me había quedado pegada a la piel y picaba por todas partes. No pasaban cinco minutos sin que me golpease accidentalmente la ampolla de la nuca y Jenks estaba irritado tras pasársele el subidón de azúcar del caramelo que le había comprado. En resumen, éramos una compañía excelente.
Un falso amanecer iluminaba el cielo occidental, produciendo una preciosa traslucidez. Los pájaros piaban con fuerza y las calles estaban aún silenciosas. Me alegré de llevar mi abrigo por el aire fresco que soplaba. Diría que el sol tardaría solo una hora en salir. Las cuatro de la mañana en junio era una hora dorada en la que los vampiros buenos estaban ya en la cama y los humanos razonables no habían asomado aún la nariz para buscar su periódico de la mañana.
—Estoy deseando meterme en la cama —murmuré.
—Buenas noches, señorita Morgan —dijo una voz grave, y di un respingo, poniéndome en posición defensiva.
Jenks soltó una carcajada sarcástica desde mi pendiente.
—Es el vecino —dijo con ironía—. Jesús, Rachel, confía un poco en mí.
Con el corazón en la boca, me incorporé lentamente sintiéndome tan mayor como la edad que se suponía que aparentaba bajo mi disfraz. ¿Por qué no estaba este hombre en su cama?
—Buenos días, más bien —dije acercándome a la verja de Keasley. Estaba inmóvil en su mecedora, con la cara en sombras y oculta.