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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja mala nunca muere (21 page)

BOOK: Bruja mala nunca muere
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Kist pasó entre ambas, deteniéndose en la puerta.

—No podrás ocultar tu hambre para siempre —dijo Kist. Ivy apretó los labios—. En cuanto lo vea, huirá y será presa fácil. —En un segundo su expresión cambió con una mirada de chico malo que suavizó sus facciones—. Vuelve —suplicó con seductora inocencia—. He venido a decirte que puedes volver a tu casa con pequeñas concesiones. Es solo una bruja, ni siquiera sabes si…

—Fuera —dijo Ivy, apuntando a la mañana.

Kist salió por la puerta.

—Una oferta rechazada crea serios enemigos.

—Una oferta que en realidad no lo es resulta una vergüenza para quien la brinda.

Encogiéndose de hombros Kist se sacó una gorra de cuero del bolsillo trasero y se la puso. Me miró con ojos hambrientos.

—Adiós, amor —susurró y yo me estremecí como si hubiese pasado la mano por mi mejilla. No supe decir si fue por repugnancia o por deseo. Y ya no estaba allí.

Ivy cerró de un portazo. Moviéndose con la misma espeluznante gracia, atravesó la habitación y se dejó caer en el sillón. Su rostro estaba sombrío por el enfado y me quedé mirándola.
Dios mío. Estoy viviendo con una vampiresa
. Fuese practicante o no, era una vampiresa. ¿Qué había dicho Kist? ¿Que Ivy estaba malgastando su tiempo? ¿Que yo huiría cuando descubriese su hambre? ¿Que yo era suya? Mierda.

Despacio empecé a salir de espaldas de la habitación. Ivy levantó la vista y me quedé quieta. La rabia de su cara se disipó con una expresión de preocupación al ver mi recelo. Lentamente parpadeé. Tenía la garganta bloqueada. Le di la espalda y me dirigí al pasillo.

—Rachel, espera —me llamó con voz suplicante—. Siento lo de Kist. Yo no le invité. Se presentó aquí.

Avancé por el pasillo lista para explotar si me ponía una mano encima. ¿Por esto era por lo que Ivy había dimitido a la vez que yo? No podía darme caza legalmente, pero como había dicho Kist, a los tribunales no les interesaba.

—Rachel…

Estaba justo detrás de mí y me giré. Mi estómago se hizo un nudo. Ivy dio tres pasos atrás tan rápido que era difícil apreciar que se hubiese movido. Levantó las manos con gesto tranquilizador. Tenía la frente arrugada con gesto preocupado. El pulso me martilleaba la sien provocándome dolor de cabeza.

—¿Qué quieres? —le pregunté esperando que me mintiese y me dijese que todo había sido un error. De la calle llegó el ruido de la moto de Kist. La miré a la cara hasta que el ruido se alejó.

—Nada —contestó con los ojos fervientemente clavados en los míos—. No hagas caso a Kist. Solo te estaba tomando el pelo. Le gusta flirtear con quien no puede tener.

—¡Eso es! —grité para no empezar a temblar—. ¡Yo soy tuya! Eso es lo que dijiste, que soy tuya. ¡Yo no soy de nadie, Ivy! Apártate de mí.

Abrió la boca sorprendida.

—¿Lo has oído?

—Pues claro que lo he oído —grité. La rabia superó al miedo y di un paso adelante—. ¿Así es como eres en realidad? —le grité apuntando a la salita—. Como ese… animal, ¿no? ¿Me estás cazando, Ivy? ¿Todo esto es para llenarte el estómago con mi sangre? ¿Acaso sabe mejor cuando traicionas a tu víctima?

—¡No! —exclamó angustiada—. Rachel, yo…

—¡Me mentiste! —grité—. Kist me dominó. Me dijiste que un vampiro vivo no podía hacerlo a menos que yo quisiese y te aseguro que no quería.

No dijo nada, se quedó callada con su alargada sombra enmarcada por el pasillo. Oía su respiración y olía el aroma agridulce a ceniza y secuoya. Nuestros olores se mezclaban peligrosamente. Su postura era tensa y su mera inmovilidad me conmocionaba. Con la boca seca retrocedí al darme cuenta que le estaba gritando a un vampiro. Se me agotó la adrenalina y sentí náuseas y frío.

—Me mentiste —murmuré retirándome a la cocina. Me había mentido. Mi padre tenía razón. No debía confiar en nadie. Recogería mis cosas y me largaría.

Los pasos de Ivy sonaron exageradamente fuertes tras de mí. Era obvio que estaba haciendo un esfuerzo por pisar fuerte para hacer ruido, pero yo estaba demasiado enfadada como para que me importase.

—¿Qué haces? —me preguntó al verme abrir el armario y descolgar un puñado de amuletos del gancho para ponerlos en mi bolso.

—Me voy.

—No puedes irte. Ya has oído a Kist, ¡te están esperando!

—Prefiero morir enfrentándome a mis enemigos que hacerlo mientras duermo inocentemente junto a ellos —repliqué, pensando que era lo más estúpido que había dicho jamás. Ni siquiera tenía sentido. Me detuve cuando Ivy se deslizó frente a mí y cerró el armario—. Quítate de en medio —amenacé con voz grave, para que no notase que temblaba. Tenía la mirada cargada de consternación y el ceño fruncido. Parecía tan humana que me hizo morirme de miedo. Justo cuando creía que la entendía, iba y hacía algo así.

Con mis amuletos y mi aguja digital fuera de mi alcance, estaba indefensa. Ivy podía lanzarme al otro lado de la cocina y partirme el cráneo en el horno. Podía romperme las piernas para que no pudiese correr. Podía atarme a una silla y desangrarme. Pero lo que hizo fue plantarse frente a mí con unos ojos cargados de dolor y frustración en su pálida y perfectamente ovalada cara.

—Te lo puedo explicar —dijo en voz baja.

Reprimí mis temblores y la miré a los ojos.

—¿Qué quieres de mí? —susurré.

—No te he mentido —dijo sin contestar a mi pregunta—. Kist es el delfín de Piscary. La mayor parte del tiempo, Kist es simplemente Kist, pero Piscary puede… —titubeó. La miré y cada músculo de mi cuerpo me pedía que huyese, pero si me movía ella también lo haría—. Piscary es más antiguo que las piedras —dijo llanamente—. Tiene suficiente poder como para usar a Kist para ir a sitios a los que él ya no puede trasladarse.

—Es un criado —escupí—. Es el maldito lacayo de un vampiro muerto. Le hace las compras diurnas y le lleva a papá Piscary los humanos para su aperitivo.

Ivy se estremeció. La tensión la abandonaba poco a poco y adoptó una postura más relajada, pero sin moverse de entre mis amuletos y yo.

—Es un gran honor que te elijan heredero de un vampiro como Piscary. Y no todo son ventajas para Piscary. Kist tiene más poder que cualquier otro vampiro vivo. Por eso ha sido capaz de dominarte. Pero Rachel —dijo atropelladamente al emitir yo una queja de impaciencia—, yo no le habría dejado.

¿Y tenía que alegrarme por eso? ¿Por que no quiere compartirme? Mi pulso se había calmado y me derrumbé en una silla. No creía que mis rodillas pudiesen aguantarme ni un minuto más. Me preguntaba qué porcentaje de mi debilidad se debía a la adrenalina gastada y cuánto se debía a las feromonas relajantes que Ivy liberaba en el ambiente. ¡Maldita fuera mil veces! Esto me superaba, especialmente si Piscary estaba implicado.

Se decía que Piscary era uno de los vampiros más ancianos de Cincinnati. No causaba ningún problema y mantenía a su reducido grupo a raya. Se adaptaba al sistema para todo lo necesario, cumplimentaba todo el papeleo y se aseguraba que cada captura que hacía su gente fuese legal. Era mucho más que el simple propietario de un restaurante que pretendía ser. La SI hacía la vista gorda con el señor de los vampiros. Era uno de los que se movía entre las luchas de poder de la cara oculta de Cincinnati, pero mientras pagase sus impuestos y renovara su licencia para despachar alcohol, no había nada que se pudiese o que quisiesen hacer al respecto. Pero si un vampiro parecía inofensivo, eso solo quería decir que era más listo que los demás.

Volví a mirar a Ivy, que permanecía de pie con los brazos rodeando su cuerpo como si estuviese disgustada. ¡Ay, Dios! ¿Qué hacía yo allí?

—¿Qué tiene que ver Piscary contigo? —le pregunté notando que me temblaba la voz.

—Nada —contestó y no pude evitar resoplar con incredulidad—. De verdad —insistió—, es un amigo de la familia.

—El tío Piscary, ¿no? —dije con acritud.

—En realidad —dijo lentamente—, eso es más acertado de lo que imaginas. Piscary inició la estirpe de vampiros vivos de mi madre a principios del siglo XVIII.

—Y os ha estado desangrando lentamente desde entonces —dije con tono amargo.

—Las cosas no son así —dijo ella con tono herido—. Piscary nunca me ha tocado. Es como un segundo padre.

—Quizá está dejando que la sangre madure en su botella.

Ivy se pasó la mano por el pelo en un gesto de preocupación poco habitual en ella.

—No es así, de verdad.

—Estupendo. —Me incliné para apoyar los codos en la mesa. ¿Ahora tenía que preocuparme por el delfín de Piscary, que invadía mi iglesia con la fuerza de su señor? ¿Por qué no me había contado todo esto antes? No quería jugar a esto si las malditas reglas cambiaban constantemente.

—¿Qué quieres de mí? —volví a preguntar temerosa de que me contestase y tuviese que irme.

—Nada.

—Mentirosa —dije, pero cuando levanté la vista de la mesa había desaparecido.

Mi respiración volvió a agitarse y el corazón a dar saltos. Me levanté de golpe abrazándome a mí misma y me quedé contemplando la encimera vacía y las paredes silenciosas. Odiaba cuando hacía eso. El
señor Pez
seguía en el alféizar, contoneándose y retorciéndose como si a él tampoco le gustase.

Lenta y reticentemente guardé mis amuletos. Mis pensamientos volvieron al ataque de las hadas en la puerta de la iglesia, a las bolas de líquido de los hombres lobo apiladas en el porche trasero y luego recordé las palabras de Kist acerca de los vampiros que esperaban a que abandonase la protección de Ivy. Estaba atrapada e Ivy lo sabía.

Capítulo 13

Di un golpecito en la ventanilla del asiento de copiloto del coche de Francis para llamar la atención de Jenks.

—¿Qué hora es? —dije en voz baja ya que hasta los susurros tenían eco en el aparcamiento subterráneo. Había cámaras grabándome, pero nadie miraba las cintas a no ser que se denunciase un robo.

Jenks bajó del retrovisor y pulsó el botón para bajar la ventanilla.

—Las once y cuarto —dijo mientras descendía el cristal—. ¿Crees que han cambiado la hora de la entrevista con Kalamack?

Negué con la cabeza y miré por encima de los demás coches hasta la puerta del ascensor.

—No, pero si me hace llegar tarde me voy a cabrear.

Me tiré hacia abajo de la falda. Para mi consuelo, el amigo de Jenks había traído mi ropa y mis joyas ayer. Toda mi ropa estaba tendida o doblada en pilas en mi armario. Me sentía mejor viéndola allí. El hombre lobo había hecho un buen trabajo limpiando, secando y doblándolo todo y me pregunté cuánto me cobraría por hacerme la colada cada semana.

Encontrar algo que ponerme que fuese a la vez conservador y provocativo había sido más difícil de lo que pensaba. Finalmente me decidí por una falda roja corta, medias lisas y una blusa blanca cuyos botones podían abrocharse o desabrocharse según el momento. Mis pendientes de aro eran demasiado pequeños para que Jenks se colgase de ellos, por lo que el pixie se había pasado media hora quejándose. Llevaba el pelo recogido en lo alto de la cabeza y unos elegantes zapatos de tacón rojos. Parecía una alegre colegiala. El hechizo de disfraz ayudaba: volvía a ser una morenita de nariz grande y que apestaba a lavanda. Francis me reconocería, pero de eso se trataba.

Nerviosa, me limpiaba debajo de las uñas recordándome a mi misma que tenía que pintármelas de nuevo. El esmalte rojo se había evaporado al convertirme en visón.

—¿Estoy bien? —le pregunté a Jenks, colocándome el cuello.

—Sí, bien.

—Ni siquiera me has mirado —me quejé justo cuando el ascensor sonó—. Ese debe de ser él —dije—, ¿tienes lista la poción?

—Solo tengo que quitar el tapón y le caerá toda encima.

Jenks volvió a cerrar la ventana y se escondió rápidamente. Había colocado un vial de poción de sueño entre el techo y el retrovisor. Francis, sin embargo, pensaría que era algo más siniestro. Era un incentivo para que aceptase dejarme ir en su lugar a la entrevista con Kalamack. Secuestrar a un hombre hecho y derecho, por muy nenaza que fuese, era complicado. No podía simplemente noquearlo y meterlo en el maletero. Y si lo dejaba inconsciente donde cualquiera pudiese encontrarlo, me pillarían.

Jenks y yo llevábamos en el aparcamiento una hora más o menos, haciendo pequeñas pero significativas modificaciones en el coche deportivo de Francis. Jenks había tardado solo unos segundos en desactivar la alarma y abrir la puerta del conductor. Y mientras yo esperaba fuera a Francis, mi bolso ya estaba colocado bajo el asiento del pasajero.

Francis se había conseguido un cochazo: un descapotable rojo con asientos de cuero. Tenía climatizador y las ventanas podían oscurecerse; lo sabía porque las había probado. Tenía incluso un teléfono móvil incorporado cuya batería estaba ahora en mi bolso. La matrícula personalizada decía: «Redada». El bólido tenía tantos accesorios que lo único que necesitaba era permiso para despegar. Y olía a nuevo. ¿Un soborno o un regalo para callarle la boca?, me preguntaba muerta de envidia.

La lucecita de encima del ascensor se apagó. Me agaché tras una columna, esperando que fuese Francis. Lo último que deseaba era llegar tarde. Mi pulso volvió a adoptar un ritmo rápido y comencé a sonreír al reconocer los pasos acelerados de Francis. Estaba solo. Oí el ruido de sus llaves y luego un sorprendido «¿Eh?» cuando el coche no emitió el esperado pitido al desconectar la alarma. Me temblaban los dedos de expectación. Esto iba a ser muy divertido.

Abrió la puerta del coche y salté de detrás de la columna. Simultáneamente Francis y yo entramos en el vehículo por ambas puertas, cerrándolas a la vez.

—¿Pero qué demonios pasa aquí? —exclamó Francis al descubrir que tenía compañía. Entornó los ojos mientras se apartaba el pelo—. ¡Rachel! —dijo casi rezumando una confianza fuera de lugar—. Eres bruja muerta.

Quiso salir, pero me abalancé sobre él y le agarré por la muñeca, señalando hacia Jenks. El pixie le dedicó una exagerada sonrisa. Sus alas eran un torbellino de excitación mientras le daba palmaditas al vial con la poción. Francis se quedó blanco.

—Te pillé —le susurré, soltándole la muñeca y bloqueando las puertas desde dentro—. Ahora te toca a ti.

—¿P-pero qué te crees que estás haciendo? —tartamudeó Francis, pálido bajo su desagradable barba.

—Estoy aceptando tu invitación a la entrevista con Kalamack. Acabas de presentarte voluntario para conducir —le contesté con una sonrisa.

Se puso tenso y mostró su reticencia.

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