Bruja mala nunca muere (16 page)

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: Bruja mala nunca muere
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Estaba conjurando hechizos y la cocina era un desastre. Había plantas medio troceadas, tierra, cuencos manchados de verde, cocciones enfriándose y cacerolas de cobre sucias amontonadas en el fregadero. Parecía una mezcla entre la cocina de Yoda y un chef de la televisión. Pero ya tenía mis amuletos de detección, para hacer dormir e incluso algunos amuletos nuevos de disfraz que me hacían parecer más vieja en lugar de más joven. No podía evitar un sentimiento de satisfacción por haberlos hecho yo misma. En cuanto encontrase un hechizo lo suficientemente potente como para entrar en la sala de archivos de la SI, Jenks y yo saldríamos de nuevo.

Jenks había vuelto esa tarde con un lento y peludo hombre lobo arrastrándose tras él. Era su amigo, el que traía mis cosas. Le pagué por la cesta que apestaba a humedad que llevaba consigo y le agradecí que me hubiese traído la poca ropa que no había sido maldecida: mi chaqueta de invierno y un par de jerséis rosas que estaban metidos en una caja al fondo de mi armario. Le dije al hombre que no se molestase en traerme nada más que ropa, música y cacharros de cocina por ahora y se marchó con cien dólares en el puño, prometiéndome traerme al menos la ropa al día siguiente.

Suspiré y levanté la vista de mi libro, vi al
señor Pez
en el alféizar de la ventana y tras él el negro jardín. Me cubrí la ampolla de la nuca con la mano ahuecada y aparté el libro para hacer sitio al siguiente. Denon debía de estar muy cabreado para mandarme a los hombres zorro a plena luz del día, cuando estaban en clara desventaja. Si hubiese sido de noche, probablemente estaría muerta, hubiese luna llena o no. El hecho de que malgastase el dinero me decía que probablemente le había caído una buena por dejar que Ivy se marchase.

Después de escapar de los hombres zorro, había tenido que tirar la casa por la ventana y coger un taxi de vuelta a casa. Me lo justifiqué a mí misma diciéndome que era para evitar a un posible sicario en el autobús, pero la verdad es que no quería que nadie me viese temblando como una hoja. Los temblores empezaron unas tres manzanas después de entrar en el taxi y no pararon hasta que estuve tanto rato en la ducha que gasté toda el agua caliente. Nunca había estado al otro lado de la cacería. No me había gustado, pero lo que más me asustó fue pensar que quizá tuviera que usar un hechizo de magia negra para mantenerme con vida.

Gran parte de mi trabajo conllevaba detener a hechiceros y brujas de «hechizos grises», quienes podían coger un hechizo completamente bueno, como un amuleto de amor, y darle un uso malvado. Pero los verdaderos creadores de magia negra también andaban sueltos y yo también había detenido a los que se especializaban en las formas más oscuras de engaño: la gente que podía hacerte desaparecer… y por unos cuantos dólares más, hechizar a tu familia y amigos para que no recordasen tu existencia; y también al puñado de inframundanos que controlaban las luchas de poder de los bajos fondos de Cincinnati. A veces, lo mejor que había sido capaz de hacer era cubrir la fea realidad para que la humanidad nunca supiese lo difícil que era controlar a los inframundanos que consideraban a los humanos simple ganado. Pero nunca nadie me había perseguido así antes. No estaba segura de cómo debía protegerme y a la vez mantener el karma limpio.

Había empleado las últimas horas de luz del día en el jardín. Remover la tierra con un montón de niños pixie alborotando alrededor era una buena forma de poner los pies en el suelo y me di cuenta de que le debía a Jenks un enorme «gracias» por muchos motivos. Hasta que no entré, cargada con mis materias primas para los hechizos y la nariz quemada por el sol, no descubrí por qué gritaban y me llamaban con tanto alborozo. No estaban jugando al escondite, estaban interceptando bolas de líquido.

La pequeña pirámide de bolas ordenadamente amontonadas junto a la puerta trasera me dejó helada. Cada una de ellas llevaba escrita mi muerte. No tenía ni idea, ni puñetera idea. Verlas allí me puso frenética, cabreándome en lugar de asustándome. La próxima vez que los cazadores me encontrasen, me juré a mí misma, estaría preparada.

Tras mi arrebato de brujería, mi bolso estaba repleto de mis amuletos habituales. El palo de secuoya que me había traído de la oficina me había salvado la vida. Cualquier madera puede almacenar hechizos, pero en la secuoya duran mucho más. Los amuletos que no llevaba en el bolso colgaban de los ganchos para tazas del armario anteriormente vacío. Todos eran hechizos fantásticos, pero necesitaba algo más potente. Con un suspiro, abrí el siguiente libro.

—¿Transmutación? —dijo Ivy apartando los formularios y acercándose el teclado de su ordenador—. ¿Tan buena eres?

Me saqué un poco de tierra de una uña con la del pulgar.

—La necesidad es la madre del valor —mascullé sin mirarla a los ojos. Repasé el índice del libro: necesitaba algo pequeño, preferiblemente que pudiese defenderse por sí mismo.

Ivy volvió a navegar por Internet dándole un sonoro mordisco al apio. La había estado observando de cerca desde la puesta de sol. Era la compañera de piso perfecta. Obviamente estaba haciendo un esfuerzo para mantener sus habituales reacciones de vampiro bajo mínimo. Probablemente contribuyera el hecho de que yo había vuelto a lavar mi ropa. En cuanto empezase a ponerse seductora le pediría que se fuese.

—Aquí hay uno —dije bajito—. Un gato. Necesito veintiocho gramos de romero, media taza de menta, una cucharita de extracto de asclepia recogido tras la primera helada… bueno, descartado. No tengo extracto y no creo que pueda ir a la tienda ahora.

Ivy pareció atragantarse con una risita y volví al índice. Un murciélago tampoco, no tenía un fresno en el jardín y probablemente necesitase un poco de su corteza. Además, no pensaba pasar el resto de la noche aprendiendo a volar por ecolocalización. Lo mismo pasaba con los pájaros. La mayoría de los de la lista no volaban de noche. Un pez era bastante estúpido, pero quizá…

—Un ratón —dije buscando la página y leyendo la lista de ingredientes. Nada era demasiado exótico. Casi todo lo que necesitaba lo tenía ya en la cocina. Había una nota manuscrita al final y forcé la vista para leer la letra masculina casi borrada: «Se puede adaptar para cualquier tipo de roedor». Miré el reloj. Esto me valdría.

—¿Un ratón? —dijo Ivy—. ¿Te vas a transformar en ratón?

Me levanté, me dirigí a la isla de acero inoxidable del centro de la cocina y coloqué el libro encima.

—Claro, tengo todo lo necesario, menos el pelo de ratón. —Arqueé una ceja—. ¿Crees podría sacarlo de las egagrópilas de tus búhos? Tengo que colar la leche con pelo de ratón.

Ivy se echó hacia atrás su negra melena por encima del hombro con cara de sorpresa.

—Pues claro, te lo traigo ahora. —Sacudiendo la cabeza, cerró la página que estaba mirando y se levantó desperezándose tanto que dejó al descubierto media barriga. Parpadeé sorprendida al ver la joya roja que adornaba su ombligo y aparté la vista rápidamente—. Tengo que sacarlos de todas formas —dijo, volviendo a una postura más normal.

—Gracias. —Me concentré de nuevo en mi receta repasando lo que necesitaba exactamente y reuniéndolo todo en la isla. Para cuando Ivy volvió sigilosamente del campanario, todo estaba pesado y listo. Lo único que faltaba era hacer el hechizo.

—Todo tuyo —dijo Ivy, dejando el burujo en la encimera para ir a lavarse las manos.

—Gracias —susurré. Cogí un tenedor y lentamente rebusqué en la bola como de fieltro, separando tres pelos de entre unos huesecillos. Hice una mueca, pero me recordé a mí misma que la egagrópila no había pasado por toda la digestión del búho, solo la había regurgitado.

Tomando un puñado de sal, me volví hacia Ivy.

—Voy a hacer un círculo de sal. No intentes atravesarlo, ¿vale? —Se quedó mirándome y asintió—. Es un hechizo potencialmente peligroso. No quiero que entre nada en el caldero accidentalmente. Puedes quedarte en la cocina, pero no traspases el círculo —añadí.

Con aire de inseguridad Ivy asintió y dijo:

—Vale.

Creo que me gustaba verla confusa. Hice el círculo más grande de lo habitual, encerrando la isla con toda mi parafernalia dentro. Ivy se impulsó para sentarse en una esquina de la encimera. Tenía los ojos abiertos de par en par por la curiosidad. Si pensaba hacer esto muy a menudo quizá me mereciese la pena perder la fianza y grabar un surco en el linóleo. ¿De qué me servía la fianza si acababa muerta por culpa de un hechizo malogrado?

Mi corazón latía con rapidez. Hacía mucho que no cerraba un círculo y tener a Ivy observándome me ponía nerviosa.

—Está bien… —murmuré. Inspiré lentamente intentando vaciar mi mente y cerré los ojos. Paulatinamente mi segunda visión comenzó a enfocarse.

No solía hacer esto ya que resultaba confuso, como todas las salidas. Un viento que no era de este lado de la realidad levantó los mechones más finos de mi pelo. Arrugué la nariz por el olor a ámbar quemado. Inmediatamente sentí como si estuviese fuera. Las paredes que me rodeaban se desvanecían como sombras plateadas. Ivy, incluso más transitoria que la iglesia, había desaparecido. Solo quedaba el paisaje y las plantas cuyas siluetas oscilaban con el mismo brillo rojizo que espesaba el aire. Era como si estuviese de pie en el mismo punto pero antes de que la humanidad lo descubriese. Se me puso la piel de gallina al comprobar que las tumbas existían en ambos mundos, tan blancas y sólidas como la luna, si esta hubiese salido.

Con los ojos aún cerrados, alargué la mano con mi segunda visión, buscando la línea luminosa más cercana.

—Maldita sea —murmuré sorprendida al ver una corriente de poder rojiza que justo atravesaba el cementerio—. ¿Sabías que hay una línea luminosa atravesando el cementerio?

—Sí —contestó en voz baja Ivy. Su voz no provenía de ninguna parte.

Estiré mi voluntad y toqué la línea. Mi nariz se ensanchó al invadirme la fuerza, impulsando mis extremidades teóricas hacia atrás hasta que el poder se equilibró. La universidad estaba construida sobre una línea luminosa tan grande que podía ser alcanzada casi desde cualquier lugar de Cincinnati. La mayoría de las ciudades están construidas sobre al menos una. Manhattan tiene tres de un tamaño considerable. La línea luminosa más grande de la Costa Este atravesaba una granja a las afueras de Woodstock. ¿Coincidencia? Yo creo que no.

La línea luminosa de nuestro jardín trasero era diminuta, pero estaba tan cerca y tan poco explotada que me proporcionó más fuerza de la que me había proporcionado jamás la de la universidad. Aunque no me había rozado ninguna brisa de verdad, mi piel se erizó por el viento que soplaba en siempre jamás.

Tocar una línea luminosa era toda una experiencia, peligrosa además. A mí no me gustaba. Su poder me recorrió como si fuese agua, dejando aparentemente un creciente residuo. No podía mantener los ojos cerrados más tiempo y se abrieron de golpe.

La visión surrealista de siempre jamás fue reemplazada por mi cotidiana cocina. Miré a Ivy sentada en la encimera, viéndola con la sabiduría de la tierra. A veces una persona se veía completamente diferente. Fue un alivio comprobar que Ivy se veía igual. Su aura (su verdadera aura, no su aura vampírica) estaba tachonada de destellos. Qué extraño. Estaba buscando algo.

—¿Por qué no me habías dicho que había una línea luminosa tan cerca? —le pregunté.

Los ojos de Ivy me recorrieron de arriba abajo. Se encogió de hombros y cruzó las piernas para quitarse los zapatos y enviarlos bajo la mesa.

—¿Habría cambiado algo?

No, no habría cambiado nada. Cerré los ojos para reforzar mi segunda visión, que empezaba a desvanecerse y terminé de cerrar el círculo. La embriagadora corriente de poder latente me hacía sentirme incómoda. Con mi voluntad moví la fina línea de sal desde esta dimensión hasta la de siempre jamás, donde fue reemplazada por un círculo idéntico.

El círculo se cerró de golpe con una sacudida que me produjo un hormigueo en la piel y me hizo saltar.

—¡Vaya! —susurré—. Quizá he usado demasiada sal.

La mayoría del poder que había obtenido de siempre jamás fluía ahora por mi círculo. Lo poco que quedaba arremolinándose en mi interior me producía un hormigueo. La fuerza residual seguiría creciendo hasta que rompiese el círculo y me desconectase de la línea luminosa.

Podía sentir la barrera de realidad de siempre jamás rodeándome, ejerciendo una leve presión. Nada podía cruzar las bandas alternas de ambas realidades, que se intercalaban con rapidez. Con mi segunda visión podía ver la temblorosa y difusa onda roja que se elevaba desde el suelo y se arqueaba justo por encima de mi cabeza. La media esfera abarcaba la misma distancia por debajo de mí. Debía hacer una inspección más detallada después para asegurarme de no estar atravesando ninguna tubería o cables eléctricos que podrían hacer vulnerable el círculo a una rotura si algo intentaba pasar por allí.

Ivy me observaba aún cuando abrí los ojos. Le dedique una mirada seria y aparté la vista. Lentamente mi segunda visión se desvaneció hasta desaparecer, superada por mi visión normal.

—Ahora estoy totalmente encerrada —dije mientras el aura de Ivy desaparecía—. No intentes entrar, te harías daño.

Ella asintió con ademán solemne y gesto relajado.

—Eres… toda una bruja —dijo lentamente.

Sonreí complacida. ¿Por qué no demostrarle a la vampiresa que esta bruja también tenía dientes? Cogí el caldero de cobre más pequeño, más o menos con la capacidad de mis manos ahuecadas y lo puse sobre un hornillo de gas que Ivy me había traído antes. Había usado el horno para conjurar mis amuletos más sencillos, pero una tubería de gas en funcionamiento podría dejar una apertura en el círculo.

—Agua… —murmuré mientras llenaba mi pipeta graduada con agua de manantial y comprobaba detenidamente la cantidad. El caldero chisporroteó cuando vertí el agua y lo levanté del fuego.

—Ratón, ratón, ratón —musité, intentando que no se me notase lo nerviosa que estaba. Este era el hechizo más difícil que había intentado hacer fuera de clase.

Ivy se bajó de la encimera y me puse tensa. El pelo de la nuca se me erizó cuando se acercó por detrás para mirar por encima de mi hombro desde fuera del círculo. Dejé lo que tenía entre manos y le eché una mirada de reproche. Sonrió avergonzada y se fue a la mesa.

—No sabía que podías entrar en siempre jamás —dijo sentándose frente al monitor.

Levanté la vista de mi receta.

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