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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja mala nunca muere (15 page)

BOOK: Bruja mala nunca muere
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—Hola, Meg —dije acercándome más.

—Buenas tardes, señorita Morgan —dijo demasiado alto, ajustándose las gafas. Su mirada estaba fija en un punto por encima de mi hombro y tuve que esforzarme para no girarme. ¿Señorita Morgan?, pensé. ¿Desde cuando era yo la señorita Morgan?

—¿Qué pasa, Meg? —dije mirando hacia atrás por encima de mi hombro al vestíbulo vacío.

Megan siguió muy derecha en su silla.

—Gracias a Dios que sigues viva —susurró entre dientes forzando una sonrisa—. ¿Qué haces aquí? Deberías estar escondida en un sótano. —Antes de que pudiese contestar ladeó la cabeza como un cocker, sonriendo como la rubia que desearía ser—. ¿Qué puedo hacer por usted, señorita Morgan?

Puse cara rara y Megan señaló con los ojos por encima de mi hombro. Hizo un gesto crispado.

—La cámara, tonta —murmuró—, la cámara.

Solté el aire, aliviada. Estaba más preocupada por la llamada de teléfono de Francis que por la cámara. Nadie miraba las cintas a no ser que pasase algo, pero para entonces ya era demasiado tarde.

—Estamos todos apostando por ti —musitó Megan—. Las apuestas van doscientos a uno a que sobrevives esta semana. Personalmente he apostado cien a uno por ti.

Me entraron náuseas. Su mirada se posó detrás de mí y se puso rígida.

—Hay alguien detrás de mí, ¿verdad? —dije y ella hizo una mueca. Yo suspiré, y me eché el bolso a la espalda para que no molestase antes de girarme sobre los talones lentamente.

Había un hombre con traje negro, camisa blanca almidonada y una delgada corbata negra. Tenía los brazos a la espalda con gesto de seguridad en sí mismo. No se había quitado las gafas de sol. Capté un ligero olor a almizcle y a juzgar por la suave barba rojiza supuse que era un hombre zorro.

Se le unió otro hombre, interponiéndose entre la salida y yo. El tampoco se quitó las gafas de sol. Los miré, evaluándolos. Habría un tercero en algún sitio, probablemente detrás de mí. Los asesinos siempre trabajaban en grupos de tres. Ni más, ni menos. Siempre tres, pensé fríamente notando que se me cerraba la boca del estómago. Tres contra uno no era justo. Miré por el pasillo hacia la sala.

—Nos vemos en casa, Jenks —susurré, sabiendo que no podía oírme.

Los dos esbirros se cuadraron. Uno se desabrochó la chaqueta para dejarme ver su pistolera. Me quedé de piedra. No me acribillarían a sangre fría delante de testigos. Denon estaba cabreado, pero no era estúpido. Estaban esperando a que huyese.

Me quedé allí de pie con las manos en las caderas y las piernas separadas para tener mejor equilibrio. La actitud lo es todo.

—¿Por qué no lo solucionamos hablando, chicos? —dije con tono agrio y el corazón a mil.

El que se había desabrochado la chaqueta forzó una sonrisa. Sus dientes eran pequeños y afilados. Una alfombra de fino pelo rojo le cubría el dorso de la mano.
Uff
, otro hombre zorro, genial. Tenía mi cuchillo, pero el objetivo era mantenerme lo suficientemente lejos de ellos como para no tener que usarlo.

A mi espalda se oyó un airado grito de Megan.

—En mi vestíbulo no. Salid fuera.

El corazón me dio un vuelco, ¿Meg iba a ayudarme? Quizá, pensé, y con un suave movimiento salté por encima del mostrador. No quería manchar su moqueta.

—Por allí —dijo Megan apuntando hacia atrás, al arco de entrada a las oficinas.

No había tiempo para dar las gracias. Salí disparada hacia el arco y llegué a una zona de oficinas que estaba abierta. Tras de mí se oían ahogados golpes y maldiciones a gritos. La oficina, del tamaño de un almacén, estaba dividida por las separaciones de metro veinte favoritas de la empresa, creando un laberinto de proporciones bíblicas.

Sonreí y saludé con la mano a las sorprendidas caras de las pocas personas que estaban trabajando mientras mi bolso golpeaba las separaciones al correr entre ellas. Empujé el dispensador de agua y grité un «Perdón» poco sincero mientras la máquina caía al suelo. La garrafa no se rompió, pero se salió de su sitio. El fuerte gorgoteo del agua pronto se vio ahogado por los gritos de consternación y de gente pidiendo una fregona.

Miré hacia atrás. Uno de los tipos se había topado con tres empleados que luchaban por controlar la pesada garrafa. No había sacado el arma. Todo bien por ahora. Encontré la puerta trasera. Corrí hacia la pared del fondo y abrí de golpe la salida de incendios saboreando el aire fresco.

Había alguien esperándome. Una mujer me apuntaba con un arma de cañón ancho.

—¡Mierda! —exclamé dando marcha atrás y cerrando la puerta. Antes de que se cerrase del todo un disparo líquido acertó en la separación justo detrás de mí, dejando una mancha gelatinosa. Me quemaba el cuello. Me lo toqué con la mano y grité al notar una ampolla del tamaño de un dólar de plata. Me quemé los dedos al tocarla.

—Estupendo —farfullé mientras me limpiaba la transparente gelatina del dobladillo de la chaqueta—. No tengo tiempo para esto.

De una patada volví a colocar la cerradura de seguridad en la puerta y salí como un rayo hacia el laberinto. Ya no estaban usando hechizos de efecto retardado. Estos estaban ya listos y cargados en bolas de líquido. De puta madre. Imaginé que esta llevaba una poción de combustión espontánea. Si me hubiese dado de lleno hubiera muerto. No sería más que un bonito montoncito de cenizas sobre la moqueta. No había forma de que Jenks hubiese podido olfatear esto, aunque hubiese estado conmigo.

Personalmente prefería que me matase una bala. Al menos eso parecía más romántico. Pero era más difícil hallar al creador de un hechizo letal que al fabricante de una bala de un arma convencional. Por no mencionar que una buena maldición no dejaba pistas O en el caso de la combustión espontánea, ni siquiera dejaba muchos restos del cuerpo. Sin cuerpo no hay crimen. No había peligro de ir a la cárcel.

—¡Allí! —gritó alguien. Me tiré debajo de una mesa. Me dolió el codo al aterrizar sobre él. Notaba como si me ardiese la nuca. Tenía que ponerme un poco de sal para neutralizar el hechizo antes de que se extendiese.

Me latía con fuerza el corazón. Me quité la chaqueta con mucho cuidado. Estaba cubierta de goterones de líquido. Si no la hubiese llevado puesta, probablemente estaría muerta. La metí en la papelera de alguien.

En la oficina seguían pidiendo a gritos una fregona cuando saqué un vial de agua salada de mi bolso. Me quemaban los dedos y el dolor de la nuca era agónico. Con las manos temblorosas mordí la punta del tubo de plástico. Conteniendo la respiración, vertí el agua sobre mis dedos y luego sobre mi inclinado cuello. Resoplé ante la repentina punzada y el tufillo a azufre cuando se rompió la maldición. El agua salada goteó hasta el suelo. Dediqué un precioso instante a recrearme en el cese del dolor.

Aún temblorosa, me sequé la nuca con la manga. La ampolla bajo mi delicada piel dolía, pero la palpitación por el agua salada resultaba calmante, comparado con la quemazón anterior. Me quedé donde estaba sintiéndome estúpida e intentando pensar en cómo salir de allí. Era una bruja buena. Todos mis amuletos eran defensivos, no ofensivos. Pegarles una paliza y mantenerlos en el suelo hasta lograr esposarlos era mi forma de actuar. Yo siempre había sido la cazadora, no la presa. Fruncí el ceño admitiendo que no tenía nada para esta situación.

El griterío exagerado de Megan me informaba exactamente de dónde estaba cada uno. Noté de nuevo una punzada en la nuca. No se estaba extendiendo, tenía suerte. Recuperé el aliento unos cubículos más allá. Ojalá no sudara demasiado. Los hombres zorro tenían un excelente olfato, pero una única idea en la cabeza. Probablemente fuese el persistente olor a azufre lo que evitaba que me hubiesen localizado ya. No podía quedarme allí. Los amortiguados golpes en la puerta trasera me decían que era hora de largarse.

La tensión martilleaba mi sien cuando cuidadosamente me asomé por encima de los paneles de separación para ver que el zorro número uno deambulaba sigilosamente entre los cubículos seguido por el zorro número tres. Inspiré sin hacer ruido y me desplacé agazapada en dirección contraria. Estaba apostando mi propia vida a que los asesinos habían dejado a uno de ellos en la puerta principal y que por lo tanto no me lo tropezaría de camino allí.

Gracias a la ininterrumpida arenga de Megan acerca del agua en el suelo, logré alcanzar el arco de acceso al vestíbulo sin que nadie se diese cuenta. Pálida por el susto miré al otro lado del arco y descubrí que la recepción estaba desierta. Había papeles por todo el suelo y rodaban bolígrafos bajo mis pies. El teclado de Megan colgaba balanceándose del cable. Casi sin respirar, me abrí paso a hurtadillas hacia la puertezuela del mostrador y la abrí. Aún tirada por el suelo, logré echar un vistazo a la entrada más allá del mostrador. El corazón me dio un vuelco. Había un zorro paseando nerviosamente junto a la puerta. Parecía fastidiado por tener que quedarse allí. Bueno, esquivar a uno era mejor que tener que librarme de dos.

Oía la chillona voz de Francis a lo lejos desde la sala del archivo.

—¿Aquí? ¿Denon los ha enviado aquí? Tiene que estar borracho. No, vuelvo enseguida. Tengo que ver esto, seguro que es para partirse de risa.

Su voz se acercaba. Quizá Francis quisiera ir a dar un paseo conmigo, pensé. La esperanza tensó mis músculos. Si con algo podía contar viniendo de Francis era con su curiosidad y su estupidez; una combinación peligrosa en nuestra profesión. Esperé un momento, bombeando adrenalina hasta que levantó la puertezuela y entró en el mostrador.

—Menudo desastre —dijo prestando más interés al desorden del suelo que a mí cuando me levanté a sus espaldas. Ni me vio aparecer. Estaba demasiado ocupado rascándose. Como una máquina de precisión, deslicé un brazo sobre su cuello y le retorcí uno de los suyos tras la espalda, logrando casi levantarlo del suelo.

—¡Aaahh, maldita sea, Rachel! —gritó demasiado intimidado para pensar lo fácil que le sería darme un codazo en el estómago y librarse de mí—. ¡Suéltame! No tiene gracia.

Tragando saliva, miré con ojos asustados al zorro de la puerta que me apuntaba con su arma.

—No, no tiene ninguna gracia, listillo —le susurré al oído, consciente de lo dolorosamente cerca de la muerte que estábamos. Francis no tenía ni idea, y pensar que pudiera hacer algo estúpido me daba más miedo que la pistola. Me latía con fuerza el corazón y tenía las piernas flojas—. No te muevas —le dije—. Si cree que tiene vía libre para dispararme, lo hará.

—¿Y a mí qué me importa? —replicó.

—¿Acaso ves por aquí a alguien más aparte de tú, yo y el pistolero? —dije en voz baja—. No creo que le resulte difícil librarse de un testigo ahora, ¿no?

Francis se puso tenso. Oí el pequeño grito ahogado de Megan al aparecer por el arco de las oficinas. Más gente se asomó a su alrededor, cuchicheando en voz alta. Los miré notando un pellizco de pánico. Había demasiada gente. Demasiadas oportunidades de que algo saliese mal.

Me sentí mejor cuando el zorro relajó su postura y guardó el arma. Colocó los brazos a ambos lados de su cuerpo, con las palmas de las manos hacia fuera en un fingido gesto de aceptación. Liquidarme ante tantos testigos saldría caro. Estábamos en tablas.

Mantuve a Francis pegado a mí a modo de escudo a la fuerza. Hubo un murmullo cuando los otros dos zorros aparecieron como sombras de la zona de oficinas. Se apoyaban en la negra pared de la recepción de Megan. Uno llevaba un arma en la mano. Estudió la situación y la volvió a enfundar.

—Vale, Francis —dije—, es hora de tu paseíto vespertino. Despacio y con cuidado.

—¡Que te den, Rachel! —dijo con la voz temblorosa y sudor en la frente.

Salimos del mostrador trabajosamente, ya que tenía que mantener a Francis en pie cada vez que se resbalaba con los bolígrafos del suelo. El zorro de la puerta se apartó servicialmente. Su actitud estaba bastante clara. No tenían prisa. Tenían tiempo. Bajo su atenta mirada Francis y yo le dimos la espalda a la puerta y salimos a la calle.

—¡Deja que me vaya! —dijo Francis comenzando a revolverse. Los peatones se apartaban y los coches que pasaban se paraban a mirar. Odio a los curiosos, pero quizá me viniesen bien—. ¡Vamos, echa a correr! —me exhortó Francis—. Es lo que mejor sabes hacer.

Lo apreté con fuerza hasta que gruñó de dolor.

—En eso tienes razón, soy más rápida de lo que serás tú jamás. —La gente que nos rodeaba comenzaba a dispersarse advirtiendo que esto era algo más que una riña de pareja—. Quizá tú también debas echar a correr —dije con la esperanza de añadir más confusión a la escena.

—¿Qué coño dices? —Su sudor comenzaba a apestar por encima de su colonia.

Arrastré a Francis hasta el otro lado de la calle, parando con la mano a los coches. Los tres zorros habían salido a vigilarnos. Estaban allí de pie en un tenso estado de alerta junto a la puerta con sus gafas de sol y sus trajes negros.

—Seguro que piensan que me estás ayudando. Lo digo en serio —dije para provocarlo—. Un brujo alto y fuerte como tú y ¿no es capaz de librarse de una débil chica como yo? —Noté que se le aceleraba la respiración al comprender la situación—. Buen chico —dije—, ahora, ¡corre!

Con un tráfico denso entre los zorros y yo, solté a Francis y salí corriendo, perdiéndome entre los peatones. Francis salió disparado en la dirección contraria. Sabía que si lograba poner suficiente distancia entre nosotros no me seguirían. Los hombres zorro eran supersticiosos y no se atreverían a violar un santuario en terreno consagrado. Estaría a salvo… hasta que Denon enviase a alguien más a por mí.

Capítulo 9

—Tiene que haber algo más —musitaba, pasando una página quebradiza que olía a gardenia y a éter. Un hechizo para pasar desapercibida sería estupendo, pero requería semillas de helecho y no solo no tenía tiempo para reunir las suficientes, sino que además no estábamos en la época adecuada. En el mercado de Findlay tendrían, pero no tenía tiempo.

—Sé realista, Rachel —suspiré, cerrando el libro y enderezando mi dolorida espalda—. No eres capaz de conjurar algo tan complicado.

Ivy estaba sentada frente a mí en la mesa de la cocina, rellenando los impresos de cambio de dirección que había recogido y mordisqueando un trozo de apio mojado en salsa. Era lo único que había tenido tiempo de cocinar para la cena. No pareció importarle. Quizá pensara salir luego a tomar algo. Mañana, si sobrevivía para verlo, prepararía una buena cena. Quizá pizza. La cocina no invitaba a elaborar comida hoy.

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