—Puede.
—¿De verdad? —Esa podría ser la primera cosa buena que me pasaba hoy, así que me levanté para mirar por la puerta de atrás—. ¿Vienes? —le pregunté a Ivy accionando el picaporte. Ella miraba enfrascada una página con cortinas de cuero.
—No —dijo, obviamente indiferente a mi invitación.
Así que fue Jenks quien me acompañó al jardín trasero. El sol se estaba poniendo haciendo que los aromas fuesen más embriagadores y fuertes al evaporarse la humedad del suelo. Había un serbal de los cazadores en alguna parte. Podía oler su intenso aroma. Y también un abedul y un roble. Oía lo que parecían ser los niños de Jenks jugando, cazando una mariposa amarilla por encima de los montículos de vegetación. Había muchas plantas forrando las paredes de la iglesia y rodeando el muro de piedra que cercaba por completo la parcela con una altura de un hombre, aislándola conveniente mente del resto de vecinos.
Otro murete lo suficientemente bajo como para pasar por encima separaba el jardín del pequeño cementerio. Entorné los ojos para distinguir algunas plantas entre la alta hierba y las lápidas, pero solo crecían allí las que se hacían más fuertes entre los muertos. Mientras más me fijaba, más sobrecogida me sentía. Al jardín no le faltaba detalle, ni los menos comunes.
—Es perfecto —musité, pasando la mano por encima de una citronela—. Tiene todo lo que pudiera desear. ¿Cómo ha llegado todo esto hasta aquí?
La voz de Ivy sonó justo detrás de mí:
—Según la anciana…
—¡Ivy! —dije dándome la vuelta de un salto para verla allí parada y callada en el camino bajo los rayos ámbar del sol poniente—. No hagas eso.
Menudo repelús de vampiro
, pensé,
voy a tener que colgarle un cascabel
. Ivy entornaba los ojos protegiéndoselos con la mano del sol.
—La anciana decía que el último pastor era brujo y plantó este jardín. Nos rebajan cincuenta del alquiler si alguien lo mantiene cómo está.
—Yo me encargo —dije sin pensarlo dos veces.
Jenks subió volando desde unas violetas. Sus pantalones morados estaban manchados de polen, a juego con su camisa amarilla.
—¿Trabajos manuales? —dijo extrañado—, ¿con esas uñas que llevas?
Eché un vistazo a mis perfectamente ovaladas uñas rojas.
—No es trabajo, es… terapia.
—Lo que tú digas. —Su atención se centró en sus niños, y se lanzó atravesando el jardín para rescatar a la mariposa con la que se peleaban.
—¿Crees que encontrarás aquí todo lo que necesitas? —me preguntó Ivy girándose para volver dentro.
—Casi, casi. No se puede maldecir la sal, así que probablemente mis reservas estén bien, pero necesito mi caldero para los hechizos buenos y todos mis libros.
Ivy se detuvo en el camino.
—Creía que tenías que saber cómo hacer pociones de memoria para obtener la licencia de bruja.
Ahora había logrado abochornarme y, disimulando, me agaché para arrancar una mala hierba junto al romero. Nadie se hacía sus propios amuletos si podía permitirse comprarlos.
—Sí —dije, tirando al suelo la hierba y limpiándome la tierra de debajo de las uñas—, pero estoy un poco falta de práctica. —Suspiré. Esto iba a ser más difícil de lo que parecía.
Ivy se encogió de hombros.
—¿No puedes bajarte la información de Internet? Me refiero a las recetas.
La miré con recelo. ¿Fiarme yo de algo bajado de Internet? Menuda idea.
—Hay algunos libros en el desván.
—Sí, claro —dije con cierto sarcasmo—.
Ciento un hechizos para principiantes
, todas las iglesias tienen uno.
Ivy se puso tensa.
—No seas infantil —dijo haciendo desaparecer el marrón de sus ojos tras sus dilatadas pupilas—. Simplemente he pensado que si uno de los sacerdotes era brujo y había plantado las plantas adecuadas en el jardín, quizá hubiese dejado también sus libros. La anciana me dijo que se había fugado con una de las feligresas jóvenes. Probablemente por eso están sus cosas en el desván, por si acaso tenía el valor de volver.
Lo último que deseaba era una vampiresa enfadada durmiendo al otro lado del pasillo.
—Lo siento —me disculpé—. Iré a echar un vistazo y si tengo suerte cuando vaya al cobertizo a buscar una sierra para cortar mis amuletos, encontraré también el saco de sal que deben usar para cuando los escalones se cubren de hielo.
Ivy hizo un leve movimiento, girándose para mirar hacia el pequeño cobertizo. Pasé por delante de ella, deteniéndome en el umbral.
—¿Vienes? —dije, decidida a no dejar que pensase que entrar y salir del modo vampiro iba a amedrentarme—. ¿O me dejarán entrar tus buhos a mí sola?
—No, quiero decir, sí. —Ivy se mordió el labio inferior. Ese era sin duda un gesto humano que me sorprendió—. Te dejarán entrar allí arriba, pero no hagas mucho ruido. Enseguida subo yo.
—Como quieras… —murmuré dándome la vuelta y yéndome hacia el campanario.
Como Ivy había asegurado, los buhos me dejaron tranquila. Resultó que en el desván había un ejemplar de todos los libros que había perdido en mi apartamento y más. Algunos de ellos eran tan antiguos que se caían a pedazos. En la cocina había un montón de calderos de cobre, probablemente, como aseguraba Ivy, únicamente usados para hacer chili. Eran perfectos para hacer hechizos, ya que no habían sido sellados para evitar que se deslustrasen. El hecho de encontrar todo lo que necesitaba tan fácilmente era inquietante, tanto que cuando entré en el cobertizo para buscar una sierra sentí alivio al no encontrar allí la sal. No, no estaba allí, sino en el suelo de la despensa. Todo estaba saliendo demasiado bien. Algo malo vendría después.
Me senté en la antigua mesa de la cocina de Ivy con los tobillos entrecruzados y balanceando los pies enfundados en mis peludas zapatillas rosas. Las verduras cortadas en tiras estaban cocinadas a la perfección, crujientes y sabrosas. Las aparté dentro de la cajita blanca de cartón buscando más trocitos de pollo.
—Esto está buenísimo —mascullé con la boca llena. Las especias picantes me ardían en la lengua y se me saltaron las lágrimas. Me lancé a por el vaso de leche que tenía reservado para luego y apagué mi sed—. Pica —dije, mientras Ivy levantaba la vista de la cajita que tenía entre sus alargadas manos—. Jolín, pica un montón.
Ivy arqueó una delgada ceja negra.
—Me alegro de que te guste. —Estaba sentada en la mesa en un espacio que había despejado delante de su ordenador. Cuando agachaba la cabeza sobre su cajita de comida para llevar, su pelo negro caía como una cortina sobre su cara. Se lo retiró tras la oreja y observé la línea de su mandíbula moverse lentamente mientras comía.
Tengo la experiencia justa con los palillos como para no parecer idiota, pero Ivy movía los suyos con lenta precisión, introduciendo los trocitos de comida en su boca con una cadencia rítmica, casi erótica. Aparté la mirada sintiéndome repentinamente incómoda.
—¿Qué es? —pregunté, hurgando en mi cajita.
—Pollo con curri rojo.
—¿Ah, sí? —repliqué y ella asintió. Hice un ruidito de aprobación. Ese nombre podía recordarlo. Encontré otro pedacito de carne. El curri picante explotó en mi boca y tuve que apagarlo con un trago de leche—. ¿Dónde lo has comprado?
—En Piscary's.
Abrí los ojos de par en par. Piscary's era una combinación de pizzería y lugar de moda para vampiros. Muy buena comida en un ambiente especial.
—¿Esto es de Piscary's? —dije mordiendo un brote de bambú—. Creía que solo entregaban
pizzas
a domicilio.
—Sí, normalmente sí.
El tono gutural de su voz me llamó la atención y advertí que estaba completamente absorta en su comida. Ivy levantó la cabeza al notar que me había quedado quieta y me dedicó un pestañeo de sus ojos almendrados.
—Mi madre le dio la receta —dijo— y Piscary lo cocina especialmente para mí, no es nada del otro mundo.
Volvió a concentrarse en su cena. Una sensación incómoda me invadió y escuché cantar a los grillos por encima del sonido de nuestros palillos. El
señor Pez
nadaba en su pecera colocada en el alféizar de la ventana. Los suaves y apagados ruidos de los Hollows por la noche se hacían casi imperceptibles debido las rítmicas sacudidas de mi ropa en la secadora.
No podía soportar la idea de llevar la misma ropa otra vez mañana, pero Jenks me había dicho que su amigo no podría deshacer la maldición de mis cosas hasta el domingo. Lo único que podía hacer era lavar la que había llevado hoy y desear no encontrarme con nadie a quien conociese. Ahora mismo llevaba puestos el camisón y la bata que Ivy me había prestado. Eran negros, por supuesto, pero ella decía que el color me sentaba bien. El ligero olor a ceniza de madera no resultaba desagradable, pero parecía que se me pegaba a la piel.
Miré al espacio vacío sobre el fregadero donde debería haber un reloj.
—¿Qué hora debe de ser ya?
—Pasadas las tres —dijo Ivy sin mirar su reloj.
Rebusqué en mi comida y suspiré al comprobar que me había comido toda la piña.
—Ojalá mi ropa estuviese seca ya. Estoy hecha polvo.
Ivy se cruzó de piernas y se inclinó hacia delante.
—Acuéstate. Yo te saco la ropa. Voy a estar despierta hasta las cinco o así.
—No, me quedo —dije bostezando y cubriéndome la boca con el dorso de la mano—. No es que tenga que madrugar para ir a trabajar mañana —continué con tono agrio. Ivy emitió un gruñido de asentimiento. Dejé de hurgar en mi comida un instante.
—Ivy, puedes decirme que me calle si crees que no es asunto mió pero ¿por qué ingresaste en la SI si no querías trabajar para ellos?
Pareció sorprendida cuando levantó la mirada. Con un tono inexpresivo que lo decía todo dijo:
—Lo hice para fastidiar a mi madre. —Una sombra de lo que me pareció un recuerdo doloroso se cruzó en su mirada desvaneciéndose antes de que pudiera decir qué era de verdad—. Mi padre no está muy contento de que lo haya dejado —añadió—. Me dijo que debía haberme quedado o haber matado a Denon.
Olvidándome por completo de la cena, me quedé mirándola fijamente sin saber si estaba más sorprendida al oír que su padre seguía vivo o por su creativo consejo de cómo ascender en la oficina.
—Jenks me había dicho que eras el último miembro vivo de tu familia —dije finalmente.
La cabeza de Ivy asintió con movimientos pausados. Sus ojos marrones me observaban. Los palillos viajaban de la caja a sus labios en una lenta danza. La sutil demostración de sensualidad me pilló desprevenida y me revolví incómoda encima de la mesa. Nunca había sido tan mala cuando habíamos trabajado juntas en el pasado, claro que solíamos terminar antes de la medianoche.
—Mi padre entró en la familia por matrimonio —dijo mientras comía y me preguntaba si sabría lo provocativa que resultaba—. Yo soy el último miembro de sangre de mi linaje. Gracias a los acuerdos prematrimoniales todo el dinero de mi madre es mío, o lo era. Está completamente desquiciada. Quiere que encuentre a un buen vampiro vivo de clase alta, que siente la cabeza y que tenga tantos niños como pueda para garantizar que su estirpe no desaparece. Me mata si me muero antes de tener un hijo.
Asentí como si comprendiera, pero no era verdad.
—Yo entré por mi padre —admití. Avergonzada hundí la vista en mi cena—. Trabajaba para la SI en la división de los arcanos. Por las mañanas llegaba contando historias increíbles de la gente a la que había ayudado o detenido. Hacia que pareciese muy emocionante. —Me reí por lo bajo—. Nunca mencionó todo el papeleo. Cuando murió, creí que sería una forma de estar más cerca de él, de recordarlo. Qué tontería, ¿no?
—No.
Levanté la vista, mordiendo una zanahoria.
—Tenía que hacer algo. Pasé un año entero viendo cómo se le iba la pinza a mi madre. No está loca, pero es como si se negase a creer que él se ha ido. Es imposible hablar con ella sin que te diga cosas como: «Hoy he hecho pudin de plátano. Era el favorito de tu padre». Sabe que está muerto, pero se niega a pasar página.
Ivy miraba a través de la oscura ventana de la cocina, perdida en sus recuerdos.
—Mi padre es igual. Se pasa la vida hablando de mi madre. Lo odio.
Dejé de masticar. No había muchos vampiros que pudieran permitirse seguir vivos tras la muerte. Las elaboradas precauciones contra el sol y los seguros de responsabilidad civil ya ponían en apuros a muchas familias. Por no mencionar el constante suministro de sangre fresca.
—Casi nunca lo veo —añadió en un susurro—. No lo entiendo, Rachel. Tiene toda una vida por delante, pero no la deja obtener la sangre que necesita de nadie más. Si no está con ella, está desmayado en el suelo por la pérdida de sangre. Evitar que ella se muera del todo está acabando con él. Una persona sola no puede alimentar a un vampiro muerto y ambos lo saben.
La conversación había tomado un cariz incómodo, pero no podía irme sin más.
—Quizá lo hace porque la quiere —apunté en voz baja. Ivy frunció el ceño.
—¿Qué clase de amor es ese? —Se levantó descruzando sus largas piernas en un grácil movimiento. Con la caja de cartón aún en la mano desapareció por el pasillo.
El repentino silencio me martilleó los oídos. Me quedé mirando perpleja su silla vacía. Se había largado. ¿Cómo se atrevía? Estábamos hablando. La conversación se había puesto demasiado interesante para dejarla a medias, así que bajé de la mesa y la seguí hacia la salita con mi cena en la mano.
Ivy se había tirado en uno de los sillones de ante gris, estirada, aparentando total indiferencia, con la cabeza sobre el ancho reposabrazos y los pies colgando sobre el otro. Dudé un momento en el umbral de la puerta, desconcertada por la imagen que ofrecía.
Como una leona en su guarida saciada tras la caza. Bueno, al fin y al cabo era una vampiresa, ¿qué pinta esperaba que tuviese?
Me recordé a mí misma que no era una vampiresa practicante y que no tenía nada que temer. Con cautela me acomodé en el sillón frente a ella, con la mesita de café entre ambas. Solo una de las lámparas de sobremesa estaba encendida y los rincones más alejados de la habitación resultaban poco definidos y ocultos en las sombras. Las luces del equipo de música brillaban.
—Entonces, ¿fue idea de tu padre que te unieses a la SI? —apunté.
Ivy se había colocado su cajita blanca sobre el estómago. Sin mirarme seguía tumbada mordisqueando un brote de bambú, mirando al techo mientras masticaba.