Bomarzo (62 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
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—Estos Farnese —bramó— son fruto de la conjura de los Borgia y los Orsini. Antes del pontificado de Alejandro Borgia, no movían un dedo. Nadie ignora que el papa actual recibió el capelo el mismo día que César Borgia, porque su hermana Julia era la concubina de Alejandro VI. Ella era casada con un Orsini, un tuerto cornudo, infame señor de Bassanello, hijo de una prima de los Borgia. Así se cierra el círculo de las influencias que promovieron a Alejandro Farnese hacia el trono vaticano. A Julia Farnese la llamaban «la novia de Cristo». Vivía en el gran palacio de los Orsini, en Monte Giordano, con su suegra complaciente que desdeñaba los intereses de su vástago en favor de los de su primo, el papa. Allí nació la hija de Borgia que le cargaron en la cuenta al infeliz Orsini.

—Ningún indicio hay todavía —terció el prior Salviati, cautamente— de que Su Santidad sea culpable de este asesinato.

—Será Su Santidad Pablo III o será Su Magnificencia Alejandro de Médicis —respondió, mordaz, Piero Strozzi—. Lo indudable es que el homicida pagará su culpa.

Detrás del tabique, yo los escuchaba, trémulo. Hubiera debido aparecer en medio de los murmuradores, a defender por lo menos a los Orsini. Desde mi infancia, ese Orso Orsini befado, a quien apodaban «el Monóculo» y que encerró su oprobio en Bassanello, cerca de Civita Castellana, había desencadenado airadas discusiones en Bomarzo. No le perdonaban los míos su condescendencia con los Borgia, particularmente en la época en que los Orsini sufrieron la persecución de esa estirpe, porque el papa ansiaba entregar nuestras posesiones a su hijo mayor, el duque de Gandía, el que fue ultimado por su hermano César. Fueron aquellos tiempos muy duros para nosotros, y si no hubiéramos derrotado a los papales en la vecindad de Soriano, donde Gandía fue herido y Guidobaldo de Montefeltro, su comandante, cayó prisionero, quién sabe qué suerte hubiera corrido nuestra casa. Mi padre y mi abuelo, que intervinieron épicamente en esos combates y se portaron en Soriano como leones, no pronunciaban el nombre de Orso sin escupir a un lado con altivo desdén. Hubiérame correspondido, pues, poner en claro las cosas ante los maldicientes y mostrar cuál era la fibra de los Orsini auténticos, pero opté por callar hasta que, a poco, renacieron los gemidos del mayordomo de Hipólito y la bulla de quienes contemplaban sus contorsiones. Junto a mí, Fabio Farnese, que me había acompañado, tan herido o más que yo por las diatribas, estiraba su delgado cuerpo de felino y callaba también, apretándome la diestra.

En Roma, el asunto no se dilucidó. El senescal declaraba que había macerado el veneno entre dos piedras a las que había arrojado en un pozo, y luego se desdecía del testimonio prestado bajo juramento. Los inquisidores terminaron por absolverlo, arguyendo que su confesión, producto de torturas, no era válida. Juan Andrea volvió a Florencia, donde se insinuó, siniestro, en la corte del duque, pero concluyó refugiándose en su pueblo, y allí, en Borgo de San Sepolcro, meses más tarde, la gente acabó con él e hizo justicia.

Julia Gonzaga, desde entonces, buscó alivio más y más en la religión. Como le interesaba sobremanera cuanto se vinculaba con la sutileza teológica, trabó una amistad íntima con el español Juan Valdés, inquieto por los resortes de la conciencia individual y de la justificación por la fe y no por las obras. Su heterodoxia le valió el encono de otros pontífices, y uno de ellos, Pío V, muerta ya la hermosa, formuló contra ella un anatema rotundo y expresó que si no hubiera muerto la mandaría quemar viva. Posiblemente fuese una de esas frases iracundas que se sueltan al aire, como flechas, cuando impera la pasión, porque ni los Colonna —aunque la propia Victoria Colonna no anduvo a la sazón muy tranquila— ni los Gonzaga lo hubiesen tolerado. En cuanto a mí, el fin del cardenal Hipólito, a los veintiséis años, fue algo tan desolador, tan desconcertante y tan imposible, como si hubiera perecido un semidiós. Hipólito de Médicis no respiraba ya, y el bosque pánico enmudecía. Las ninfas y los faunos se ocultaban entre las rocas cinceladas por Benvenuto Cellini, mientras desfilaban los traidores astutos, cubiertos de sangre, que destrozaban a la raza de Eros. Lo quise desde el primer momento, porque desde el primer momento me quiso, no obstante mi joroba y mi pobre fragilidad. Y también lo quise porque, con su brava franqueza, su resplandeciente desapego y su seguridad conquistadora de hombres y mujeres que apuntaba, soberbia, en sus mínimos ademanes, en la gracia con que movía un brazo, recogía el manto, golpeaba las espuelas, levantaba el laúd, besaba una boca o afianzaba la mano en el estoque —con ser un bastardo, un desheredado y un sacerdote sacrílego, a causa de la arbitraria suerte que le impuso una existencia reñida con su ardiente vocación de rey y de amante—, Hipólito era la alegoría jubilosa de lo que yo no sería nunca.

VIII
HORACIO ORSINI

El 25 de noviembre de 1535, el emperador desembarcó en Nápoles. Allí lo aguardábamos, entre muchos señores venidos de los distintos principados de la península, mi mujer y yo. El papa nos hizo saber que deseaba que asistiéramos a las fiestas que se darían para agasajar al vencedor de Túnez, y no hubo más remedio que acatar su voluntad. Nápoles sería en esa oportunidad el centro de reunión de numerosos florentinos, partidarios y enemigos de Alejandro de Médicis, especialmente convocados por Carlos Quinto que, importunado por unos y otros en momentos en que lo embargaban problemas muy graves, se propuso poner fin a sus querellas. Pablo III, por las mismas razones que lo habían opuesto al cardenal Hipólito, se oponía al duque Alejandro. Representaban ambos al nepotismo del pontífice anterior y como tales lo irritaban cuando ansiaba establecer el de los Farnese. Suprimido Hipólito, quería anular el crédito de Alejandro. Pero ambos encarnaban también dos posiciones opuestas. De no haber sido Hipólito un Médicis y un sobrino de Clemente VII, colmado de prebendas que proclamaban aquel vínculo, Pablo III se hubiera entendido perfectamente con él, puesto que los intereses de uno y otro coincidían y se completaban en ciertos aspectos. El cardenal ya no existía, por obra de quien fuese, y el papa, desembarazado de un príncipe que lo incomodaba personalmente, mientras que le convenía compartir sus ideas y las del grupo al cual había servido de caudillo, apoyó más aún con su influencia, en la sutil balanza política, el lado de ese grupo. El emperador patrocinaba a Alejandro, su futuro yerno, su aliado, a quien había establecido en el nuevo trono de Toscana y que, antes que duque de Florencia, era allí el lugarteniente imperial. Resulta lógico que Pablo III, aunque lo hiciera solapadamente, secundara esperanzas de los exiliados antimediceos y tratara, por medio de esa acción, de hostilizar el poder de Carlos Quinto en Italia, donde anhelaba echar mano de un señorío para su hijo Pier Luigi. En Nápoles se jugaría una partida más del ajedrez complejo y eso explica —más aún que la urgencia palaciega de congratular al César por su triunfo sobre el musulmán— el extraordinario golpe de gente que acudió a recibirlo y permaneció en la ciudad los cuatro meses durante los cuales el soberano prolongó su estada.

Julia y yo fuimos juntos desde Roma, pero, ya que era imposible desobedecer al papa Farnese, agucé el cinismo hasta introducir en el carruaje, con la duquesa de Bomarzo, a su hermano Fabio, a Violante Orsini y al marido de ésta, el noble Marco Savelli, tan descollante por la importancia de su categoría en la Toscana como por las ridículas desgracias de su hogar. Silvio de Narni nos seguía a caballo, encabezando la escolta. Fue un viaje curioso, en el que el calor nos obligaba a detenernos en breves etapas, para refrescarnos y descansar, y en el que la charla giraba, densa de sobreentendidos, cuando menguaba la luz y Savelli no podía leernos, con un sacudido volumen en la diestra y los anteojos deslizados hacia el extremo de la nariz, los sonetos de Francisco Petrarca, que comentábamos entre reflexiones eruditas e irónicas alusiones sensuales, como correspondía a personajes de tanto mundo y cultura. Julia quedaba aparte del coloquio. Yo la espiaba a veces, disimulándome entre los otros al amparo de la sombra, y advertía la hermosura de sus ojos violetas cuya agua inmóvil no alteraba ninguna emoción. En poco tiempo se había endurecido extrañamente; había adquirido una contextura ardua de definir, casi mineral. Nos miraba sin vernos y era como si condujéramos en el coche, en medio de las risas cortesanas, una estatua de mármol de misteriosos matices. Su presencia pesaba sobre nosotros de tal manera, que de repente callábamos, y entonces, si Violante o Savelli le formulaban una pregunta, respondía comedidamente, tras una pausa corta en el curso de la cual parpadeaba y entrecruzaba los dedos en la falda, como si regresara de un sueño. Pero a poco recaía en su mutismo y recobraba su lejanía y desde ella nos observaba a Violante, a Fabio y a mí, como si no comprendiera ya la razón de nuestras carcajadas de comediantes, ni por qué nos parábamos a beber los vinos del país, ni qué significaban enigmas tan obvios. El silencio tornaba a adueñarse del carruaje y era difícil romperlo. Entonces, furioso, me ponía a la portezuela y mandaba detener el tiro. Ella seguía en el coche inmóvil, con Marco Savelli, desentendida de nosotros, y los demás, aliviados, descendíamos con el pretexto de apaciguar al oso de la duquesa de Camerino, que viajaba detrás en un jaulón, mareado, malhumorado, y al que habíamos añadido a nuestro séquito por capricho de Violante.

Vuelvo a ver, como si ayer hubieran fondeado en el puerto de Nápoles y el episodio no hubiera ocurrido hace más de cuatro centurias, a las naves del emperador, con sus estandartes tiritando en la brisa de noviembre. Veo, en la galera principal que bogaba lentamente hacia el amarradero, destacarse la silueta del César, sobre la toldilla. Veo alrededor las banderas de amarillo damasco, sus águilas bicéfalas con el escudo al pecho; el pendón de tafetán carmesí que ostentaba una cruz de oro, el gonfalón blanco sembrado de llaves y cálices y aspas de San Andrés; y los gallardetes con la divisa
Plus Ultra
enroscada en su columnata. La gente pugnaba por acercarse y algunos, de ojos avizores, deletreaban las inscripciones latinas de las oriflamas, que traducían los doctos:
Toma las armas y el escudo y ve en mi ayuda
, o:
Envió Dios su ángel, que te guarde en todos tus caminos
, o:
El fuero irá delante de él
. Y aquellas figuras y emblemas, que vibraban en el aire frío, formaban un gran aleteo multicolor en torno del victorioso, como si el barco fuese una inmensa pajarera rutilante en medio de la cual acechaba un halcón negro. Descendió Carlos y se apretujaron los príncipes para rendirle pleitesía. Los señores españoles se confundieron con los italianos: el duque de Alba, el marqués del Vasto, que llevaba el estoque imperial, Antonio de Leiva, el duque de Ferrara, el de Urbino, los cuatro embajadores de Venecia y los tres legados papales: Pier Luigi Farnese, el cardenal Piccolomini y el cardenal Cesarini. Detrás se empinaban las cabezas de cuanto señor de título había en el reino de Nápoles. Julia Gonzaga, a quien los de esa casa habían enviado para que los representase, triunfaba con su donosura sobre las bellas renombradas, sobre María de Aragón, sobre Isabel Sanseverino. El recuerdo de su ataque reciente por el pirata a quien el emperador acababa de poner en fuga, y el recuerdo más reciente todavía de la muerte extraña del cardenal Hipólito, su adorador, la nimbaban de un prestigio excepcional. Cuando se inclinó delante del César, éste la alzó y muchos pensaron románticamente que en verdad la campaña de Túnez se había realizado para vengarla de Khair-Eddin Barbarroja. No muy lejos, Alejandro de Médicis compartía los comentarios que la viuda de Vespasiano Colonna despertaba. Vestía de luto por su primo —se lo quitó días después—, y los exiliados de Florencia, arracimados en un rincón, murmuraban sobre su descaro. Lo flanqueaban sus parientes, Lorenzino y Cosme, el futuro gran duque. En las discusiones que se desarrollaron después entre los proscritos y Alejandro, que había arrastrado a Nápoles a una caterva papelera de juristas y amanuenses, el pleito se resolvió, como se descontaba, en favor del hijo de Clemente VII, quien, coronando su éxito, dio el anillo de esposa a Margarita de Austria, pero la trágica ruina próxima de Alejandro comenzó allí, porque allí le robaron —la robó, como se sabe, Lorenzino— la finísima cota de mallas de la cual no se separaba nunca.

Carlos Quinto me reconoció entre tantos gentileshombres cuyos rostros se superponían en su memoria, no bien me tocó el turno de presentar mi homenaje. Alguna ventaja ha de tener, por lo menos identificadora, quien va por el mundo con una giba. El soberano había envejecido en escaso tiempo. El cansancio, como un delicado pincel, le había rodeado los ojos y la boca de líneas leves, en las cuales podía leerse, como en una grafía sutil, la hondura de su preocupación. Extremó su bondad hasta aludir, con la sombra de una sonrisa, a la ocasión en que se desprendió la empuñadura de su estoque, al armarme caballero. Ello me valió la deferencia especial de los Farnese, quizás la envidia de Pier Luigi. Por primera vez ocurría el prodigio irónico de que mi joroba suscitara envidias. Aquel episodio me envalentonó tanto que, usando también de la audacia que infunde el vino, pretendí imponerme a mi mujer e inicié unas caricias nocturnas que acaso se hubieran concretado en el ansiado fruto, pero Julia demostró que sobre ella no pesaba —y en eso difería de los demás Farnese— el halago oficial.

—Déjeme en paz Su Excelencia —me dijo—, que le aguardan Violante y mi hermano Fabio.

Con ello me probó que no ignoraba nada de mis manejos extraconyugales, por supuesto evidentes, y que tal vez —lo cual me procuró, en medio de mi desconcierto, una rara alegría— podía sentir celos de mí. La dejé, pues, mitad riendo y mitad protestando, para dar la impresión de que tomaba a broma su actitud, como si ésta no hubiera sido la única que correspondía, y durante el resto de nuestra permanencia en Nápoles, que me hundió en una baraúnda de placeres, sólo estuve a su lado cuando lo exigía la etiqueta.

Partimos a Roma con el cortejo cesáreo. Hicimos noche en Fondi, huéspedes de Julia Gonzaga como el amo del mundo, y en esa oportunidad corroboré la emoción que a la hermosa le había quedado como consecuencia de la muerte del cardenal de Médicis.

—El cardenal tenía para vos —me confió mientras nos levantábamos de la mesa— un gran afecto. También yo lo quería a él y lo admiraba. Pero la voluntad de Dios se ha manifestado misteriosamente. Debemos orar por su reposo. Hay días en que se me ocurre que anda por aquí, que todavía ronda por estas cámaras, que siento su soplo sobre mi libro.

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