Soñé que descendía con Julia hasta el bosque de las rocas, el futuro Sacro Bosque. Íbamos ambos apartando ramajes, entre los olmos, las encinas, los tamarindos, los sauces, en medio de cuya trabazón se revelaban los peñascos fantasmales con priápica insolencia. Había allí una numerosa compañía de hombres y mujeres desnudos, semejantes a los seres infernales que pueblan las tumbas etruscas. Nos incorporábamos a sus danzas, a sus manejos eróticos, a sus violentos abrazos, en el vertiginoso aquelarre, y nos desplomábamos, fundidos el uno con el otro, en el centro de esos apilados cuerpos de recios colores, pintados con los ocres del óxido de hierro, con los negros del carbón vegetal, con los azules del lapislázuli, que giraban alrededor de un demonio de cerámica. Yo estiraba las manos, braceando como un nadador presto a hundirse, y tropezaba con un duro pecho femenino, con una pierna, con un sexo de hombre. Era como si nadara en un río espeso de cuerpos policromos, confundidos, entrelazados, en el cual era imposible separar los miembros y las cabezas, porque entre todos componían un solo monstruo inmenso que se desplazaba como un lento río caliente, bogando a la sombra de los árboles luctuosos y de las rocas lascivas. Julia era mía, por fin. Tan agudo fue el espasmo que desperté gritando. Ella continuaba dormida, abandonada. Vi, con amargura, que si no había podido poseer a la mujer viva, en cambio había poseído a su imagen.
Como después de mi descalabro en Florencia, cuando mi abuelo Franciotto me precipitó en brazos de la hembra pública, para avisparme, la inquietud que para mí privó sobre las demás, sobre mi propio revés, al salir de la cámara donde Julia seguía durmiendo, fue evitar que mi vergonzoso infortunio se conociese. Presentí que Julia no diría nada por ahora, que en cualquier caso postergaría la desagradable revelación. Y no me equivoqué. Horas más tarde, al descender al jardín recién bañada, recién acicalada por sus damas, mi esposa no dejó traslucir nada de lo acontecido. Juntos asistimos a la misa que ofició el obispo de Soana; juntos vimos cómo, respondiendo a mi solicitud y sin que se enterasen los demás, el cardenal de Médicis rociaba con agua bendita la cabeza diabólica de nuestro aposento, y oímos cómo, sonriendo irónicamente, mientras sacudía el hisopo, pronunciaba purificadores latines.
Muchos de los invitados habían partido ya, a Mugnano, a Bracciano, a Anguillara, a Bagnaia, a las posesiones vecinas, pero el castillo seguía lleno de gente a quien había que agasajar y entretener. Hubo, por la tarde, un simulacro de torneo, y después los enanos de mi abuela representaron una pantomima realzada con algunos versos del Aretino. De todos los presentes, mi abuela fue la única que sondeó en mi comportamiento indicios de que la experiencia nocturna no me había sido favorable. Lo captó a pesar de que me esmeré para que ningún signo lo permitiera conjeturar, extremando las pruebas de entusiasmo amoroso junto a mi mujer. Por otra parte, Julia contribuía al engaño, respondiendo a esos arrebatos con los testimonios oficiales de su recatado cariño. ¿La amaba yo? Cuanto concierne al amor es tan complejo, tan arduo de entender… ¿Amé a Adriana dalla Roza?, ¿amé a Abul?, ¿amé a Julia? Lo cierto es que, como en otras ocasiones, quería que ella me amase, y ahora, luego del fracaso, todavía más; quería conquistarla, quería enseñorearme de sus sentimientos, ya que a su cuerpo no había podido dominarlo, y eso era extremadamente difícil, después de la triste aventura que acabo de describir y teniendo en cuenta la repulsión que debía emanar de mi físico y lo embotado que me sentía espiritualmente, aun en medio del juego de la cortesía aristocrática. Lo importante, por lo pronto, era ganar tiempo, y que los huéspedes no percibieran la debilidad básica de nuestra relación. Y a eso lo conseguí. Conseguí embaucarlos. Pero no embauqué a mi abuela. Desde su ancianidad y su idolatría, como desde una atalaya inexpugnable, mi abuela miraba hacia mí y me veía con exacta nitidez. Imposible ocultarle nada. Estaba yo sentado entre ella y Julia, en la semioscuridad del salón donde los enanos, el rojo y el tartamudo, hacían cabriolas y declamaban los alegres disparates de Pietro Aretino, cuando sentí que Diana Orsini me palmeaba dos veces la rodilla, afectuosamente, como se hace cuando se desea tranquilizar a una persona, y luego, a hurtadillas de los demás, me tomó una mano y se la llevó a los labios. Sí, ella sabía; sabía todo, y eso me angustió y me serenó a un tiempo, e hizo que las lágrimas se agolparan en mis ojos cansados. Pero el resto nada advirtió. Al contrario. No bien me aparté con los gentileshombres, abundaron las pullas sobre mi extraordinaria suerte, pullas que Galeazzo Farnese, con su vehemencia, fue el primero en estimular. Y lo curioso que debo anotar aquí es que tanto ese día como la semana que lo siguió y durante la cual permaneció en Bomarzo buen golpe de invitados de ambas familias, se difundió en el castillo, como consecuencia de nuestra presunta felicidad y del erótico ardor que desde la cámara de las cerámicas se propagaba, ganando las escalinatas y las habitaciones, una apasionada atmósfera sensual. La sensualidad andaba por los aposentos como un incendio creciente, al que alimentaba y activaba la paradoja de un fuego que no existía, pero su presencia se extendía doquier.
Los síntomas iniciales de ese estallido se notaron después de la representación de los bufones y tuvieron los tintes de una burla de Boccaccio. Nos enteramos por hablillas de los pajes de que la mujer del enano pelirrojo —la misma del pleito de los gatos—, al verlo actuar en el improvisado proscenio, ataviado como el dios Mercurio, sintió renacer en sus venas una codicia impúdica que, dada la edad de ambos y su largo comercio, hubiéramos supuesto reducida a cenizas permanentes. En la intimidad requirió sus galanteos, que el viejo naturalmente negó, y entonces se desató la furia de la dueña. Bastantes años atrás, Messer Pandolfo había sido su amante, en tiempos en que le enseñaba a escribir, y la hembra acudió a buscar junto a él lo que su marido no podía darle, encontrando, por iguales motivos, un rechazo igual. Su decepción y su ira espumaron en tal forma que, medio loca como ya era, terminó por perder la razón. Silvio de Narni le había mostrado alguna vez los horóscopos que componía, y a la mujer no se le ocurrió nada mejor, aprovechando los palotes que debía a la paciencia de Pandolfo, que ponerse a inventar unos horóscopos tremendos, densos de predicciones nefastas, dedicados a los distintos huéspedes, y que distribuyó sigilosamente en sus habitaciones, como si se propusiera vengarse del mundo. Según esos papeles, el duque de Mantua moriría devorado por las hormigas, e Isabel de Este daría a luz, a los ochenta y dos años, un hijo con tres cabezas. Mucho rieron los damnificados, los días siguientes, del absurdo episodio, que se comentó en toda Italia, pero quien menos rió fui yo, el duque, no porque me molestara que esas cosas sucedieran en mi castillo y porque los insultos y procacidades de la senil pitonisa pudieran incomodar a alguno de mis comensales, sino porque la constante referencia a la ineptitud voluptuosa del enano y del preceptor hería, sin que los demás se percataran, los nervios más susceptibles de mi sensibilidad despierta.
Pasaron los días, suntuosos, con fiestas, con cacerías, con bailes. Inútilmente procuré reanudar mis mezquinos intentos junto a Julia Farnese. Hasta llegué a pensar en un maleficio, en una ligadura. La cabeza del Diablo había sido exorcizada, y sin embargo… Cuando pretendí nuevamente destruirla, Julia me intimidó, arguyéndome que podía traerme mala suerte. Mi suerte no había sido muy buena que digamos, pero conservé el mosaico. Me parecía que si evidenciaba un sobresalto excesivo, frente al calmo desdén de Julia ante esas alarmas, corría el riesgo de mostrarme aun más pusilánime. A las anteriores trabas sutiles que obstaculizaban mi cumplimiento de funciones obvias, sumábase ahora una sorda rabia que me cegaba, que me abrumaba. Julia no había modificado su actitud. Era casi como si, de antemano, hubiera previsto que las cosas iban a suceder de este modo, y la sospecha de que abrigaba ese pensamiento denigrante agravaba mi exacerbación. Mi mujer seguía siendo, en la soledad nocturna de nuestra cámara, la misma estatua hermosa y sin velos, la misma obsequiosa, sonriente frialdad. Las ojeras azularon mi rostro demacrado del cual tanto me enorgullecía, y los huéspedes las atribuyeron, con obscena insistencia, a mis reiterados triunfos amorosos. Yo me desesperaba. Pasaba de la ira a la languidez, mientras tenía que representar frente a los invitados el papel de la robusta felicidad. Y era tal mi excitación, tal el frenesí sexual que suscitaba mi ronda de lobo en torno de la posesión inalcanzable, que volví con fruición, en busca de un alivio saturado de remordimientos que al fin de cuentas redoblaba mis ansias, al vicio de mi adolescencia. Pero pronto comprendí que esa artimaña, ese
ersatz
, ese fugaz acoplamiento con fantasmas, no bastaba para desahogarme, y cuando todos se habían retirado comencé a salir de noche, acompañado por Juan Bautista, en pos de una campesina que me sirviera de rápido consuelo. El paje no formuló ni una pregunta. Todavía hoy ignoro hasta dónde penetró la verdad de la situación. Tampoco me sugirió que el consuelo podía emanar de él, como antaño, pero sólo otra mujer, suplantando a Julia, era capaz de procurarme el desquite, al patentizar mi hombría. Y las mujeres de la aldea a quienes recurrí, habrán llegado a la conclusión de que, además de Julia Farnese, mi rijosidad pedía otras amantes, otros cuerpos firmes y dóciles, prontos a acoger su urgencia. Empezó a concretarse entonces la leyenda de mi fabuloso vigor, que subsiste hasta la actualidad y que, mezclando mi figura con la de mi padre y otorgando a uno solo las hazañas de ambos, rodea a mi nombre de pujante prestigio. Julia fingía dormir, estoy seguro, cuando yo dejaba su lecho. Quizás mi partida significaba para ella un descanso. Y si yo era, a su lado, un mero pelele, junto a mis demás compañeras demostré insistentemente, cotidianamente —azuzado, lo cual no deja de ser extraño, por mi nulidad marital y por el enardecimiento que me causaba el prohibido esplendor del cuerpo de mi mujer—, que era, por lo menos en lo que atañe a la amatoria gimnasia, un Orsini digno de la tradición centenariamente viril de la estirpe.
Entre tanto, en Bomarzo, como he dicho ya, aquellos forcejeos y la certidumbre de mis victorias habían originado una atmósfera de concupiscencia que prolongaba dentro del castillo el clima sensual que emanaba, como un vaho abrasador, de la tierra etrusca, y cuyos misteriosos efluvios había discernido yo desde los primeros alertas de mi niñez. Renació, esquivándome, la persecución de Juan Bautista por Pier Luigi Farnese y Benvenuto Cellini, indignando a mi primo el bello Segismundo, y aunque carezco de pruebas al respecto, calculo que mi paje terminó sucumbiendo ante el tenaz orfebre. Violante Orsini, casada con el ilustre Savelli, se entregó, según contaron después, al duque de Urbino y a un alabardero. Hipólito de Médicis hizo cuanto pudo por abatir las virginales defensas de su adorada beldad. De Aretino no hablemos. El cardenal Hércules Gonzaga fue sorprendido en la galería de los bustos, exactamente entre el busto de Caracalla y el de Claudio, en momentos en que acariciaba los pechos de Lucrecia Farnese, la hermana retardada de Julia, como si tuviera en sus manos a una escultura más, tal era la impavidez ausente de la pobre de espíritu, y aunque el asunto trascendió, el padre y los hermanos de la niña prefirieron, probablemente, echarle tierra, porque no convenía incurrir en la hostilidad del clan de Mantua por una tonta. Tampoco sé hasta qué punto fue verdadero el episodio: la indecencia irresponsable del hijo de Isabel de Este, de la cual ha quedado honda huella en sus cartas, podría confirmarlo. Su madre había obtenido para él la púrpura en momentos en que Clemente VII, acosado en el Castel por las tropas de Carlos Quinto, puso en venta cinco capelos al mejor postor. El cardenal Hércules tuvo por lo menos dos hijos naturales, pero cuando le tocó presidir el Concilio de Trento, ya cincuentón, sus allegados describieron la porfía con que el pecador arrepentido castigaba su carne. Faltaba aún bastante para el Concilio, para la sincera y suprema aproximación a Dios del Don Juan impenitente…
Me pareció que Maerbale observaba excesivamente a Julia. Lo espié sin resultado. De cualquier manera, en seguida emprendió viaje a Venecia, con Valerio Orsini, Leonardo Emo y la mayestática nieta de Oliverotto de Fermo, una señora de poliédricas aristas, cuyo bozo era inseparable de una lengua reconocidamente mordaz. Mi hermoso cuñado Fabio hizo buenas migas con Segismundo. Luego que este último corroboró el desapego de Pier Luigi, a quien tuvo que devolver el collar de diamantes que ponía reflejos exóticos sobre su piel bronceada, mi primo endulzó su desamparo con ayuda del menor de los Farnese y de algunos soldados bien dispuestos de la fortaleza. La mujer del bufón pelirrojo, la loca, continuó alborotando, hasta que no hubo más remedio que encerrarla. Al amanecer, sus gritos salvajes me estremecían, como los de un ave agorera, en el lecho que compartía con Julia. Entonces la duquesa se levantaba, rozaba con un dedo los esmaltes papales, me tocaba la frente y se hundía en la pesadez del sueño. Yo no dormía casi. Termimé enviando a la poseída a mi palacio romano.
El propio Silvio de Narni, tan espiritualizado, tan obsesionado por los experimentos astrológicos, sucumbió bajo el fuego que invadía la casa, y una mañana descendió de su torre para pedirme que lo autorizara a desposarse con Porzia. Así lo hice, a pesar de las protestas de Juan Bautista quien, olvidando o descartando el oficio que su hermana había desempeñado en Bolonia, para gloria de muchos hombres nerviosos, y movido por la vanidad de la dudosa jerarquía que le otorgaban a él sus vínculos con el duque de Bomarzo y con Pier Luigi Farnese, tachó de mésa llia nce la unión con el mago. Juan Bautista aspiraba, con cierta razón si se consideran los atributos físicos de su melliza, a un matrimonio más encumbrado, quizás a un amante de la nobleza principal. Mientras Silvio, escudriñador del cielo, trasuntaba ansias cada vez más contradictoriamente burguesas y el afán de un hogar estable, Juan Bautista principiaba a descubrir las uñas de una inesperada ambición.
Y los gatos de mi abuela, tan decorosos, tan exclusivistas, tan orsinianos, se incorporaron al concierto, como contagiados del desenfreno general. De noche se los oía maullar en los tejados, apareados estridentemente con el ejército vagabundo de la aldea, y la gata blanca recibía a su harén masculino en la carroza alegórica de Julia.