Una tarde, el papa Clemente VII anunció su visita. Lo aguardamos de hinojos a la puerta del palacio. Vino con él el cardenal Alejandro Farnese quien, mientras subíamos a la cámara de mi abuelo, algo comentó, chanceándose, acerca del próximo heredero que su sobrina otorgaría a los Orsini. Su Santidad, al escucharlo, se detuvo sonriendo y me rozó la frente con el guante. Me mordí los labios y besé aquel guante de fragancia intensa. Luego seguí, con un candelabro en la diestra, a los mantos pesados cuyas colas remontaban la escalinata, ondulando peldaño a peldaño, como boas, lentamente.
Franciotto Orsini no reconoció a su huésped ilustre. No vio los anchos ojos tristes del papa, fijos sobre él. Murió esa noche y, al entregar su alma, se incorporó un segundo, dilatáronsele las visionarias pupilas y agitó los brazos en brusco aleteo.
—¡El halcón! —gritó—, ¡el halcón…!
La muerte del cardenal me suministró un pretexto más que suficiente para no retornar a Bomarzo en mucho tiempo. Las complicaciones que derivaban de una sucesión plagada de deudas, que tal vez contribuiría a aligerar el arca del pontífice, si se lograba obtener, con intervención del cardenal Farnese, su imprescindible ayuda —nada fácil de alcanzar, cuando se recuerda la parsimonia del Santo Padre—, exigían mi permanencia en los alrededores del Vaticano. Me tocó, en la distribución de los bienes, el palacio de San Giacomo degl’Incurabili, con cuanto encerraba de precioso, mientras que el castillo de Celleno, en la diócesis de Montefiascone, y el feudo ancestral de Monterotondo, pasaron a la otra rama. En realidad yo había sido el menos beneficiado de los legatarios, pero no quise pleitear y, puesto que las hipotecas devoraban al edificio como taladros ocultos en su estructura, me dediqué a salvar de los acreedores los muebles, cuadros y objetos que contenía. Eso me mantuvo muy ocupado al principio. Maerbale había regresado a Venecia, donde lo reclamaba Valerio Orsini, y, con la colaboración de Juan Bautista, de Silvio de Narni, a quien ordené que fuera a Roma, y de mis primos, cuyas protestas acallé con algunos regalos, dirigí el embalaje completo. Los lienzos alegóricos, las santas pinturas, los jarros de metales finos, los tapices, los mármoles, los vasos de ágata, partieron en sucesivas caravanas hacia Bomarzo. Estuve en el castillo en dos ocasiones, para aguardar la llegada de los carros, y vi a Julia fugazmente. Ni siquiera compartí su aposento, el del demonio de cerámica. En cuanto pude, volví a Roma. Bomarzo no representaba ya para mí el refugio maravilloso que me atraía desde mi infancia y que me confería, dentro de sus límites, la ilusión de la tranquilidad. Aunque seguía preocupándome por su adorno, y en ese sentido el aporte de mi abuelo fue espléndido, sentía ahora la necesidad de huir de allí porque Bomarzo y Julia comenzaban a ser inseparables.
La duquesa, entre tanto, había ganado el cariño, la devoción de mi gente, la cual murmuraba con razón (me lo dijo Silvio) acerca del incomprensible abandono en que yo dejaba a mi joven esposa. Julia poseía el don innato de captar voluntades, de imponer con su sola presencia, como si, a medida que maduraba —y lo hacía velozmente— brotaran en ella los rasgos típicos de los Farnese, que sabían mandar sin dar órdenes. Quizás porque en nosotros, los Orsini, la costumbre del mando era mucho más antigua, tan antigua en realidad como los orígenes fabulosos de nuestro linaje, y tenía un fundamento guerrero, disciplinario, los Orsini mandábamos resueltamente, bruscamente, seguros de ser obedecidos como jefes, mientras que los Farnese, que habían llegado al poder harto más tarde, gracias a diversas combinaciones políticas, y que todavía no habían alcanzado la omnipotencia que les infundió el pontificado de Pablo III, seguían conservando en sus vínculos con el pueblo un compromiso, fruto de su reciente promoción a la órbita dominante, que, inconscientemente, incidía sobre sus actitudes y los hacía parecer blandos, compasivos y hasta liberales. Esto, que se aplica a la tribu Farnese en general, no quita que algunos de ellos —como el feroz Pier Luigi— extremaran las notas del tiránico rigor, pero aun cuando procedían así lo hacían por imitarnos, y nadie ignora que la caricatura exagera las expresiones del modelo. Julia obraba con sutil equilibrio, como hija de su padre bonachón y de su madre señorial, y era lógico que la adorasen tan pronto. Me pregunto qué hubiera ocurrido si alguien hubiera osado contrariar sus deseos. Naturalmente hubiera estallado y su ira hubiera sido peor que la de mi abuela, porque, por la misma circunstancia de ser más nuevos y, en consecuencia, más vacilantes, los Farnese no podían tolerar que se los desobedeciese y que, cuestionando privilegios últimos, se retrotrajeran las cosas a la época no muy lejana en que no era indispensable obedecerlos. Pero eso no sucedió. Nadie la desobedeció en Bomarzo. Al contrario. Detrás de ella, de su gracia, de su aire de pedir y de no ordenar jamás, estábamos los Orsini, como un fondo inflexible, amurallado, de gigantescas armaduras. Podía darse el lujo de ser, simultáneamente, una Farnese y una Orsini, de ser a un tiempo impotente y frágil, y eso le confería, entre mis vasallos, un encanto ambiguo y original. Yo hubiera debido odiarla, aunque más no fuera por su rápida conquista de los míos, de lo más mío, y sin embargo no la odié. Experimentaba, frente a ella, la desazón de la culpa, y por una vez no funcionó el viejo mecanismo de los débiles que me permitía descargar sobre los otros el peso de mis pecados. De modo que, luego de explicarles a ella, a mi abuela y a mi intendente las graves razones que me obligaban a quedar en Roma —y que esperé que difundieran entre mis vasallos, pues, a pesar de la distancia que mediaba entre ellos y yo, me remordía la inquietud de perder el afecto que suponía haber despertado en las aldeas de mi propiedad… pese al despotismo del
homagio mulierum
—, escapé al palacio de San Giacomo degl’Incurabili y me enclaustré en sus salas vacías.
Dejé correr las semanas. Mis primos y mis pajes acudían de tanto en tanto al reducto, con noticias que poblaban de fantasmas mi agitada soledad.
En Florencia, el detestable duque Alejandro daba rienda floja a su libidinoso frenesí. La mesura de los primeros días había sido suplantada por un enardecimiento que cebaba sus caprichos sin distinción de clases. Las damas de las familias nobles y las monjas conocieron sus galanteos imperiosos, su ciega violencia. La ciudad que durante el asedio había acumulado pruebas tan altas de su honor, se rebajaba ahora al nivel de su jefe, del bastardo. Noche a noche se prolongaban las fiestas, a las que el duque concurría enmascarado —a veces lo hacía vestido de mujer, de religiosa—, con esos muchachos de la aristocracia a quienes yo había tratado de niños, los Strozzi, Francesco de Pazzi, Giuliano Salviati, Pandolfo Pucci y la violación y las riñas a cuchilladas quedaban impunes. En breve se les reunió Lorenzino de Médicis, mi querido Lorenzaccio, el que tan gentil fue conmigo cuando la muerte de Adriana dalla Roza, y que resultó el peor de la banda. Pero antes de partir de Roma, el pequeño favorito del papa Clemente indignó a la opinión descabezando, con insolente demencia, varias estatuas del arco de Constantino. Felipe Strozzi, viudo de mi admirada Clarice de Médicis, que pertenecía a una generación mayor que la de los revoltosos —entre los cuales se hallaban varios de sus hijos—, en lugar de ofrecerles el ejemplo de dignidad al cual lo obligaba su posición descollante en la República, rivalizaba con ellos en extravagancia.
Como premio de sus desmanes, el duque Alejandro recibió por esposa a Margarita de Austria, hija natural de Carlos Quinto, con lo cual aumentó el prestigio de la casa del pontífice. La gloria de las alianzas mediceas creció más todavía cuando el rey Francisco I concretó la boda de Catalina de Médicis con su segundogénito, el duque de Orleáns. Hube de integrar la comitiva que escoltó al papa, en las naves de Andrea Doria, hasta Marsella, donde se bendijeron los esponsales, pero a último momento inventé un pretexto y no salí de Roma, porque detestaba la idea de que Julia me acompañase, como exigía el protocolo, y de que sus astutos parientes barruntasen algo de lo que entre nosotros sucedía. A su regreso, el cardenal Hipólito, a quien Francisco I le regaló un cachorro de león que había sido del corsario Barbarroja, me contó el lujo de las ceremonias y la liberalidad del Padre Santo —que cuando se trataba de los intereses de su familia aflojaba los cordones de su bolsa con calculada eficacia—, y me dijo también que en el viaje que tuvieron que realizar para embarcarse en Pisa, efectuaron un largo rodeo, evitando a Florencia, como cuando la coronación de Carlos Quinto en Bolonia, pues desde la época del asedio en que la ciudad había penado tanto por su cruel obstinación, Clemente VII eludía la cólera y quizás la venganza de sus compatriotas florentinos. Mientras me hablaba así, sin añadir comentarios, el cardenal me miraba fijamente. Harto enterado estaba yo de sus sentimientos, del despecho con que se había visto relegado en favor de Alejandro, cuando Florencia recayó en poder de los Médicis. Lo que no pude discutir con él, porque a pesar del encono que lo separaba del papa y del duque seguía siendo un miembro principal de esa estirpe y como tal se enardecía su susceptibilidad cuando se intentaba cuestionar el vertiginoso adelanto de los Médicis, fue la irritación de toda Europa ante la desproporción de un matrimonio que unía a los reyes de Francia con los descendientes de los banqueros del Arno. El casamiento de Alejandro con Margarita de Austria se toleraba porque, al fin y al cabo, ambos contrayentes eran ilegítimos —el uno acaso hijo del pontífice; la otra, segura hija del César— y su acción se proyectaría sobre un reducido estado de Italia, pero este enlace que podía conducir a una Médicis (como sucedió) al trono de los reyes cristianísimos, era algo que desquiciaba los justos cálculos de probabilidades de los snobs; que enfurecía a los soberanos raquíticos y avariciosos, suspirantes por una corona para esas princesas cuya alcurnia las obligaba a morirse de tedio en abadías heladas; y que inquietaba a los observadores del avance de una casa nueva, encendida de ambición.
Recluido en el palacio de San Giacomo, me entregue febrilmente a la lectura. Los clásicos latinos —y sobre todo ese Lucrecio que tanto amaba y el dulce Catulo— sumaron las imágenes del pasado esplendor a las que surgían de las narraciones de mis visitantes. Messer Pandolfo, la pluma de ganso en la mano, lagrimeantes los rojos ojuelos, cooperaba con sus limitadas luces a iluminar mi camino. ¡Cómo me hubiera gustado tener junto a mí a Pierio Valeriano o a Messer Palingenio, su amigo, el que conversaba con los demonios en la via Flaminia! Pero, por más que me esforzaba por abstraerme, las ansias esenciales que me carcomían —la de mi cuerpo deforme; la de mis anormales relaciones con Julia; la de mi incapacidad para demostrar que era digno de una herencia genealógica agobiante; la de mi afán consecuente por afirmar mi personalidad con algún triunfo hazañoso que me exaltara frente a mis pares; la del misterio que reverberaba en mi futuro con relámpagos de prodigio— me apartaban de los textos y me sumían en cavilaciones angustiadas. Terciaba el
lucco
sobre el hombro, como una toga de la edad de oro, y andaba, hablando en alta voz, por las galerías. Así me sorprendieron mis pajes y mis primos, algunas tardes.
En verdad, en aquel lapso, mi razón vaciló y no sé cómo no la perdí por completo. Posiblemente me salvó el recuerdo de Paracelso y de los manuscritos nigrománticos. Salí de mi voluntaria cárcel y me consagré a recorrer uno a uno, en pos de las esquivas cartas de Dastyn, los palacios y los dominios de mis parientes, inquiriendo sin descanso por los documentos perdidos. Primero visité las casas de Roma y luego ambulé por la campiña, de Nápoles a la Toscana, y los señores Orsini que me acogían con asombrada cortesía y me invitaban a participar de enormes festines, o me interrogaban a su turno sobre la calidad, no siempre buena, de las obras de arte que habían comprado, creían discernir en mi maniático desasosiego un síntoma más de la singularidad de mi carácter, ofuscado por el estudio de la prosapia orsiniana —materia en la que todos otorgaban a mi abuela un conocimiento supremo— y por el antojo de las antigüedades que me entusiasmaba desde la niñez. La fama de esa rareza cundió de estado en estado y de duque en duque, conducida por mensajeros que iban de una corte a la otra, portadores de la abultada correspondencia intrigante que constituía el único alivio de un aislamiento que en muchos parajes seguía siendo casi feudal. Pero de las cartas del alquimista, no obstante que examiné infinitos pergaminos borrosos de humedad, nada encontré, sino confusas referencias de labios de los ancianos, algunas de las cuales ni siquiera coincidían con la estricta información de Paracelso.
Pronto tuve que abandonar mi vagabunda tarea de investigador. El pirata Khair-Eddin Barbarroja, aquel a quien el Turco nombró comandante en jefe de sus fuerzas navales, desembarcó sorpresivamente en Sperlonga y de allí, por la via Appia, llegó hasta Fondi, castillo de los Colonna donde vivía ocupada de análisis teológicos la hermosísima Julia Gonzaga que asistió a mi boda en Bomarzo, viuda de ese contrahecho Vespasiano Colonna que inspiró a la bella la divisa del amaranto y la inscripción
Non moritura
. El extraño lance tuvo para mí derivaciones trascendentales.
Este cuento de piratería y de amor hubiera excitado la imaginación del Ariosto y le hubiera inspirado numerosas estrofas memorables, si no mediara la circunstancia fundamental de que, cuando se produjo, hacía un año que Ariosto dormía eternamente. Pero, aunque él no haya podido narrarlo y cantarlo, todo el episodio tenía un aire ariostesco, tan entremezclados están en él la realidad y la fantasía poética. Acaso para compensar la insistencia con que a la sazón la realidad quitaba color a la fantasía (porque el mundo se volvía cada vez más
moderno
) y acaso porque el materialismo de los móviles de muchos comerciantes disfrazados de príncipes y de guerreros destruía las líricas quimeras que habíamos heredado de nuestros antecesores medievales, dejándonos de ellas sólo las cáscaras vacías, de repente se suscitaba un hecho así, hermoso y solitario, que exaltaba a nuestra época y la proyectaba en el tiempo hacia los áureos siglos de la auténtica caballería cuya nostalgia iluminó a Ariosto. Y lo mismo que el
Orlando
es un adiós nostálgico a la edad en que la realidad y la fantasía eran inseparables porque formaban una esencia única, sucesos minúsculos y maravillosos como el que motiva estas reflexiones, al desarrollarse repentinamente y encender de mágica claridad reverberante la atmósfera cotidiana del mercado prosaico del mundo, simbolizaban también, con sus últimos brotes esporádicos, la despedida desconcertada de una época en la que lo real y lo fantástico empezaban a clasificarse en distintos ficheros para siempre, a una época en que la generosa ilusión hizo flamear los estandartes poéticos.