Bomarzo (65 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
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Lorenzino había extremado la audacia de las alusiones. Luego se comentó que en el primer acto y en el cuarto, el bribón —a quien en el grupo de Alejandro de Médicis apodaban por broma el
filósofo
— había acentuado con exceso el tema de las visitas nocturnas a los conventos de monjas, cuando todos sabían que el duque practicaba esos escalamientos libidinosos en los de Santo Domingo y Santa María de los Ángeles, asilo de las doncellas nobles, y que en el tercero había deslizado una alusión malévola sobre Carlos Quinto, padre de la novia y amo político de su flamante yerno, pero la música, que el propio Lorenzino escogió refinadamente, envolvió con las sutilezas del clavicímbano y del órgano lo que después se interpretó como una crítica aguda del régimen ducal, disfrazada de chanzas carnavalescas, y hasta como un medio incisivo para irritar a los grandes ciudadanos de Florencia contra la arbitrariedad desdeñosa de su señor. Lorenzino, cuya privanza, según muchos, decaía, pues el duque había recibido varios mensajes de sus parientes celosos, quienes le prevenían que el primo favorito tramaba asesinarlo, se prodigaba, yendo y viniendo como un mico entre las filas del público. Lo detuve, cuando se recostó en mi silla fugazmente, y le sugerí que al otro día me invitara a Poggio a Caiano, a lo que en seguida accedió, para partir de un brinco hacia el sitial del duque, echarse a sus pies como un bufón ligero, y besar la mano de Margarita, que no sonrió ni una vez durante el espectáculo. La actitud de la duquesa fue objeto de interpretaciones. Algunos indicaron que no entendía suficientemente las finuras de la lengua toscana para captar el fuego chispeante, pero arguyeron varios que ni su carácter, heredado del de César, ni la severa educación que había recibido, le permitían tolerar aquellos atrevimientos. La virreina viuda de Nápoles, aventándose con el abanico, compartía la severidad de su conducta, afirmada en la rígida etiqueta de los Austrias, en tanto el duque como su círculo más cercano rieron de buena gana de las impúdicas osadías de
Aridosia
y, en premio de su labor, Alejandro regaló a Lorenzino un suntuoso ejemplar de Plauto, acaso para indicarle socarronamente que a nadie se le habían escapado los hurtos que le debía.

Por la tarde, en la plaza de San Lorenzo, asistimos al simulacro de un ataque a un castillo. Maerbale intervino en la pantomima, con una áurea armadura que pertenecía al duque de Florencia y que ostentaba en el casco un dragón de abiertas alas. Me pareció que, cuando galopaba como un paladín del Ariosto, junto a Pier Luigi Farnese, entre los gritos de las damas que aplaudían, no iba a asaltar ese tinglado de pobres maderas pintadas y embadurnadas sino los venerados bastiones de Bomarzo, cuyos muros se incendiaban en la roja tibieza del crepúsculo. Llevaba, tremolante en el brazo de acero, como un recuerdo de la medieval caballería platónica, una gasa, un favor azul. Silvio me dijo que Julia se lo había dado.

Desde mi infancia, no había vuelto yo a Poggio a Caiano. Regresé allá, guiado por Lorenzino y acompañado por Fabio Farnese y por Juan Bautista. Pero, así como no pude gozar de las ironías de la
Aridosia
, no pude gozar de los encantos de la villa célebre. En vano Lorenzaccio, para distraerme, citaba los versos en los que el Magnífico describe mitológicamente la construcción del palacio que encanta el Ombrone con el susurro de sus ondas. Inútilmente me señaló, encendido de orgullo, los frescos que pregonan el esplendor de Cosme el Viejo y de su hijo. Nada me retuvo; nada calmó mi agitación. Mirábamos las pinturas de Andrea del Sarto y de su dilecto Franciabigio, y otras imágenes se sucedían en mi mente. Era como si todas las efigies hubieran sido dibujadas por Sebastiano del Piombo, el retratista de Julia, porque su rostro, sus ojos profundos, de color misterioso, y su óvalo firme, modelado rotundamente como los de las estatuas antiguas, ascendían del secreto de los tonos como de espesas honduras acuáticas y suplantaban los rasgos de los banqueros metidos a príncipes. Lorenzino advirtió mi preocupación y se paró en mitad de un verso del
Ambra
que declamaba con énfasis:

—¿Qué acontece, Pier Francesco?

—Nada. Sigamos adelante.

Fabio me tomó una mano. Sentí la presión enjoyada de sus dedos. Hablaba con el pequeño Médicis de las fiestas del día anterior. Cada vez que Lorenzaccio mencionaba al duque, lograba que sus elogios parecieran bromas y que sus bromas parecieran elogios. ¿Podía sospechar mi cuñado lo que en ese instante hacía o se aprestaba a hacer su hermana, por inducción mía? ¿Quién iba a sospecharlo?

Lorenzino mencionó mi joroba. No fue exactamente
mi
joroba, sino
una
joroba, pero bastaba sugerirla delante de mí para que la insinuación se me aplicara de inmediato. Mi inquieto amigo lo había logrado, de muchacho, otras veces, sin incurrir en mi irritación. Era el único —poseía el privilegio de los bufones— que osaba incursionar en terreno tan peligroso. Se refirió a Diana de Poitiers, la amante del delfín de Francia, la adversaria de su parienta Catalina de Médicis.

—¿Sabes que tiene veinte años más que el Valois?

Yo lo había oído decir. Aquel extraño dominio de la mujer madura, viuda del gran senescal de Normandía, sobre el futuro rey adolescente, tímido, melancólico, tan distinto de su soberbio padre, suscitaba a la sazón inquietos comentarios. El propio Alejandro había explicado en rueda que Diana de Poitiers y Catalina de Médicis llevaban en las venas mucha sangre común, pues eran hijas de primos hermanos, de la rama de la Tour d’Auvergne. Probablemente, a pesar de la humillación que para la
Duchessina
significaba la victoria de la favorita triunfante, que hubiera podido ser madre suya por los años en que la aventajaba, Alejandro saboreaba la idea de aquel vínculo que mostraba cómo iba ensanchándose ya el follaje del árbol de los Médicis sobre las grandes casas de Europa.

—Lo que no sabrás es que el marido era giboso.

Enrojecí sin duda levemente, pero continué la conversación con simulada naturalidad.

—¿Qué marido?

—El de Madama Diana de Poitiers.

Lo ignoraba. Nadie se había atrevido a recordar esa anomalía estando yo presente.

—Era giboso y fue un notable guerrero. Mucho mayor que Diana, también. Y cuentan que el matrimonio ha sido ejemplar, hasta que la hermosa quedó viuda y se entusiasmó con Enrique de Francia, acaso estimulada por el padre de éste, por el rey Francisco. El rey esperaba que lo ayudaría a despabilar a su sucesor. No soporta que sus cortesanos carezcan de amantes, y menos que ninguno el heredero de su trono, por supuesto.

—¿Tuvieron hijos? ¿Su esposo y ella, tuvieron hijos?

—Sí. ¿Por qué no?

Me observó curiosamente. ¿Por qué no, en efecto? Yo era el único jorobado del mundo incapaz de tener hijos.

Siglos después de este diálogo, poco antes de la última guerra, recorrí la catedral de Rouen y me detuve frente a la tumba famosa de ese Louis de Brézé, casado con Diana, la seductora. Dos esculturas lo representan, en la pompa de las ornamentaciones. Una lo muestra semidesnudo, yacente, con la propia Diana de hinojos, orando piadosamente por su alma; la otra, en alto, proclama la gloria ecuestre del militar. En ninguna de ellas queda ni el menor rastro de su giba. Como Mantegna, cuando pintó a los marqueses Gonzaga; como Lorenzo Lotto, cuando pintó mi figura de alucinado poeta, el artista —tal vez Jean Goujon— suprimió la deformidad. Los artistas son dioses a su manera; corrigen las equivocaciones, las burlas de Dios. ¿Para qué proyectar la sombra de una joroba hacia el futuro?

Pero, por lo visto, mientras andaba por los castillos de Francisco I o lidiaba en Italia, Louis de Brézé tampoco había sufrido a causa de su joroba. Suya fue la mujer más bella de su tiempo, lo mismo que la más bella del mío Julia Gonzaga, lo fue del estropeado Colonna,
claudus ac mancus
. Si luego traicionó su memoria, Diana de Poitiers lo honró cuando vivía. En cambio yo… en cambio yo… yo mismo prostituía a mi noble Julia Farnese, en tanto departía con Lorenzaccio sobre cosas de Francia, y vagaba, con aparente indolencia, por las terrazas de Poggio a Caiano, asomándome a otear el paisaje sonriente hacia Florencia, hacia Prato, hacia Pistoia, por colinas, campos y jardines.

Mis acompañantes habían dejado caer el tema embarazoso. Parloteaban confusamente acerca de las bodas de Catalina de Médicis, acerca del manto flordelisado que en ellas había lucido el rey de Francia, acerca de las perlas enormes que cubrían a nuestra compatriota. No podían adivinar que esas mismas perlas pertenecerían después a María Estuardo y que Elizabeth de Inglaterra se las robaría a su desgraciada rival, cuando le troncharon la cabeza. Esos detalles, de haberlos conocido ellos, hubieran realzado algo la charla insulsa, pero la cronología limita las conversaciones. Por otra parte, no estaba yo con ánimos para habladurías palaciegas. Una angustia terrible me invadía el pecho. Quería regresar a Florencia, regresar cuanto antes. Sin dar explicaciones, descendí las escalinatas precipitadamente y salté a caballo. Galopé las cuatro leguas largas que separan a Poggio de la ciudad ducal, como si me llevaran las alas del viento. Detrás, Fabio y Juan Bautista espoleaban sus palafrenes. Lorenzino permaneció en el pórtico de la villa familiar, bajo el techo decorado por los della Robbia. Reía, sacudiéndose como un títere, y nos hacía ademanes y muecas disparatados, como si fuéramos tres locos.

A la puerta del palacio de los Médicis Popolani, me aguardaba Silvio. Por su actitud, por el rápido guiño con el cual me indicó, escaleras arriba, la dirección de nuestras habitaciones —pues delante de mis compañeros, y especialmente del hermano de Julia, no podía referirse a nuestra baja intriga— comprendí que todo se había consumado ya. Me lancé hacia el aposento de mi esposa. Empujé las puertas con un golpe brutal, y las cerré violentamente sobre las caras de mi escolta, girando la gruesa llave.

Julia estaba todavía a medio vestir. Me miró, asombrada, porque nuestras relaciones, como he dicho, se caracterizaban por un recato imbuido de ceremoniosa cortesía, y aunque ni una vez —ni entonces, ni después, ni nunca— aludí a lo que acababa de sucederle, entendió que estaba al tanto de su traición. Lo que no podía imaginar es que yo la había provocado con mi insensatez. Salió del lecho revuelto, y sus finas piernas brillaron un segundo, como espadas. Luego retrocedió, asustada, descalza, cubriéndose los pechos con las manos, hacia el fondo de la cámara penumbrosa. Sin duda temía que la matase. Pero yo, de un empellón, la volví a arrojar en la cama donde la había poseído mi hermano, y ahí, ferozmente, sin despojarme de la daga y del estoque que se enredaban en sus piernas y le arañaban la cintura, ensangrentándola, conseguí lo que no había conseguido hasta entonces. No había sido mía cuando debió, como lógica secuela de nuestra boda, y lo fue esa tarde, por despecho. El rencor y los celos me vigorizaron, barriendo mis ligaduras, mis turbaciones y mi flaqueza pusilánime, y lograron lo que no había obtenido el descubrimiento inicial de su belleza escondida, facilitada por las bendiciones y los contratos. No la maté, cuando me alcé, saciado por fin, desesperado, de las cobijas en las cuales flotaba el olor de Maerbale, porque, a pesar de mi enajenación extraviada, conservé bastante lucidez —la lucidez, el cálculo, jamás me abandonaban— para recordar el riesgo que el hijo de Cecilia Colonna implicaba para Bomarzo y que había sido el origen de aquel desastre, de aquel absurdo.

El Destino, que no perdía ocasión de mofarse de mí, había vuelto a jugarme una mala pasada de graves consecuencias. Para que yo pudiera darle a Bomarzo un heredero, fue menester que Maerbale se cruzara en mi camino y se posesionara, antes que yo, de mi mujer. Y fue menester que yo mismo lo combinara con la complicidad de un siervo. Diríase que mi sexualidad irresoluta, que trababan los complejos extraños, había requerido esa conmoción atroz, ese latigazo, para manifestarse. Sin el estímulo terrible de la rabia y la deslealtad, lo más probable es que Julia no me hubiera permitido y que mi vida se hubiera quemado a su vera, viéndola descaecer y marchitarse su lozanía. Ahora tendríamos un hijo, de ello estaba seguro, pero no sabría si era hijo mío o de Maerbale.

Ése —el peor de todos, el que más torturaría a mi vanidad, a mi sentido dinástico, a mi afán dominador, a mi necesidad de encontrar apoyos inamovibles que me ayudaran a proseguir mi andanza por el tremedal de la vida, sembrado de pantanos oscuros— sería mi castigo por lo que había hecho y por lo que me aprontaba a hacer, inexorablemente empujado por la fatalidad. Y lo monstruoso del caso, si bien se mira como ahora lo miro y lo mirará cualquiera, porque entonces, cegado por la pasión y prisionero de mi estructura miserable, me faltaban la calma y la perspicacia imprescindibles para advertirlo, es que yo era el único culpable de cuanto me acontecía. Mi existencia se pudo desenvolver plácidamente, normalmente, de no haber mediado los conflictos de mi carácter. Era duque, era rico, mi mujer era hermosa y pudiente, procedía de una de las casas más ilustres de Italia, de la que hubiera escogido, si se me hubiera dado a elegir entre nuestras viejas coronas; el propio Carlos Quinto me había armado caballero; había heredado una tierra y unas piedras admirables, densas de antiquísima sugestión; muchos envidiarían mi estado, mi lujo, mi influencia, mis entradas en la corte pontificia, mi trato de igual a igual con los grandes; gustaba del arte como un refinado; componía unos versos que no desmerecían junto a los de los poetas que me rodeaban; tenía una cara bella, aristocrática, unos ojos que reflejaban la majestad y la ironía y que detenían, turbados, a los ojos de los demás; mi capacidad sensual, como la de tantos hombres destacados de mi época, me situaba por encima de los prejuicios; Dios, su maravilla y su espanto, no me inquietaban todavía; me adoraba mi abuela, el ser más extraordinario que conocí; el azar oportuno había suprimido a quienes entorpecían mi progreso; si había nacido deforme, otros, bastantes otros, habían nacido así y lo superaron con personalidades menos prestigiosas que la mía; cuando vine al mundo me pronosticaron algo mágico, fabuloso, que me exaltaba sobre mis contemporáneos y que hacía de mí un individuo aparte, impregnado de desvelante misterio. Y sin embargo tronché, destrocé mi vida. Claro que para actuar de distinto modo, yo hubiera debido ser esencialmente distinto. No hubiera sido yo.

Partió Maerbale, con Cecilia, rumbo a Fondi, para visitar a Julia Gonzaga, su parienta, y Silvio partió detrás. Maerbale se despidió de mí como si nada hubiera sucedido. Su cinismo anuló mis escrúpulos, si alguno me quedaba. Evité que mi mujer y él se vieran, enviándola a nuestro castillo rápida y repentinamente, con el pretexto de haberme enterado de que mi abuela estaba grave. Aduje para no acompañarla, que permanecería en Florencia unos días más, pues debía concluir unas transacciones sobre mi feudo de Collepiccolo con Alejandro de Médicis, pero en verdad me demoré para aguardar las noticias de Silvio de Narni.

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