Bitterblue se hallaba en el armario de piedra recogiendo los últimos libros que quedaban cuando Giddon regresó.
—Continúa durante un buen trecho y acaba en una puerta majestad —informó—. Me costó muchísimo tiempo encontrar el resorte para abrirla. Comunica con el mismo corredor, en la zona oriental del castillo, donde empieza el túnel que da al distrito este, y está oculta detrás de un tapiz, igual que parece ocurrir con todas estas puertas. Solo vi el tapiz por detrás, pero parece representar un enorme felino salvaje de color verde que desgarra la garganta a un hombre. Me asomé al corredor. No creo que me viera nadie.
—Confío en que nadie más haya descubierto la relación entre animales de colores extraños y túneles —resopló Bitterblue—. Estoy furiosa con Po por no caer en la cuenta.
—Eso no es justo, majestad —dijo Giddon—. Po no ve colores y, de todos modos, no ha tenido tiempo para crearse un mapa mental de su castillo.
Ahora estaba furiosa consigo misma.
—Había olvidado lo de los colores. Soy una estúpida.
Antes de que Giddon tuviera ocasión de responder, se oyó un enorme estruendo en la distancia. Se miraron el uno al otro, alarmados.
—Tome, lleve estos —dijo Bitterblue, que le entregó casi todos los libros que quedaban y sostuvo en un brazo los demás.
Los ruidos seguían y llegaban de arriba, de la dirección de la habitación de Leck. Giddon y Bitterblue subieron corriendo la cuesta del pasadizo. En el dormitorio, Holt tenía levantado el bastidor de la cama y lo arrojó contra la alfombra, haciéndolo pedazos.
—Tío —gritó Hava, que intentaba agarrarlo del brazo—. Basta. ¡Para ya!
Bann forcejeaba con Hava en un intento de apartar a la chica, pero la soltaba cada vez que se transformaba en otra cosa y él gemía mientras se sujetaba la cabeza.
—La destruyó —repetía Holt una y otra vez, delirante, enarbolando trozos del armazón roto y descargándolos contra el suelo—. La destruyó. Le dejé que acabara con mi hermana.
El bastidor de la cama que destrozaba con tanta facilidad era un mueble de madera maciza. Las astillas volaban por toda la habitación, golpeaban esculturas, levantaban nubes de polvo. Hava cayó y él ni siquiera la miró. Bann arrastró a Hava lejos de la ira desatada de Holt, y la chica se acurrucó en el suelo, sollozando.
—¿Ha quitado todos los tablones de la puerta? —preguntó Bitterblue a Bann a gritos para hacerse oír. Falto de aliento, él asintió con la cabeza—. Entonces suban los libros por la escalera a mis aposentos, antes de que toda la guardia monmarda irrumpa por esa puerta para ver a qué se debe el jaleo —les ordenó a Giddon y a él. Después se acercó a Hava y la asió lo mejor que pudo, con los ojos cerrados, porque la joven seguía cambiando de apariencia y resultaba mareante.
—No podemos hacer nada —le dijo—. Hava, debemos dejarlo en paz hasta que se calme.
—Se odiará cuando haya pasado —comentó Hava, que hipaba y lloraba—. Es lo peor de todo. Cuando recobre el juicio y se dé cuenta de que perdió los estribos, se detestará.
—Entonces debemos quitarnos de en medio y ponernos donde no pueda hacernos daño —contestó Bitterblue—. Así podremos tranquilizarlo porque lo único que se ha roto ha sido el armazón de una cama.
No acudieron guardias. Cuando por fin el mueble quedó hecho trizas, Holt se sentó en el suelo entre los trozos y se echó a llorar. Hava y Bitterblue se acercaron a él; se sentaron a su lado mientras él empezaba con las disculpas y las manifestaciones de vergüenza. Intentaron aliviarlo de esa carga con palabras amables.
A la mañana siguiente, Bitterblue entró en la biblioteca con un diario debajo del brazo y se paró delante del escritorio de Deceso.
—Tu gracia de leer y recordar —le dijo—. ¿Funciona también con símbolos que no entiendes o solo con letras que sí conoces?
Deceso arrugó la nariz de una forma que hizo que pareciera que arrugaba toda la cara.
—No sé de lo que me habla, majestad —dijo.
—Un criptograma. Tú has escrito páginas enteras codificadas del libro sobre códigos que Leck destruyó. ¿Pudiste hacerlo porque entendías los criptogramas? ¿O es que recuerdas una sarta de letras aunque no tengan ningún significado para ti?
—Es una pregunta complicada —empezó Deceso—. Si puedo hacer que signifiquen algo, aunque sea algo estúpido que en realidad no sea lo que significa, entonces sí, hasta cierto punto, siempre que el pasaje no sea demasiado largo. Pero en el caso de los criptogramas del libro de códigos, majestad, pude reescribirlos porque los entendía y tenía memorizada su traducción. Pasajes de tal extensión, si hubiesen sido sartas de letras o de números al azar sin significado, me habrían resultado mucho más difíciles. Por fortuna, a mi mente se le dan bien los criptogramas.
—Se le dan bien los criptogramas —repitió Bitterblue, distraída, hablando más para sí misma que para él—. Tienes un don para mirar letras y palabras y encontrarles estructuras y significado. Así es como funciona tu gracia.
—Bueno, más o menos, majestad. La mayor parte del tiempo.
—¿Y si es un código de símbolos, en lugar de letras?
—Las letras son símbolos, majestad —razonó Deceso con gesto estirado—. Siempre se puede aprender más de ellas.
Bitterblue le tendió el libro que llevaba y esperó mientras el bibliotecario lo abría. Al ver la primera página, Deceso frunció las cejas en un gesto perplejo. Con la segunda, empezó a abrir la boca. Se apoyó en el respaldo de la silla, pasmado, y alzó los ojos hacia ella. Parpadeó con exagerada rapidez.
—¿Dónde lo ha encontrado? —preguntó en voz ronca, gutural.
—¿Sabes qué es?
—Está escrito de su puño y letra —susurró Deceso.
—¡De su puño y letra! ¿Cómo puedes afirmar tal cosa, cuando ninguno de esos signos se parece a nuestra escritura?
—Su letra era extraña, majestad. Seguro que lo recordáis. De forma sistemática, escribía de un modo raro algunas letras. Las escribía de un modo similar y, en algunos casos, idénticas a los símbolos de este libro. ¿Lo ve?
Con un dedo delgado, Deceso señaló un símbolo que parecía una «U» cruzada por un trazo oblicuo.
En efecto, Leck siempre había escrito la «U» con ese extraño trazo oblicuo que partía del extremo superior derecho de la letra. Bitterblue reconoció dicho rasgo y de repente se dio cuenta de que ella había intuido tal similitud desde que había abierto el primer libro por primera vez.
—Claro —dijo—. ¿Crees que este símbolo corresponde entonces a nuestra «U»?
—No sería un código cifrado muy bueno si fuera así.
—Pues este código es tu nuevo trabajo —decidió Bitterblue—. Solo he venido a pedirte que lo leyeras, con la esperanza de que pudieras memorizarlo o incluso copiarlo, a fin de que no se perdieran para siempre si se nos extraviaban. Pero ahora veo que eres el indicado para descifrar este código. No es un cifrado de sustitución simple, porque hay treinta y dos símbolos. Los he contado. Y tenemos treinta y cinco libros.
—¡Treinta y cinco!
—Sí.
Los extraños ojos de Deceso se habían humedecido. El bibliotecario tiró del libro hacia sí y lo sostuvo contra el pecho.
—Descifra el código —pidió Bitterblue—. Te lo suplico, Deceso. Puede que sea la única forma de que lleguemos a entender algo. Yo trabajaré también en ello, así como un par de mis espías a los que se les dan bien los códigos. Puedes guardar aquí tantos libros como quieras, pero nadie más debe verlos nunca, nunca. ¿Entendido?
Sin decir palabra, Deceso asintió. Entonces
Amoroso
, que estaba tumbado en el regazo del bibliotecario, se sentó y su cabeza asomó por el borde del escritorio, con el pelo proyectado en distintas direcciones de forma rara, como siempre, como si la piel no le encajara bien. Bitterblue ni siquiera se había dado cuenta de que estaba allí. Deceso lo recostó contra su pecho y lo sostuvo con firmeza, sujetando al gato y el libro como si temiera que alguien fuera a quitárselos.
—¿Por qué te dejó vivir Leck? —le preguntó Bitterblue.
—Porque me necesitaba. No podía controlar el conocimiento a menos que supiera cuál era el conocimiento y dónde encontrarlo. Le mentía siempre que podía. Fingía que su gracia tenía efecto en mí aunque no era así; salvé todo lo que pude; reescribí lo que me fue posible y lo escondí. Pero no era suficiente; nunca lo fue —dijo con voz ronca—. Expolió y destruyó su biblioteca y las de otros, y yo no pude impedírselo. Cuando sospechaba de mí, me hacía cortes y, cuando me pillaba en una mentira, torturaba a mis gatos.
Una lágrima se deslizó por la cara de Deceso.
Amoroso
empezó a debatirse por estar sujeto con tanta fuerza. Bitterblue comprendió que el pelaje de un gato podía quedarle raro en el cuerpo si le habían cortado la piel con cuchillos. Y el alma de un ser humano se estremecería con incomodidad en torno a su cuerpo si la persona había estado sola con el horror y el sufrimiento durante demasiado tiempo.
Ella no podía hacer nada para mitigar semejante sufrimiento. Tampoco quería atemorizar a Deceso con un comportamiento efusivo. Pero marcharse sin darse por enterada de todo lo que el bibliotecario había dicho tampoco era una opción. ¿Había algo que fuera correcto hacer? ¿O solo mil cosas contraproducentes?
Bitterblue rodeó el escritorio para ir hacia él y posó una mano con suavidad en el hombro del bibliotecario. Cuando Deceso inhaló y exhaló aire una vez, de forma irregular, Bitterblue obedeció un sorprendente impulso, se inclinó y le besó la seca frente. Él respiró otra vez antes de susurrar:
—Descifraré este código para usted, majestad.
En su despacho, con Thiel al timón, los documentos pasaban con más fluidez por el escritorio de Bitterblue de lo que lo habían hecho hacía semanas.
—Ahora que es noviembre —le dijo al consejero—, supongo que tendremos pronto respuesta de mi tío con su asesoramiento respecto a cómo habré de indemnizar a la gente a la que Leck perjudicó. Le escribí a principios de septiembre, ¿recuerdas? Será un alivio ponerme a trabajar en eso. Me parecerá que realmente estoy haciendo algo.
—Mi teoría respecto a esos restos óseos del río es que son de cuerpos arrojados al agua por el rey Leck, majestad —contestó Thiel.
—¿Qué? —preguntó Bitterblue, sobresaltada—. ¿Tiene eso algo que ver con una indemnización a los afectados?
—No, majestad. Pero la gente hace preguntas sobre los restos óseos y me planteaba si no deberíamos emitir un comunicado explicando que el rey Leck se deshizo de ellos. Eso pondría fin a la especulación, majestad, y nos permitiría centrarnos en asuntos como la indemnización.
—Comprendo. Preferiría esperar hasta que Madlen haya concluido su investigación, Thiel. En realidad aún no sabemos cómo llegaron esos restos allí.
—Por supuesto, majestad —aceptó Thiel con absoluta corrección—. Entre tanto, redactaré el comunicado a fin de que esté listo para publicarlo sin tardanza.
—Thiel. —Bitterblue dejó la pluma y lo miró—. ¡Preferiría que dedicaras el tiempo a la incógnita de quién está incendiando edificios y matando a gente en el distrito este, en lugar de redactar un comunicado que quizá no llegue a publicarse nunca! Ahora que el capitán Smit está «ausente» —añadió, procurando que la palabra no destilara demasiado sarcasmo—, entérate de quién está al cargo de la investigación. Quiero informes a diario, igual que antes, y quizá no esté de más decirte que he perdido la confianza en la guardia monmarda. Si sus miembros desean convencerme de que cambie de opinión, habrán de hallar algunas respuestas que encajen con las que están encontrando mis espías, y deprisa.
Naturalmente sus espías no habían encontrado nada. Nadie en la ciudad tenía nada útil que ofrecer; los espías enviados a investigar los nombres de la lista de Teddy tampoco descubrían nada. Pero ni la guardia monmarda ni Thiel tenían por qué saberlo.
Entonces, una semana después de que Madlen y Zaf partieran hacia Ciervo Argento, Bitterblue recibió una carta que —posiblemente— dilucidaba por qué sus espías no hallaban ninguna respuesta.
La primera parte de la misiva estaba escrita con la letra extraña e infantil de Madlen.
Estamos recuperando cientos de huesos. Miles, majestad. Su Zafiro y su equipo los están sacando más deprisa de lo que yo puedo llevar la cuenta. Me temo que no puedo decirle gran cosa respecto a esos restos, aparte de lo más esencial. Casi todos son huesos pequeños. He encontrado trozos de, al menos, cuarenta y siete cráneos, y estoy intentando recomponer los esqueletos. Hemos instalado un laboratorio improvisado en las habitaciones vacías de una posada. Tenemos suerte de que al posadero le interese la ciencia y la historia. Dudo que otros hosteleros quisieran tener sus habitaciones llenas de restos óseos.