—Ah. —Madlen se quedó pensativa—. No sabría decirle, majestad. Estuvo callado y yo pensé que los huesos le habían vuelto más comedido. Tal vez lo indujeron a plantearse que usted es la reina y a tener en cuenta los problemas a los que se enfrenta.
—Sí, tal vez. —Bitterblue suspiró—. ¿Entramos al cuarto de baño?
Uno de los diarios de Leck descansaba, abierto, a los pies de la cama, donde Bitterblue había estado estudiándolo. Al pasar por delante de las páginas, Madlen se paró de golpe, impresionada.
—¿Se te dan bien los códigos, Madlen? —preguntó Bitterblue.
—¿Los códigos? —repitió la sanadora, con aparente desconcierto.
—No debes decírselo a nadie, ¿me has entendido? A nadie. Es un criptograma escrito por Leck, y nos está dando un trabajo ímprobo descodificarlo.
—Claro. Es un criptograma.
—Sí —dijo Bitterblue con paciencia—. Hasta ahora, ni siquiera hemos conseguido identificar el significado de un solo símbolo.
—Ah. —Madlen observó la página con más atención—. Entiendo a lo que se refiere. Es un criptograma y usted cree que cada símbolo representa una letra.
Bitterblue llegó a la conclusión de que a Madlen no se le daban bien los códigos cifrados.
—¿Acabamos ya con esto? —dijo.
—¿Cuántos símbolos hay, majestad? —inquirió la sanadora.
—Treinta y dos —respondió—. Ven por aquí.
No llevar la escayola era maravilloso. Podía tocarse el brazo otra vez. Podía rascarse la piel y frotarla; se lo podía lavar.
—No volveré a romperme un hueso —anunció mientras Madlen le enseñaba una serie nueva de ejercicios—. Me encanta mi brazo.
—Algún día sufrirá otro ataque, majestad —dijo con severidad la sanadora—. Ponga atención a los ejercicios para que así esté fuerte de nuevo cuando llegue ese día.
Después, cuando Bitterblue y Madlen salieron juntas del cuarto de baño, encontraron a Raposa parada al pie de la cama, mirando el libro cifrado de Leck y sosteniendo una de las sábanas de Cinérea en las manos.
Bitterblue tomó una decisión de forma instantánea.
—Raposa —dijo en voz placentera—, había confiado en que, a estas alturas, ya sabrías que no debes hurgar en mis cosas cuando no estoy presente. Deja eso y salgamos.
—Lo siento, majestad. —Raposa soltó la página como si se hubiera prendido fuego—. Estoy muy avergonzada. No encontraba a Helda, ¿comprende?
—¡Vamos!
—La puerta de su dormitorio estaba abierta, majestad —continuó la graceling mientras salían—. La oí hablar a usted, así que me asomé. Las sábanas estaban amontonadas en el suelo y la que estaba encima era tan preciosa con esos bordados que me acerqué para verla mejor. No pude resistirlo, majestad. Lo siento mucho. Le traía cierta información, ¿sabe?
Bitterblue acompañó a Madlen a la puerta y luego llevó a Raposa a la sala de estar.
—Muy bien —empezó con calma—. ¿Qué información es esa? ¿Has encontrado a Gris?
—No, majestad, pero he oído rumores en los salones de relatos que hablan de que Gris tiene la corona, y de que se sabe que Zafiro es el ladrón.
—Mmmm… —musitó Bitterblue, sin costarle ni pizca fingir preocupación ya que su inquietud era genuina, aun cuando para sus adentros estuviera dándole vueltas a un centenar de otras cosas.
Raposa, que siempre se encontraba cerca cuando ocurría algo delicado. Raposa, que sabía un montón de secretos de Bitterblue, mientras que Bitterblue apenas sabía nada de ella. ¿Dónde vivía cuando estaba fuera del castillo? ¿Qué clase de gente animaba a su hija a que trabajara en esos horarios tan raros, que anduviera por ahí con un puñado de ganzúas en el bolsillo, que fisgoneara y buscara congraciarse con los demás?
—¿Cómo te hiciste sirviente del castillo, Raposa, si no vives aquí? —preguntó Bitterblue.
—Mi familia ha servido a la nobleza durante generaciones, majestad. Siempre hemos sido propensos a vivir fuera del hogar de nuestros patrones; es nuestra costumbre.
Cuando Raposa se marchó, Bitterblue fue a buscar a Helda. La encontró en su dormitorio, sentada en un sillón verde y haciendo calceta.
—Helda, ¿qué te parecería que hiciéramos seguir a Raposa?
—Cielos, majestad —exclamó Helda, las agujas tintineando a un ritmo sosegado—. ¿Las cosas han llegado a eso?
—Es que… No me fío de ella, Helda.
—¿Y a qué se debe esa desconfianza?
Bitterblue se quedó en silencio un instante, pensativa.
—A que hace que se me erice el pelo de la nuca —contestó.
Al día siguiente, Bitterblue se encontraba en la panadería real, aporreando firmemente con el brazo cansado una bola de masa, cuando al alzar la vista se encontró con el bibliotecario dando brincos delante de ella.
—Deceso —exclamó, estupefacta—. Pero ¿qué diantre…?
El hombre tenía una mirada sobreexcitada. La pluma que se había puesto encima de la oreja le goteaba tinta en la camisa, y llevaba telarañas enganchadas en el cabello.
—He encontrado un libro —susurró el bibliotecario.
Limpiándose las manos, Bitterblue lo apartó de Anna y sus ayudantes, los cuales intentaban disimular la curiosidad.
—¿Has encontrado otro libro cifrado? —le preguntó en voz baja.
—No, he encontrado un libro completamente nuevo. Uno que descifrará el criptograma.
—¿Es un libro de códigos?
—¡Es el libro más maravilloso del mundo! —exclamó Deceso—. ¡No sé de dónde ha salido! ¡Es un libro mágico!
—Vale, vale, está bien —trató de tranquilizarlo Bitterblue, que lo condujo hacia las puertas a través del estrepitoso trajín que reinaba en el resto de la cocina, procurando que se sosegara y conteniéndolo para que no se pusiera a cantar y a bailar todo el trecho. No estaba preocupada por la cordura del bibliotecario; o, al menos, no más de lo que se preocupaba por la cordura de cualquier morador del castillo. Ella sabía que los libros podían ser mágicos.
—Muéstrame ese libro.
Era un volumen grande, gordo y rojo; y resultaba espectacular.
—Comprendo —dijo Bitterblue, que compartía la excitación del bibliotecario mientras lo hojeaba.
—No, ni mucho menos —la contradijo Deceso—. No es lo que usted cree.
Ella imaginaba que ese libro era una especie de clave enorme, extensísima, que mostraba lo que cada palabra de símbolos de Leck significaba realmente. La razón de pensar que se trataba de eso era que la primera mitad del libro la componían páginas y páginas de palabras que Bitterblue sabía interpretar por pertenecer al lenguaje común de los siete reinos, y a cada una de las palabras la seguía otra de símbolos.
La mitad posterior del libro parecía tener la misma información, solo que al revés: primero las palabras de símbolos, seguidas por las palabras equivalentes en común. Lo interesante era que la grafía parecía por completo aleatoria. Una palabra de cuatro letras en el común, «care», aparecía con una grafía de tres símbolos, mientras que otra en la que también habían ces, aes y erres solo compartía un símbolo igual a los que usaba «care».
También era interesante el hecho de que alguien corriera tanto riesgo con un criptograma al permitir que existiese un libro así. El criptograma de Leck, desde luego, era infrangible, siempre que ese libro se guardara donde nadie pudiera hallarlo.
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó a Deceso, de repente temerosa de que el ejemplar se desintegrara, se prendiera fuego o lo robaran ladrones—. ¿Hay más copias?
—No es la clave del criptograma de Leck, majestad —dijo Deceso—. Sé que cree que es eso, pero se equivoca. Lo he probado y no funciona.
—Tiene que serlo —insistió Bitterblue—. ¿Qué otra cosa podría ser?
—Un diccionario para traducir el lenguaje común a otra lengua nueva y viceversa, majestad.
—¿Qué quieres decir? —Bitterblue soltó el libro en el escritorio, al lado de
Amoroso
. Era enorme y los brazos se le habían cansado de sostenerlo; además, empezaba a estar irritada.
—Quiero decir lo que he dicho, majestad. Los símbolos de Leck son las letras de un lenguaje completo. Es un diccionario de dos idiomas: todas las del lenguaje común de los siete reinos traducido al suyo, y todas las palabras del suyo traducidas a las del común. Mire.
El bibliotecario le mostró de nuevo la página de antes, donde había palabras que empezaban por la «c», en orden alfabético. Dentro había una hoja garabateada por él en la que había tres columnas escritas.
—Majestad, veréis que he copiado ocho vocablos de esa página del libro, donde aparecen palabras del común en orden alfabético, a la izquierda. En el centro he copiado los símbolos que son sus equivalentes en esa lengua nueva. Y he agregado una tercera columna con las palabras en nuestro idioma. Creo que debería hacerse una copia de este diccionario con las palabras de nuestro idioma y el lenguaje de símbolos. Os voy a enseñar algo, majestad.
El bibliotecario pasó las páginas del volumen hasta llegar al principio, donde aparecían treinta y dos símbolos escritos en columnas, cada uno con una letra o una combinación de letras escritas al lado.
—Mi teoría es que esta página es una guía fonética para que personas como nosotros, que hablamos otro idioma, sepamos cómo pronunciar los símbolos —explicó Deceso—. Nos muestra cómo pronunciar las «letras» de este nuevo lenguaje, ¿ve?
Todo un lenguaje nuevo. Un lenguaje de símbolos. Ese era un concepto totalmente extraño para Bitterblue, tanto que deseaba creer que era el idioma privado de Leck, uno que él había inventado para crear codificaciones. Solo que, la última vez que había supuesto que Leck se había inventado algo, Katsa había entrado en sus aposentos con la pelambre de una rata del color de uno de los ojos de Po.
—Si existen otras tierras al este —susurró Bitterblue—, supongo que lo más probable es que tengan un idioma por completo diferente al nuestro, e incluso que lo escriban con símbolos, en lugar de letras.
—Sí —convino Deceso, que brincaba por la excitación.
—Un momento —dijo Bitterblue al caer de pronto en algo—. Este libro no está manuscrito, sino impreso.
—¡Sí! —gritó el bibliotecario.
—Pero… ¿Dónde hay una imprenta con moldes de tipos para estos símbolos?
—¡No lo sé! —gritó de nuevo Deceso—. ¿No es maravilloso? ¡Forcé la puerta y entré en la imprenta en desuso del castillo, majestad, y la registré por completo, pero no hallé nada!
Bitterblue ni siquiera estaba enterada de que hubiera una imprenta en desuso.
—¿Eso explica lo de las telarañas en el pelo?
—¡Puedo indicarle cómo se dice la palabra «telaraña» en esta lengua, majestad! —gritó Deceso, que a continuación masculló algo que sonaba como el nombre de un nuevo tipo de pastel exquisito:
jopcuepain
.
—¿Qué? —preguntó Bitterblue—. ¿Es que ya lo has aprendido? ¡Cielos benditos! ¿Has leído el libro y has aprendido todo un idioma nuevo? —Notó que necesitaba sentarse, así que rodeó el escritorio y se dejó caer en la silla del bibliotecario—. ¿Dónde encontraste este libro?
—Estaba en esa estantería —contestó Deceso, que señaló la que había justo enfrente del escritorio, a unos cinco pasos de distancia.
—¿No es esa la sección de matemáticas?
—Justo esa, majestad —confirmó Deceso—; llena de volúmenes finos y encuadernados en cuero oscuro, que es por lo que este enorme y rojo ejemplar me llamó la atención.
—Pero… ¿cuándo…?
—¡Lo vi esta mañana! ¡Apareció durante la noche, majestad!
—Qué extraordinario —comentó Bitterblue—. Hemos de descubrir quién lo puso ahí. Le preguntaré a Helda. Pero ¿me estás diciendo que este libro no hace que los libros de Leck sean coherentes?
—Si se utiliza como clave, majestad, el contenido de los libros de Leck es un galimatías.
—¿Has probado a utilizar la clave de fonética? A lo mejor, si pronuncias los símbolos sonarían como nuestras palabras.
—Sí, majestad, probé a hacerlo así —contestó el bibliotecario, que se situó junto a ella detrás del escritorio, se arrodilló y abrió el cajón cerrado con la llave que llevaba colgada al cuello. Sacó uno de los diarios de Leck al azar, lo abrió por la mitad y, siguiendo con el dedo los símbolos, empezó a leer en voz alta:
—
Wayng eezh wghee zhdzlby ayf ypayzhgghnkeeog
guión
khf
…
—Sí, me has convencido, Deceso —dijo Bitterblue—. ¿Y si transcribes ese horrible sonido en nuestros caracteres? ¿Se convierte en un código que podríamos descifrar?