—Creo que es mucho menos complicado que eso, majestad. Creo que el rey Leck escribía en criptografía este otro idioma.
Bitterblue parpadeó.
—Quieres decir como lo hacemos en nuestro idioma, pero en el suyo —aventuró.
—Exactamente, majestad. Creo que todo nuestro trabajo para identificar el uso de una clave de seis letras no ha sido en vano.
—Y… —Bitterblue había apoyado la frente en el tablero del escritorio y gimió—. ¿Consideras eso menos complicado? Para descifrar este criptograma no solo necesitaremos aprender otro idioma, sino que habremos de obtener una información completa sobre dicha lengua. Como por ejemplo, qué símbolos se utilizan con más frecuencia y en qué proporción con los otros. Qué palabras tienden a usarse juntas. ¿Y qué pasa si no es un código con alfabetos distintos aplicados de forma alternativa y una clave de seis símbolos? ¿O si hay más de una clave de seis símbolos? ¿Cómo vamos a poder adivinar una clave en otro idioma? Y si alguna vez conseguimos descifrar algo, ¡el texto descifrado seguirá estando en otra lengua!
—Majestad —empezó Deceso con solemnidad, todavía arrodillado a su lado—, será el desafío mental más difícil al que me he enfrentado nunca, y el más importante.
Bitterblue alzó la cabeza del tablero y volvió la vista hacia el hombre. Todo él parecía resplandecer, y de pronto Bitterblue entendió al bibliotecario; comprendió su devoción por un trabajo difícil pero importante.
—¿De verdad has aprendido ya el otro idioma?
—No, apenas he empezado. Será un proceso lento y arduo.
—A mí me supera, Deceso. Podría aprender algunas palabras, pero no creo que mi mente sea capaz de seguir la tuya en la descodificación. No podré ayudarte. Además, me aterroriza que cargues con tanta responsabilidad tú solo. Algo tan grande como esto no debería depender exclusivamente de una única persona. Nadie debe saber lo que estás haciendo o tu vida correrá peligro. ¿Necesitas algo o quieres alguna cosa que pueda proporcionarte para facilitarte la tarea?
—Majestad, me ha dado todo cuanto anhelo. Es usted la reina con la que sueña cualquier bibliotecario.
Pensó que ojalá pudiera aprender a ser la reina con la que soñaban aquellos que tenían otro tipo de consideraciones más prácticas.
Por fin recibió una carta codificada de su tío Ror, que accedía —aunque con acritud— a viajar a Monmar con un generoso contingente de la armada lenita. Decía:
No es algo de mi agrado, Bitterblue. Sabes que evito involucrarme en los asuntos de los cinco reinos del continente. Te recomiendo encarecidamente que tú hagas lo mismo, y no concibo que no me hayas dejado otra alternativa que ofrecerte mi armada para protegerte de sus arbitrariedades.
Su primo Celaje también enviaba una carta cifrada, como hacía siempre, ya que las letras decimoctavas de cada frase del texto de la carta descifrada de Celaje siempre se encadenaban para crear la clave de la siguiente carta de Ror. Su primo decía:
Padre haría por ti casi todo, prima, pero con esto has conseguido enojarlo a más no poder. Me tomé unas largas vacaciones en el norte con tal de escapar de sus gritos. Estoy realmente impresionado contigo. Sigue así. No nos haría maldita gracia que se sintiera demasiado pagado de sí mismo en la vejez. ¿Qué se cuenta mi hermanito?
La cosa no podía estar tan mal si Celaje se lo tomaba a broma. Y para ella era un gran alivio saber, por un lado, que estaba en condiciones de influir en Ror, y por otro, que su tío aún era lo bastante enérgico para protestar. Eso sugería la posibilidad de que, algún día, se produjera un equilibro de poder entre ellos dos… Si es que conseguía convencer a su tío de que ya era mayor, que había madurado. Y de que, a veces, tenía razón.
Bitterblue pensaba que Ror se equivocaba en ciertas cosas. El aislamiento de Lenidia de los otros cinco reinos del continente era un lujo para un reino insular, pero quizás, en su opinión, también era un poquitín hipócrita por parte de Ror. Ella, su sobrina, era la reina de Monmar, en tanto que su hijo era uno de los cabecillas del Consejo. De los siete reinos, el de Ror era el más acaudalado y el más justo y, en una época en la que se destronaban monarcas y los reinos renacían sacudidos por convulsiones, Ror tenía la capacidad de ser un firme ejemplo para el resto del mundo.
Bitterblue quería llegar a ser otro firme ejemplo con él. Deseaba hallar la forma de construir una nación que otras naciones desearan imitar.
Qué extraño que Ror no hubiese hecho la menor mención al tema de las indemnizaciones en la carta; ella le había enviado una para pedirle consejo sobre la indemnización a las víctimas de abusos por parte de Leck antes de enviar la siguiente pidiéndole que el próximo viaje lo hiciera acompañado por su armada. Quizá la carta sobre la flota lo había alterado tanto que se había olvidado del otro asunto. Quizá… Quizás ella podría empezar sin su consejo. Quizás era algo que ella podía planear con la ayuda de las pocas personas que gozaban de su confianza. ¿Y si tuviera consejeros, administradores, ministros que le hicieran caso? ¿Y si dispusiera de consejeros que no tuviesen miedo de su propio dolor, a los que las cosas del reino que aún no habían sanado no los asustaran? ¿Y si no tuviera que estar luchando siempre contra aquellos que deberían ayudarla?
Qué cosa tan extraña era ser reina. A veces, sobre todo durante los pocos minutos al día que Madlen le permitía trabajar la masa de pan, solía darle vueltas a esas ideas.
«Si Leck procedía de alguna tierra al este de las montañas y mi padre era natural de Lenidia, ¿cómo he llegado a ser la soberana de Monmar? ¿Cómo puedo serlo sin llevar una sola gota de sangre monmarda en mis venas?».
Aun así, era incapaz de imaginarse como otra persona distinta; su condición de reina era algo que no podía separar de su condición de persona. Había ocurrido muy deprisa; con el lanzamiento de una daga. Bitterblue había contemplado a través de una estancia el cuerpo de su padre muerto y había sabido en lo más hondo de su ser en lo que acababa de convertirse. Y así lo había dicho en voz alta aquel día: «Soy la reina de Monmar».
Si consiguiera encontrar a la gente adecuada, gente en la que pudiera confiar que iba a ayudarla, ¿empezaría a asumir la verdadera razón de ser de una reina?
Y luego, ¿qué? Monarquía era tiranía. Eso se había demostrado con el reinado de Leck. Si encontrara la gente adecuada que la ayudara, ¿habría alguna forma de cambiar eso también? ¿Podía una reina con su poder organizar su administración de manera que sus ciudadanos tuvieran asimismo poder para manifestar sus necesidades?
Había algo en el acto de trabajar la masa de pan que la hacía tener los pies en la tierra. También lo hacían sus vagabundeos, sus constantes exploraciones por el castillo. Un día que necesitaba velas para la mesilla de noche, fue a buscarlas ella misma al cerero. Al reparar en la rapidez con que crecía su vestuario con vestidos de falda pantalón, así como el hecho de que las mangas habían vuelto a ser como antes, sin botones, le pidió a Helda que le presentara a su costurera. Sintiendo curiosidad al oír el ruido de loza fuera, irrumpió en la sala de estar para abordar al muchacho que iba todas las noches a retirar los platos de la cena; y entonces deseó haber controlado su impulso y pensar mejor lo que iba a hacer, porque resultó que no era un muchacho. Era un hombre joven, moreno, muy guapo, con unos hombros fantásticos y un modo maravilloso de mover las manos, y ella llevaba puesta una bata de color rojo intenso y unas zapatillas rosas muy grandes, tenía el cabello hecho un desastre y una mancha de tinta en la nariz.
El funcionamiento del castillo a su alrededor era muy satisfactorio. Al cruzar una vez el patio mayor con un frío que se le metía en los huesos, había visto a Zaf encaramado en la plataforma, y a unos trabajadores quitando el hielo de los desagües. Había visto caer copos en el cristal y el agua de la nieve fundida precipitarse en la fuente. En mitad de la noche, hombres y mujeres puestos de rodillas en los pasillos pulían los suelos con paños suaves mientras la nieve se acumulaba encima, en los techos de cristal. Empezó a reconocer a la gente con la que se cruzaba. No se habían hecho progresos en la búsqueda de alguien que hubiera presenciado el alumbramiento del diccionario rojo, pero, cuando Bitterblue visitaba a Deceso en la biblioteca, aprendía el nuevo alfabeto, observaba al hombre mientras trazaba cuadrículas alfabéticas y diagramas de frecuencia de letras, y lo ayudaba a seguir la pista de las cifras.
—A su lenguaje le dan un nombre que podríamos pronunciar, más o menos, «delian», que sería «valense» en nuestro idioma, majestad. Y llaman, o al menos lo llama Leck, «gracelingio» al idioma común de los siete reinos.
—Valense… ¿Como un derivado o un adjetivo del nombre falso del río? Me refiero al río Val.
—Sí, majestad.
—¿«Gracelingio»? ¿El nombre que le dan al idioma común de los siete reinos es «gracelingio»? —inquirió, sin salir de su asombro.
—Sí.
Hasta el trabajo de Madlen de agrupar los huesos en esqueletos, con los que tenían ocupados los laboratorios de la enfermería y una de las salas de pacientes, reconfortaba a Bitterblue. Esos huesos eran la verdad de algo que Leck había hecho, y Madlen estaba intentando volverlos a su ser. Para Bitterblue era un modo de mostrarles respeto.
—¿Qué tal va su brazo, majestad? —le preguntó Madlen, que sostenía en las manos lo que parecía un puñado de costillas y las miraba como si fueran a hablarle.
Bitterblue sabía que la sanadora tenía razón al actuar así, porque había poder en tocar las cosas. Asiendo ese hueso partido, sentía el dolor que la persona había sentido cuando se rompió. Sentía la tristeza de una vida que había acabado demasiado pronto, y de un cuerpo del que se había deshecho alguien como si no fuera nada; sentía su propia muerte, que llegaría algún día. En eso también había una intensa tristeza. Bitterblue no acababa de asumir la idea de la muerte.
En la panadería, inclinada sobre la masa de pan, empujándola y dándole la forma de algo elástico, empezó a entender una cosa con claridad: como a Deceso, a ella también le gustaban los quehaceres pesados, difíciles y enrevesados que rayaran lo imposible. Aprender a ser reina sería una tarea lenta, ardua. Conseguiría darle un nuevo sentido al significado de ser reina y la reforma de ese significado reformaría el reino.
Y entonces, el mismo día que empezaba diciembre, mientras forzaba los cansados brazos al límite, alzó los ojos de la mesa de la panadería. Deceso estaba delante de ella. Bitterblue no necesitó preguntar nada. Por la expresión radiante en la cara del bibliotecario, lo supo.
E
n la biblioteca, Deceso le entregó un trozo de papel:
—La clave es
ozahaleegh
—dijo Bitterblue, aunque le costó pronunciar la palabra extraña.
—Sí, majestad.
—¿Y qué significa?
—Significa monstruo, majestad, o bestia. Aberración, mutante.
—Como él —susurró Bitterblue.
—Sí, majestad. Como él.
—La línea superior es el alfabeto normal —dedujo Bitterblue—. Los seis alfabetos cifrados subsecuentes empiezan en la primera casilla con cada uno de los seis símbolos que componen la palabra
ozahaleegh
.
—Sí.
—Para descifrar la primera letra de la primera palabra de un texto utilizamos el alfabeto número uno. Para la segunda letra, el alfabeto número dos, y así sucesivamente. Para la séptima letra, volvemos al alfabeto número uno.
—Sí, majestad. Lo entendéis perfectamente.
—¿No es un poco complicado para escribir un diario, Deceso? Yo utilizo una técnica de codificación similar en mis cartas con el rey Ror, pero son cartas breves y como mucho escribo una o dos al mes.
—Escribirlo no habría sido en exceso difícil, majestad, pero sí habría resultado un terrible enredo intentar volver a leerlo. Parece un poco extremado, sobre todo si se tiene en cuenta que aquí nadie más hablaba el idioma valense.
—Él lo exageraba todo —comentó Bitterblue.
—Mire, tomemos por ejemplo la primera frase de este libro —propuso el bibliotecario, que acercó el libro y copió la primera línea:
—Descifrada se leería…
Los dos, Deceso y Bitterblue, garabatearon en el papel secante del bibliotecario durante un rato y después compararon los resultados descifrados: —¿Son palabras de verdad esos símbolos? —preguntó Bitterblue.