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Yah weensah kahlah ahfrohsahsheen ohng khoho nayzh yah hahntaylayn dahs khoh neetayt hoht
—leyó en voz alta Deceso—. Sí, majestad. En común significa… —Apretó los labios con gesto pensativo—. «The winter…».
—No —le interrumpió Bitterblue—. Dime lo que significa en nuestro idioma, Deceso —pidió.
—De acuerdo, majestad. Significa: «La fiesta invernal se aproxima y no tenemos las velas que necesitamos». He tenido que hacer algunas suposiciones respecto a las terminaciones verbales, majestad, y la estructura de las frases en su idioma difiere de la nuestra, pero creo que esa traducción es correcta.
Pasando los dedos por los garabatos descifrados, Bitterblue susurró las extrañas palabras valenses. En alguna que otra sílaba, el sonido tenía cierto parecido con los de su propio idioma, pero había que ponerle mucha imaginación:
yah weensah kahlah
, la fiesta invernal.
—A fin de memorizar tantísimo contenido, majestad, tendré que descifrar el texto al mismo tiempo que lo leo. Mientras lo hago, también podría aprovechar para completar la traducción a nuestro idioma, a fin de que tenga usted algo que examinar.
—Confío en que los treinta y cinco libros no traten sobre las existencias de suministros y el abastecimiento para fiestas.
—Me pasaré la tarde traduciendo, majestad, y le traeré los resultados —prometió Deceso.
Entró en la sala de estar esa noche mientras ella tomaba una cena tardía con Helda, Giddon y Bann.
—¿Te encuentras bien, Deceso? —le preguntó Bitterblue, porque el aspecto del bibliotecario era… En fin, volvía a parecer un viejo infeliz, sin el brillo de triunfo que tenía en los ojos horas antes.
Deceso le tendió un pequeño fajo de papeles envueltos en cuero.
—Se lo dejo aquí, majestad —dijo con gravedad.
—Oh. —Bitterblue comprendió—. Entonces, ¿no son suministros para fiestas?
—No, majestad.
—Deceso, lo siento. Sabes que no tienes que hacer esto.
—Sí he de hacerlo, majestad —la contradijo, dispuesto a dar media vuelta para marcharse—. Y usted también.
Instantes después, las puertas exteriores se cerraban tras él. Mirando la envoltura de piel que tenía en las manos, Bitterblue deseó que el bibliotecario no se hubiese ido tan pronto.
En fin, nada se acabaría nunca si esas hojas le daban tanto miedo que no empezaba a leerlas. Tiró de la cinta, apartó la cubierta a un lado, y leyó la línea de introducción.
Las niñas pequeñas son aún más perfectas cuando sangran.
Bitterblue cerró de golpe la cubierta de piel. Se quedó sentada, en silencio, durante unos segundos. Después, alzando los ojos, miró a sus amigos de uno en uno.
—¿Querrán quedarse conmigo mientras leo esto, por favor? —preguntó.
—Sí, por supuesto —respondieron.
Recogiendo las páginas, Bitterblue se dirigió hacia el sofá, se sentó y se puso a leer.
Las niñas pequeñas son aún más perfectas cuando sangran. Eso es un gran consuelo para mí cuando mis otros experimentos salen mal.
Estoy intentando determinar si las gracias radican en los ojos. Tengo luchadores y mentalistas, y es una simple cuestión de intercambiarles los ojos para después comprobar si sus gracias han cambiado. Pero siguen muriendo. Y los mentalistas resultan tan problemáticos, saben tan a menudo lo que está ocurriendo que tengo que amordazarlos para impedir que difundan su conocimiento a los demás. Las graceling luchadoras no abundan, y me enfurece tener que desperdiciarlas así. Mis sanadores dicen que es por la pérdida de sangre. Sugieren no someter a una persona a tantos experimentos simultáneos. Mas, decidme: cuando una mujer yace en una mesa en toda su perfección, ¿cómo no voy a experimentar?
A veces tengo la sensación de que lo hago todo mal. No estoy convirtiendo este reino en lo que sé que puede ser.
Si al menos permitieran que cristalizara mi arte, entonces no tendría estas jaquecas tan fuertes que parece que la cabeza me va a estallar. Lo único que quiero es rodearme de las cosas bellas que he perdido, pero a mis artistas no se los puede controlar como a los demás. Les digo que lo quieren hacer y la mitad de ellos pierden por completo su talento, me entregan trabajos que son basura y se muestran orgullosos y vacíos, convencidos de haber creado una obra maestra. La otra mitad son incapaces de trabajar ni poco ni mucho, se vuelven locos y dejan de serme útiles. Y luego están unos pocos, esos, los dos que realizan al pie de la letra lo que les mando, pero imbuidos de cierta genialidad, cierta verdad terrible, de forma que el resultado es más hermoso que lo que yo pedía o imaginaba. Y eso me rebaja. Gadd creó un tapiz de monstruos matando a un hombre, y juro que el hombre de esa escena del tapiz soy yo. Gadd dice que no, pero sé lo que siento cuando lo contemplo. ¿Cómo lo ha hecho? Belagavia es de por sí todo un mundo de problemas; no admite instrucciones en absoluto. Le dije que hiciera una escultura de mi bella de fuego y empezó bien, pero después la convirtió en una escultura de Cinérea en la que esta tiene fuerza y sentimiento en demasía. Hizo una escultura de mi hija y, cuando me mira, estoy convencido de que me compadece. No deja de esculpir esas transformaciones exasperantes. Sus obras ridiculizan mi pequeñez. Pero son tan hermosas que no puedo apartar la vista.
Ha empezado un nuevo año. Me plantearé matar a Gadd este año. Un año nuevo es tiempo de reflexión y, en realidad, lo que pido es algo tan sencillo… Pero aún no puedo matar a Belagavia. Hay algo en su mente que deseo, y mis experimentos demuestran que la mente no puede vivir sin cuerpo. Me miente respecto a algo. Lo sé. De algún modo ha encontrado la fuerza necesaria para mentirme; y, hasta que no sepa la naturaleza de esa mentira, no debo acabar con ella.
Mis artistas me causan más problemas de lo que valen.
Que la grandeza requiere sufrimiento ha sido una lección difícil de aprender.
En el patio hay hombres que cuelgan lámparas de la estructura de los tejados para preparar la fiesta invernal. Es tal la estupidez de esos trabajadores teniéndome a mí en sus mentes que resulta insufrible. Tres de ellos se precipitaron al patio porque casi no habían asegurado los extremos de las escalas de cuerda. Murieron dos. El otro está en el hospital y vivirá durante un tiempo, creo. Quizá, si aún tiene movilidad, podría incluirlo en los experimentos con los demás.
Eso era todo lo que Deceso le había entregado. Había hecho un trabajo bien presentado, con una línea en valense y, justo debajo, la traducción para que ella tuviera ambas a la vista y, quizás, empezar a aprender algo del vocabulario valense.
En la mesa, Bann y Helda conversaban en voz baja del problema de las facciones en Elestia, nobles contra ciudadanos… con alguna interjección de Giddon, que se entretenía en echar agua, gota a gota, en un vaso lleno a rebosar para ver qué gota era la que provocaba que el agua se derramara por el borde. Al otro lado de la mesa, Bann lanzó una habichuela, que fue a caer limpiamente en el vaso de Giddon y causó que se derramara.
—¡No puedo creer que hayas hecho eso! —exclamó Giddon—. Bruto.
—Ustedes dos son los niños más grandes que he visto en mi vida —los reconvino Helda.
—Yo hacía un experimento científico —se defendió Giddon—. Él lanzó la habichuela.
—Yo investigaba el impacto de una habichuela en el agua —argumentó Bann.
—¡Cómo va a ser eso una investigación! —protestó Giddon.
—Tal vez haga la prueba del impacto de una habichuela en la pechera de tu bonita camisa blanca —sugirió Bann mientras hacía un movimiento amenazador con otra habichuela.
Entonces los dos se dieron cuenta de que Bitterblue los estaba observando. Volvieron las caras sonrientes hacia ella, todo lo cual fue como un baño de infantil majadería que le quitó de encima la sensación de pánico, suciedad y repulsión que le había dejado la lectura del escrito de Leck.
—¿Hasta qué punto ha sido malo? —pregunto Giddon.
—Están de buen humor y no quiero estropearles el momento.
Sus palabras se ganaron una mirada de amable reproche por parte de Giddon. Así pues, hizo lo que en ese momento más deseaba hacer: le tendió las páginas para que las recogiera. Él se acercó para sentarse en el sofá a su lado, y luego lo leyó todo. Bann y Helda, que acercaron las sillas para sentarse cerca, lo leyeron a continuación. Nadie parecía estar dispuesto a hablar.
—Bueno —rompió el silencio Bitterblue—. En cualquier caso, eso no me explica por qué la gente de mi burgo está asesinando a los buscadores de la verdad.
—No —convino Helda con voz severa.
—Este libro empieza al iniciarse un nuevo año —dijo Bitterblue—, lo que respalda la teoría de Zaf de que cada libro narra cronológicamente un año de su reinado.
—¿Está Deceso descodificándolos por orden o al azar, majestad? —le preguntó Bann—. Si Belagavia estaba realizando estatuas de usted y de la reina Cinérea, entonces Leck ya estaba casado, usted ya había nacido y este es un libro de una época tardía de su reinado.
—Ignoro si están rotulados de algún modo que facilite la tarea de ponerlos por orden.
—Quizá resulte menos perturbador leerlos sin tener que advertir la progresión de los malos tratos —sugirió Giddon en voz baja—. ¿Cuál cree que sería el secreto de Belagavia?
—Ni idea —contestó Bitterblue—. ¿Tal vez dónde tenía escondida a Hava? Parece que sentía un especial interés por los graceling y por las niñas.
—Me temo que esto va a ser tan horrible para usted como los bordados, majestad —comentó Helda.
Bitterblue tampoco tenía contestación a eso. A su lado, Giddon se sentó con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados.
—¿Cuándo fue la última vez que salió del recinto del castillo, majestad? —le preguntó a Bitterblue.
—Creo que la noche que esa desdichada me rompió el brazo —contestó, haciendo memoria.
Sí, no se equivocaba. Dos meses; se sintió un poco deprimida al pensarlo.
—Hay una zona preparada para trineos en la falda de la colina que sube hasta los bastiones de la parte occidental de la muralla —comentó Giddon—. ¿Lo sabía?
—¿Zona para trineos? ¿De qué habla?
—Hay una buena nieve polvo, majestad. —Giddon se sentó erguido—. La gente ha estado lanzándose en trineo. Ahora no habrá nadie allí. Supongo que habrá luz suficiente. ¿En su temor a las alturas entra lanzarse en trineo?
—¿Y cómo quiere que lo sepa? ¡Nunca lo he hecho!
—Arriba, Bann —dijo Giddon al mismo tiempo que le golpeaba el brazo.
—No pienso ir a lanzarme en trineo por una ladera a las once de la noche —respondió Bann en un tono que no admitía discusiones.
—Oh, ya lo creo que sí —intervino Helda con vehemencia.
—Helda, no es que no quiera la compañía de Bann aun siendo contra su voluntad, pero, si, como parece implicar con sus palabras, no es decente que la reina salga a deslizarse en trineo con un hombre soltero en mitad de la noche, entonces, ¿qué decencia hay en que baje en trineo con dos?
—La habrá, porque yo también voy —anunció el ama de llaves—. Y si he de soportar risas y jolgorios nocturnos a altas horas de la noche con una temperatura heladora por el bien de la decencia, entonces Bann habrá de sobrellevarlo conmigo, a mi lado.
Así fue como Bitterblue descubrió que bajar en trineo por la nieve durante la noche, con guardias perplejos asomados por encima de la muralla y sobre el profundo silencio de la tierra, era algo mágico que dejaba sin aliento y conducía a risas a mansalva.
A la noche siguiente, mientras Bitterblue cenaba de nuevo con sus amigos, Hava entró a hurtadillas.
—Disculpe, majestad —dijo, jadeante—. Esa tal Raposa acaba de entrar en la galería de arte a través del pasadizo secreto que hay detrás del tapiz. Me escondí, majestad, y la seguí a la sala de esculturas. Intentó levantar una de las esculturas de mi madre con sus propias manos, majestad. No lo consiguió, por supuesto, y, cuando se marchó de la galería, la seguí. Casi llegó a los aposentos de su majestad y después bajó por la escalera hasta el laberinto. He venido corriendo aquí.
Bitterblue se alzó de la mesa con brusquedad.
—¿Quieres decir que está ahora en el laberinto?
—Sí, majestad.
Bitterblue corrió a buscar las llaves.
—Hava —dijo cuando regresó de camino a la puerta oculta—, entra y baja en silencio allí, ¿quieres? Deprisa. Ocúltate. Comprueba si entra. No interfieras, solo obsérvala, ¿de acuerdo? A ver si descubres qué se trae entre manos. Y nosotros cenaremos y hablaremos de cosas intrascendentes —instruyó a sus amigos—. Charlaremos del tiempo y nos interesaremos por la salud de los otros.
—Lo peor de todo es que ya no creo que sea seguro para el Consejo confiar en Ornik —comentó Bann, serio, una vez que Hava se hubo ido—. Ornik tiene que ver con ella.
—Puede que eso sea lo peor para vosotros —respondió Bitterblue—. Lo peor para mí es que está enterada de lo de Zaf y la corona, y lo sabe desde el principio. Es posible que sepa incluso lo de los bordados cifrados de mi madre, y también el criptograma de mi padre.
—Necesitamos cuerdas trampa, ¿sabe? —propuso Bann—. Algo para todas las escaleras secretas, incluida por la que Hava acaba de bajar, para que nos alerten de si hay alguien espiando. Veré qué se me ocurre.
—¿Sí? En fin, todavía está nevando —cambió de tema Giddon, siguiendo las órdenes de Bitterblue de hablar de banalidades—. ¿Has hecho algún progreso con la infusión para náuseas desde que Raffin se marchó, Bann?