Authors: John Norman
El hecho de que haya en juego una mujer, o algo de oro, anima la contienda. Pero los hombres no hacen estas cosas por las mujeres o el oro, sino por la diversión.
Entonces los combatientes se separaron.
—Que cada uno ponga el talón derecho sobre el círculo de madera de la arena —dijo el hombre del centro.
Ram y el otro individuo obedecieron y quedaron enfrentados el uno al otro, separados por unos seis metros.
—¡Luchad! —dijo el hombre en el centro de la arena.
—Excelente —suspiré para mis adentros. Admiré la habilidad de Ram. El otro individuo era bueno, pero no fue un gran rival. En pocos momentos Ram limpiaba su espada en la túnica del hombre que yacía a sus pies. Yo era más rápido que Ram, pero sus reflejos eran poco corrientes incluso entre los guerreros. Me habría gustado que estuviera a mi servicio. Ahora ya no dudaba de que antes de su exilio en Teletus, y a pesar de que él dijera lo contrario, su túnica había sido escarlata.
—Bien hecho, guerrero —le grité. Él alzó su espada para saludarme.
Liberaron a Tina del poste y ella corrió hacia él, pero se detuvo con la punta de la espada en su vientre. Le miró atónita. Él no iba a permitir que le tocara vestida como una mujer libre. Con la espada le indicó que se despojara de la túnica, las joyas y la corona. Entonces él le arrojó el trozo de seda que estaba atado en el collar de esclava abierto que ella había tenido a los pies. Cuando se arrodilló, él cerró rudamente el collar en su cuello, Luego la tomó en sus brazos como lo que era: su esclava. Entonces Ram vio las armas que le apuntaban, y riendo puso a un lado a la esclava y tiró la espada a la arena. Volvieron a encerrarlo en su jaula y Tina fue de nuevo atada al poste, donde tuvo que arrodillarse, ya que ahora llevaba el collar de esclava.
Abrieron la puerta de mi jaula y me pusieron en las manos una espada corta.
Tenía buen peso, no era mala.
Me alegré al ver que el mismo Drusus esperaba en la arena.
—He esperado mucho para enfrentarme a ti de este modo —dijo.
Yo le observé, medí sus movimientos, sus ojos. Poco pude averiguar.
Parecía lento, pero yo sabía que no se había ganado su atuendo con lentitud de reflejos. El entrenamiento de los asesinos es duro y cruel. No es un fácil adversario quien viste el negro de esta casta. Los candidatos para la casta se eligen con gran cuidado, y sólo uno de cada diez completa el curso de instrucción. Se supone que los candidatos que fallan son asesinados, por los secretos que han aprendido. No se permite abandonar la casta. El entrenamiento tiene lugar por parejas, unas parejas contra otras; así se estimula la amistad. Luego, en el entrenamiento final, cada miembro de una pareja ha de combatir contra el otro. Cuando uno ha matado a su propio amigo le resulta más fácil comprender el significado del negro. Cuando uno ha matado a su propio amigo, es difícil que su corazón muestre piedad por otro hombre. Uno se queda solo con el oro y el acero.
Los asesinos se escogen entre individuos tal vez caracterizados por una rapidez poco común, por gran fuerza y habilidad, y por egoísmo. Luego, estas características les convierten en hombres crueles, leales a códigos secretos cuyo contenido no se atreven ni a imaginar la mayoría de los hombres.
Drusus me miraba.
Yo no olvidaba que había sobrevivido al entrenamiento de los asesinos.
Estábamos en el centro de la arena, junto al otro hombre.
De pronto la hoja de Drusus saltó hacia mí. Yo la rechacé; ya esperaba el golpe.
El otro hombre sobre la arena parecía perplejo. Ram gritó de furia desde su jaula. Las chicas jadearon. Uno o dos hombres de la multitud chillaron con entusiasmo.
—Eres hábil —le dije a Drusus.
—Tú también.
El hombre del centro de la arena se alejó de nosotros.
—Colocad el talón derecho en el círculo de madera de la arena —dijo con voz trémula.
Así lo hicimos.
—¿Cómo vas a hacerlo ahora que no tienes ningún oscuro umbral del que salir? —le pregunté a Drusus.
Él no me respondió.
—Tal vez alguno de los hombres del público me matará por la espalda —sugerí.
El rostro de Drusus no mostraba emoción alguna.
—¿Tal vez tienes la espada envenenada? —pregunté.
—Mi casta no hace uso del veneno.
Entonces vi que no iba a ser fácil alterarle para hacerle más torpe.
—Luchad —dijo el juez.
Nos encontramos en el centro. Nuestras espadas entrechocaron.
—He recibido entrenamiento en la ciudad de Ko-ro-ba —dije.
Las espadas chocaron.
—¿Cuál es tu Piedra del Hogar? —quise saber.
—¿Crees que soy tan estúpido para hablar contigo? —exclamó él.
—Si no recuerdo mal, los asesinos no tienen Piedra del Hogar. Supongo que es uno de los inconvenientes de la casta, pero si tuvierais Piedra del Hogar tal vez os resultaría difícil matar a aquellos que la compartieran con vosotros.
Rechacé su espada.
—Eres más rápido de lo que pensaba —dije.
Nuestras espadas chocaron con presteza. Luego nos apartamos sin dejar de mantenernos en guardia.
—Algunos piensan que la casta de los asesinos cumple un servicio —dije—, pero yo creo que es difícil tomarse eso en serio. Supongo que los asesinos pueden contratarse al servicio de la justicia, pero también es fácil contratarlos al servicio de cualquier cosa. —Le miré—. ¿Tenéis principios?
Él se movió con gran rapidez.
—Al parecer seguir vivo no es uno de ellos —dije.
Él retrocedió asombrado.
—Has abierto la guardia por un momento —dije. Él lo sabía, y yo también, pero quería que también lo supiera la gente de las gradas. A veces es difícil ver estas cosas desde ciertos ángulos.
Hubo algunos gritos entre el público. No creían lo que yo había dicho.
Ahora ataqué a Drusus. Él mantuvo la guardia cerrada, cubriéndose bien. Es difícil darle a un hombre que está a la defensiva.
Ahora abucheaban a Drusus desde las gradas. Drusus comenzó a sudar.
—¿Es cierto que para ganar el negro de tu casta tuviste que matar a tu amigo? —pregunté.
Renové el ataque, pero de forma comedida. Él se defendía bien.
—¿Cómo se llamaba? —dije.
—¡Kurnock! —gritó de pronto con enfado al tiempo que se arrojaba sobre mí.
Yo le derribé de un golpe sobre la arena y apunté mi espada contra su cuello.
Luego di un paso atrás.
—Levanta —dije—. Ahora vamos a luchar en serio.
Se puso en pie de un salto. Y entonces le di una lección en el uso de la espada goreana.
La multitud guardaba silencio.
Entonces Drusus, ensangrentado y tembloroso, se tambaleó. Le había herido a placer, en varios sitios.
Ya no podía ni alzar la hoja. La sangre le corría por el brazo y goteaba en la arena.
Miré al espejo en la pared, y alcé mi espada hacia esa invisible ventana en el gesto del saludo del guerrero goreano. Luego me di la vuelta para mirar a Drusus.
—Mátame —dijo—. Ya he fallado dos veces a mi casta.
Yo alcé la espada para golpearle.
—Seré rápido —le dije.
Pero dejé suspendida la espada.
—Que así se repare la deuda con el hombre llamado Kurnock —dije.
—Ésa fue la primera vez que le fallé a mi casta —dijo Drusus.
—No entiendo.
—No maté a Kurnock —dijo Drusus—. No era contendiente para mí, y no tuve la sangre fría de matarle.
Le tendí la espada al otro hombre que había en la arena.
—¡Mátame! —gritó Drusus.
—¿Crees que un guerrero puede mostrar menos piedad que un asesino? —pregunté.
—Mátame —gimió Drusus. Entonces cayó en la arena, debido a la pérdida de sangre.
—Es demasiado débil para ser un asesino —dije yo—. Lleváoslo.
Se llevaron a Drusus de la arena, y luego liberaron a Arlene.
Ella bajó con orgullo de la plataforma y se irguió ante mí.
Sin decir una palabra se despojó de las joyas, los collares y la corona y los arrojó en la arena. Luego se quitó la túnica y se irguió ante mí, orgullosa y bonita, absolutamente desnuda. Luego se dio la vuelta y se dirigió al pie de la pequeña plataforma, cogió el collar de esclava y volvió junto a mí. Se arrodilló ante mí y me lo tendió.
—Ponle el collar a tu esclava, amo —dijo.
Yo le cerré el collar en torno al cuello, con rudeza. Ella se volvió hacia las gradas con lágrimas en los ojos.
—¡Es mi amo! —gritó con orgullo.
Entonces me apuntaron aquellas armas lanzadoras de dardos.
—Vuelve a la jaula —dijo el hombre que había arbitrado los combates.
—¡Esperad! —dijo un hombre desde las gradas—. ¡Mirad!
Alzamos la vista y vimos una luz roja parpadeando bajo el espejo.
—Excelente —dijo el juez o arbitro de los combates.
Abrieron la jaula de Ram y volvieron a darle una espada. También a mí me devolvieron la espada.
Ram arrojó al suelo la suya.
—Es mi amigo —dijo—. No voy a luchar contra él.
—Coge tu espada —le dije a Ram. Miré a las gradas.
—No voy a luchar contigo —dijo—. Antes me tienen que matar.
—Estoy seguro de que están deseando hacerlo —dije—. Recoge tu espada.
Ram también miró hacia las gradas.
—Ya veo que tienen ganas de ver sangre.
—Pues no les decepcionemos —dije.
Ram me miró y luego, para placer de la multitud, recogió su espada.
—¡No debes luchar contra él, amo! —gritó Arlene.
—No luchéis —grito Tina.
Habían vuelto a atar a Arlene al poste de hierro, arrodillada, igual que Tina, y con las manos alzadas.
—¡Silencio, esclava! —le dijo Ram a Tina.
—¡Silencio, esclava! —le dije a Arlene.
Ram y yo nos encontramos en el centro de la arena.
Después de un momento, se retiró el hombre que estaba con nosotros.
—Poned el talón derecho en el círculo de madera —dijo con una sonrisa.
Yo miré hacia las gradas. Pude ver unas seis armas alargadas. Pero la mayoría de los hombres iban armados con espadas cortas.
Miré a Ram al otro extremo de la arena. Alzamos nuestras espadas en un saludo.
—¡Luchad! —gritó el juez del combate.
Salté hacia las gradas a golpe de espada, dirigiéndome hacia aquellos que tenían las armas alargadas. Ram, por su extremo, se abría paso hacia arriba a estocadas. Todo eran gritos y sangre. Me quité a dos hombres de encima. Cayeron dos armas alargadas; le corté el cuello a un hombre que intentaba coger una. Dos hombres saltaron sobre mí, haciéndome caer. Oí cómo se desenvainaban las espadas. Las chicas gritaban. Más hombres cayeron, luchando por levantarse y coger sus armas. Oí un extraño siseo y algo pasó rozándome la cabeza para ir a estrellarse en la arena. Un momento más tarde hubo una explosión en la arena que hizo saltar astillas de madera. Me liberé de los hombres que tenía encima y hundí mi espada en uno de ellos. Salté a un lado para enfrentarme a cuatro hombres que luchaban con Ram. Ram había perdido su espada, y se libró de sus enemigos con un salto. Otra descarga de humo paso junto a mí, y casi en el mismo instante vi un dardo hincarse en la pared de acero, y luego una explosión que dejó un agujero negro en ella. Le lancé una espada a Ram, y con la mía atravesé al hombre que había sido el juez de los combates. Oí dos siseos más y vi una explosión en las gradas y un dardo desaparecer en el cuerpo de un hombre que explotó al instante.
Entonces me di cuenta del gas blanco que emanaba del techo. Me abrí camino hasta la puerta e intenté abrirla. Era de acero y estaba bien cerrada. El gas me cegaba y me hacía toser. Me aparté de la puerta y atravesé a otro hombre con la espada. Vi a Tina y Arlene atadas a los postes de hierro. Agonizaban intentando respirar. Grité llamando a Ram mientras me defendía de dos hombres que me atacaban entre la niebla blanca; en un momento desaparecieron. Oí que un hombre aporreaba la puerta de metal.
—¡Dejadnos salir! —gritaba.
Vi que Tina y Arlene caían inconscientes junto a los postes. Vi a otro hombre desmayarse en las gradas, y luego otro. Miré hacia el espejo en el muro. En él se veía reflejado el gas blanco. Me defendí de un nuevo ataque; el hombre retrocedió ensangrentado. Ahora cuatro hombres más cayeron entre las gradas. Un hombre intentaba apuntarme con una de las armas alargadas, pero no tuvo tiempo. Me arrojé sobre la arena, tiré la espada y cogí una de las armas. Me levanté intentando ver algo a través de la niebla. El hombre sobre las gradas tenía el arma al hombro, pero no la disparó. Mi dedo vacilaba sobre el botón detonador. El hombre se tambaleó y cayó inconsciente. Miré a mí alrededor intentando ver. Ram yacía en la arena cerca de mí. Yo era el único hombre que quedaba en pie. Me tambaleé, y luego me erguí sacudiendo la cabeza para aclararla. El gas era muy espeso. Luché por alzar el arma hacia el espejo. Luego caí inconsciente en la arena.
—Aquí —dijo el hombre con el uniforme marrón y negro de los esbirros de los kurii. Estaba indicando la puerta de metal.
Dos hombres me habían conducido por los pasillos de acero. Ninguno de ellos iba armado, ni yo tampoco.
Uno de los hombres abrió la puerta metálica y luego se hizo a un lado para dejarme paso.
Yo traspasé el umbral y la puerta se cerró a mis espaldas.
Miré la habitación. El techo era una cúpula de unos ocho metros de altura. El mobiliario era simple; había pocos objetos, la mayoría junto a las paredes. Algunas mesas y sillas y cómodas y estanterías, pero ninguna silla. También vi unos baúles a un lado. Yo estaba sobre una espesa alfombra. La habitación estaba bastante oscura, pero aún podía ver. A un lado me pareció distinguir una vasija de agua. También había algunas ventanas, aunque no pensaba que se abrieran al exterior. No pude ver el blanquecino hielo detrás de ellas, ni la luz de las estrellas. Por el tacto determiné que la pared de mi derecha estaba cubierta de una especie de tapiz. Pensé que algo que tuviera buenas garras podría trepar por ella. Sobre una de las mesas de la habitación había un objeto que parecía una caja. En el centro de la sala había una ancha plataforma circular sobre la que algo yacía.
Me senté con las piernas cruzadas a unos dos metros de la plataforma y esperé.
Observaba el objeto situado sobre ella. Era grande y peludo, y estaba vivo.
En principio yo no sabía si había algo más sobre la plataforma, pero luego vi que sólo había una cosa. No me había dado cuenta de que era tan grande.