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Authors: John Norman

Bestias de Gor (25 page)

BOOK: Bestias de Gor
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Me quedé sentado muy quieto observándolo respirar.

Al cabo de un rato se despertó, y luego se sentó sobre la plataforma y me miró pestañeando. Las pupilas de sus ojos eran como lunas nuevas. Bostezó. Vi la doble fila de colmillos en su boca. Pestañeó de nuevo y comenzó a relamerse. Su larga y oscura lengua pasaba por la piel de su boca. Se dio la vuelta, fue hacia un rincón de la habitación y orinó. Luego, fue hasta la vasija de agua, metió las manos en ella y se echó agua en la cara. Después bebió. Con la garra me hizo un gesto para que me acercara, indicando que yo también podía beber. Me agaché, cogí un poco de agua con la mano y bebí. Nos miramos el uno al otro, cada uno a un lado de la vasija.

El animal se apartó de la vasija.

Luego se dirigió a la pared y arañó el tapiz con las garras. Después comenzó a rascarse contra el muro. Luego se alzó sobre las patas y me miró. Medía casi tres metros de altura. Se dejó caer entonces sobre las cuatro patas y caminó hacia la mesa donde reposaba el oscuro objeto con apariencia de caja.

Apretó una especie de interruptor. Emitía unos sonidos guturales e inquisitivos, que en nada se parecían a los sonidos humanos. Me recordaron los rugidos de un tigre de Bengala. El aparato vocal de la bestia no era de origen terrestre. Sus gruñidos se parecían más al ronquido del jabalí, al siseo de la serpiente. Era espeluznante oír aquellos ruidos y saber que formaban un discurso.

Luego la bestia quedó en silencio.

—¿Tienes hambre? —oí. Las palabras procedían de la oscura caja sobre la mesa. Era un traductor.

—No especialmente —dije.

Después de un momento surgió de la caja una serie de sonidos parecidos a un aullido. Sonreí.

La bestia se encogió de hombros, caminó hasta un extremo de la habitación y apretó un interruptor.

Se deslizó un panel metálico. Oí un chillido y vi a un pequeño lart salir de la abertura. Todo sucedió muy rápido. La garra de la bestia se cerró sobre el lart y lo alzó hasta su boca. Le mordió el cuello rompiéndole la espina dorsal. El lart, ya muerto, se agitaba espasmódicamente en su boca. Luego, delicadamente y sin dejar de mirarme, cogió con la zarpa varios órganos que había en el suelo. En un momento se sacó el animal de la boca y comenzó a comérselo con aire ausente.

—¿No asas tu comida? —pregunté.

El traductor procesó los sonidos humanos y emitió los correspondientes fonemas del lenguaje kur.

La bestia respondió.

—A veces —dijo. Me miró—. La carne asada debilita las mandíbulas.

—El fuego y la carne asada —dije yo— hacen posible unas mandíbulas y unos dientes más pequeños, permitiendo así una menor musculatura craneal que genera el desarrollo de una caja craneal mayor.

—Nuestras cajas craneales son mayores que las de los humanos —dijo—. Nuestra anatomía no podría soportar un mayor desarrollo craneal. En nuestra historia, como en la vuestra, se ha ido seleccionando una mayor capacidad craneal.

—¿De qué forma?

—Con las matanzas.

—¿El kur no es un animal social? —pregunté.

—Es un animal social, pero no del mismo modo que los humanos.

—Tal vez eso sea un inconveniente.

—Tiene sus ventajas. El kur puede vivir solo, no necesita al rebaño.

—Pero seguramente, en tiempos ancestrales, los kurii vivieron juntos —dije.

—Sí. —Me miró sin dejar de masticar—. Pero eso fue hace mucho tiempo. Nuestra civilización tiene cientos de miles de años. En la noche de nuestra prehistoria surgieron pequeñas bandas de las cavernas y los bosques. Eso fue el comienzo.

—¿Cómo puede tener civilización un animal así? —pregunté.

—Disciplina.

—Eso es un hilo muy débil para contener esos fieros y poderosos instintos.

La bestia me tendió una pata del lart.

—Es cierto —dijo—. Nos entiendes bien.

Cogí la carne y la mordí. Estaba fresca, cálida, aún húmeda de sangre.

—¿Te gusta o no? —preguntó la bestia.

—Sí.

—Ya ves que no eres tan distinto de nosotros.

—Nunca dije que lo fuera.

—¿No es la civilización un gran logro, tanto para tu especie como para la mía?

—Tal vez —dije.

—¿Son los hilos de los que depende vuestra supervivencia más fuertes que aquellos que sostienen la nuestra? —preguntó.

—Tal vez no.

—Muy poco sé de los humanos, pero entiendo que la mayoría de ellos son mentirosos e hipócritas. Y no te incluyo en estas categorías.

Asentí.

—Se consideran animales civilizados, pero no son más que animales con una civilización, que no es lo mismo.

—Puede admitirse así —reconocí.

—Los hombres de la Tierra, que tengo entendido es tu planeta natal, son los más despreciables. Son cobardes que toman la debilidad por una virtud y consideran un mérito su falta de apetito, su incapacidad para sentir. Qué pequeños son. Cuanto más traicionan su propia naturaleza, más se felicitan por su perfección. Y ponen las consideraciones económicas por encima de todo. Su codicia me repugna.

—No todos los hombres de la Tierra son así —dije yo.

—Es un mundo que sólo sirve como alimento, y ni siquiera como alimento es muy bueno.

—¿Qué es lo que tú pones por encima de todo? —dije.

—La gloria. —Me miró—. ¿Puedes entender eso?

—Puedo entenderlo.

—Los dos somos soldados.

—¿Cómo es que un animal que carece de fuertes instintos sociales puede sentir interés por la gloria? —le pregunté.

—Supongo que es algo que proviene de las matanzas.

—¿Las matanzas?

—Incluso antes de los primeros grupos, nos reuníamos para el apareamiento y las matanzas. En los valles se formaban grandes círculos para observarlas.

—¿Luchabais por la hembras?

—Luchábamos por el placer de matar. De todas maneras, el apareamiento era una prerrogativa del vencedor. Tengo entendido que los humanos contáis con dos sexos entre los que se desarrollan las funciones pertinentes a la continuación de la especie.

—Sí, es cierto.

—Nosotros tenemos tres, o si lo prefieres, cuatro sexos. Está el dominante, que supongo que se correspondería al macho humano. El instinto del dominante le lleva a la matanza y el apareamiento. Luego hay una forma de kur que se parece ligeramente al dominante, pero que no interviene en las matanzas ni el apareamiento. Puedes considerar que son dos sexos. Luego está el ovulador, que es el que queda preñado. Esta forma de kur es más pequeña que el dominante o el no dominante de la forma no reproductora de kur.

—El ovulador es la hembra —dije.

—Si quieres llamarlo así —dijo la bestia—, pero poco después del embarazo, en una luna, el ovulador deposita la semilla fertilizada en una tercera forma de kur, que tiene boca, pero es flojo e inactivo. Estos kurii se adhieren a superficies duras, más bien como oscuras anémonas. El huevo se desarrolla dentro del cuerpo de la nodriza, y unos meses más tarde se abre camino hacia el exterior.

—No tiene madre —dije.

—No en el sentido humano. De todas maneras el recién nacido suele seguir al primer kur que ve, siempre que sea un ovulador o un no-dominante.

—¿Y si ve a un dominante?

—Si él mismo es un ovulador o un no-dominante, evitará al dominante —dijo—. Es algo lógico, puesto que el dominante puede matarlo.

—¿Y si él mismo es un dominante?

La bestia frunció los labios.

—Eso es lo que se espera. Si es un dominante y encuentra a otro dominante, enseñará los colmillos y sacará las garras.

—¿Y el dominante no lo matará?

—Tal vez más tarde, en las matanzas, cuando haya crecido —dijo—, pero no cuando es pequeño. De eso depende la continuación de la especie. El individuo debe ser probado en las matanzas.

—¿Tú eres un dominante? —pregunté.

—Por supuesto. —Luego añadió—: No te mataré por hacerme esa pregunta.

—No quería ofender —dije. Sus labios se relajaron—. —¿Son dominantes la mayoría de los kurii?

—La mayoría nacen dominantes —me dijo la bestia—, pero muchos no sobreviven a las matanzas.

—Parece sorprendente que haya tantos kurii.

—En absoluto. Los ovuladores son fecundados con mucha frecuencia, y hay muchas nodrizas. Dentro de la especie humana, una hembra tarda varios meses en dar a luz a un recién nacido. En el mismo período de tiempo un ovulador kur desarrolla de siete a ocho huevos.

—¿Los kurii no bebéis leche?

—Los jóvenes reciben sangre de la nodriza —dijo—. Cuando nacen no necesitan leche, sólo agua y proteínas.

—¿Nacen con colmillos?

—Por supuesto. Y un recién nacido es capaz de cazar y matar pequeños animales poco después de salir de la nodriza.

—¿Tienen inteligencia las nodrizas?

—No lo creemos.

—¿Pueden sentir?

—Sin duda poseen alguna forma de sensación. Se agitan cuando las matan o las queman.

—Pero en Gor hay kurii nativos —dije—, o al menos sé que se han reproducido en este mundo.

—Algunas de las naves que vinieron originariamente a colonizar, trajeron representantes de todos nuestros sexos, con la excepción de los no-dominantes. A veces también nos las arreglamos para atraer ovuladores y nodrizas.

—Es una ventaja para vosotros que haya kurii nativos —dije.

—Por supuesto, aunque rara vez son aliados útiles. Caen muy fácilmente en la barbarie. —Dejó el hueso con el que se limpiaba los dientes y lo arrojó, junto con los restos del lart, a un lado de la sala. Luego cogió un trapo de un cajón de la mesa y se limpió el hocico—. La civilización es frágil.

—¿Hay algún orden entre vuestros sexos? —le pregunté.

—Por supuesto, hay un orden biológico. La jerarquía es una función de la naturaleza. ¿Cómo podría ser de otro modo? Primero están los dominantes, luego los ovuladores, luego los no-dominantes y después las nodrizas, si es que se las considera kurii.

—La hembra u ovulador, ¿domina sobre los no-dominantes? —pregunté.

—Por supuesto, los no-dominantes son despreciables.

—Supón que un dominante queda victorioso en las matanzas, ¿qué ocurre entonces?

—Pueden ocurrir muchas cosas. Lo que suele hacer es indicar con un gesto los ovuladores que desea. Luego los ata juntos y los lleva a su cueva. Allí en la cueva los fertiliza y hace que le sirvan.

—¿Intentan los ovuladores huir?

—No, porque él los atrapará y los matará. Después de que quedan preñados suelen quedarse con él, porque él es dominante.

—¿Y los no-dominantes?

—Se quedan fuera de la cueva hasta que el dominante ha terminado. Cuando sale de la cueva ellos se arrastran al interior con carne y regalos para las hembras, para que se les permita permanecer en la cueva como sirvientes del dominante. Sirven bajo las órdenes de las hembras y realizan la mayoría de los trabajos, incluido el cuidado de los jóvenes.

—No creo que quisiera ser un no-dominante —dije.

—Son totalmente despreciables. Sin embargo, a veces un no-dominante se convierte en dominante. Esto es algo difícil de entender. A veces ocurre cuando no hay dominantes en las proximidades. Otras, sin ninguna razón aparente, y a veces cuando un no-dominante es humillado y obligado a trabajar más allá de su nivel de tolerancia.

—Tal vez los no-dominantes no sean más que dominantes en potencia —dije.

—Tal vez. Es difícil saberlo.

—El hecho de que el apareamiento quede restringido a los dominantes junto con la selección en las matanzas, debe haber producido una especie altamente agresiva y salvaje.

—También es un hecho que tiende a producir una especie extremadamente inteligente —dijo el animal.

Yo asentí.

—Pero somos individuos civilizados. —El animal se puso en pie y fue hacia un armario—. No debes pensar en nosotros en términos de nuestro sangriento pasado.

—Entonces, en los mundos de acero ya no tenían lugar las matanzas y los fieros apareamientos —dije.

El animal se volvió para mirarme.

—Yo no he dicho eso —afirmó.

—¿Así pues las matanzas y los apareamientos continuaron en los mundos de acero?

—Por supuesto.

—Luego vuestro pasado también alcanza a los mundos de acero —dije.

—Sí. ¿No está el pasado siempre con nosotros?

—Tal vez.

La bestia volvió del armario con dos vasos y una botella.

—¿No es eso paga de Ar? —dije.

—¿No es uno de tus favoritos? Mira, tiene el sello del cervecero, Temus.

—Piensas en todo.

—Lo estaba guardando —me dijo.

—¿Para mí?

—Por supuesto. Confiaba en que llegaras hasta aquí.

—Me siento muy honrado.

—He esperado mucho para hablar contigo.

Sirvió dos vasos de paga y volvió a cerrar la botella. Alzamos los vasos y brindamos.

—Por nuestra guerra —dijo.

—Por nuestra guerra.

Bebimos.

—Ni siquiera puedo pronunciar tu nombre —dije.

—Basta con que me llames Zarendargar, un nombre que puede ser pronunciado por los seres humanos. O si lo prefieres, puedes llamarme simplemente Media-Oreja.

26. MI CONVERSACIÓN CON ZARENDARGAR

—¿Ves? —preguntó la bestia señalando hacia arriba, hacia lo que parecía un cielo estrellado sobre nuestras cabezas.

—Sí —dije. No reconocía la conjunción de los cielos.

—Ésa era nuestra estrella, una estrella amarilla de tamaño medio, de rotación lenta, con un sistema planetario, lo bastante pequeño para tener longevidad para albergar vida y lo bastante grande para contener una zona habitable.

—No como Tor-tu-gar, o el Sol —dije—, la estrella común entre la Tierra y Gor.

—Justamente.

—Háblame de tu mundo.

—Mi mundo es de acero. —Parecía hablar con amargura.

—Tu viejo mundo.

—Nunca lo conocí, por supuesto —dijo—. Era un mundo lo bastante pequeño para permitir el escape de hidrógeno, y lo bastante grande para retener el oxígeno. Estaba a la distancia justa de la estrella para no ser una bola incandescente ni un esferoide congelado.

—Mantenía la temperatura necesaria para que el agua pudiera conservar su estado líquido —dije.

—Sí. Y se iniciaron los mecanismos de la evolución química, y se formaron las macromoléculas y las protocélulas.

—Los gases cambiaron, y el hidrógeno dominante en la atmósfera dejó paso a un gas con mayor componente de oxígeno —dije.

—Y se hizo verde.

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