Authors: John Norman
—Una preciosa esclava —dije—. ¿Por qué va amordazada?
—Me complace —dijo él.
—Por supuesto.
Se dio la vuelta para marcharse.
—Drusus —dijo Arlene—. ¡Tienes que ayudarnos! —Una vez ella fue su superior.
Él la miró y ella retrocedió.
—Ella también es una preciosa esclava —dijo Drusus. Arlene intentó con las manos cubrir su cuerpo medio desnudo con la seda de placer.
—Es mía —dije.
—Yo la poseeré —dijo él.
—¿Ah, sí?
—Sí. Fue traída a Gor con el propósito de que estuviera a mis pies. Yo la elegí de entre varias mujeres destinadas a ser esclavas.
—Ya veo —dije.
—Tal vez deberías unir tus fuerzas a las nuestras —dijo Drusus—. Los kurii son generosos con las mujeres.
—Yo soy de los guerreros —dije—. Cogeré mediante la espada a la mujer que me plazca.
—Por supuesto —dijo él. Seguía mirando a Arlene, que bajó temblorosa la cabeza.
—También tengo la intención de conservar mediante la espada a la mujer que me plazca —dije mirando a Arlene—. Y de momento ésta me place.
Ella me miró asustada.
—Ya veremos —dijo Drusus.
Yo le miré detrás de los barrotes.
—Únete a nosotros —me dijo.
—No.
—Tu amigo Imnak se ha unido a nosotros.
—No te creo.
Drusus se encogió de hombros.
—Los kurii son generosos con las mujeres... y con el oro. —tras decir esto se dio la vuelta para marcharse.
—Quiero ver a Zarendargar —dije—. Media-Oreja.
—Nadie le ve —dijo Drusus. Luego volvió a darse la vuelta. Se cerró la pesada puerta de hierro.
Me volví para mirar a las chicas. Entonces golpeé a Arlene.
—Tú le has hablado a Drusus —dije.
—Sí.
—Has llamado a un hombre libre por su nombre. Y además has hablado sin permiso.
—Perdóname, amo.
La derribé de un golpe.
—Amo —dijo Constance—, aquí hay comida.
Me sirvió la carne caliente de bosko, pan amarillo, cálido y fresco, y vino. Luego, después de servirme, mezcló el agua y las gachas que también había traído la esclava morena. Después, arrodilladas a mi lado, las dos chicas se comieron las gachas con los dedos. Arlene me miraba por encima de su plato con los ojos llenos de lágrimas. Tenía sangre en el labio. Cuando terminó se acercó a mí. Yo estaba sentado con las piernas cruzadas y seguía comiendo. Se tumbó en el suelo de acero con el rostro junto a mi rodilla.
—Siento haberte disgustado, amo —dijo. Entonces se arrodilló a mi lado, cogió sus cabellos con la mano derecha y me limpió la grasa de la boca—. Lo siento, amo. —Nuestros labios estaban muy cerca. Le toqué los labios con la punta de la lengua. Algunos cosméticos de esclava están perfumados—. ¿Te gusta mi sabor, amo? —me preguntó.
—La barra de labios está perfumada —dije.
—Vuelve a probar a tu esclava —suplicó. Yo la besé agarrándole los brazos con fuerza.
—Besa mi boca con rudeza, con posesión, amo —suplicó—. ¡Oh! —gritó por la fuerza de mis manos en su brazo. Entonces la aparté de mí.
—¿Amo? —preguntó.
—Debo conservar mis fuerzas —dije—. Debo pensar.
Ella se apartó de mí arrastrándose. Yo me senté en medio de la celda con las piernas cruzadas, en la postura del guerrero.
Los hombres que iban a cada lado de la jaula llevaban unas armas que parecían fusiles y que disparaban unos dardos impelidos por gas. Supuse que tales armas se regían por los mismos principios del rifle. Al parecer se disparaban mediante un botón en la parte trasera del mástil. Cada hombre llevaba una bolsa en la cadera. Imaginé que en las bolsas llevaban entre otras cosas los misiles o dardos de las armas.
Me agarré a los barrotes de la jaula.
Dos hombres la hacían rodar por los pasillos. Detrás venía Drusus, también armado.
—¡Alto! —dijo Karjuk.
La jaula se detuvo.
—Saludos, alguien del sur —dijo.
—Saludos —respondí.
Karjuk había salido de una puerta lateral del pasillo. Llevaba pantalones de piel y botas, y varios collares. Iba con el torso desnudo. Llevaba una banda en la frente.
—Parece que te tenemos en una jaula —dijo—. Es donde deben estar los animales salvajes.
Yo me aferré a los barrotes. La jaula se sostenía sobre ocho ruedas revestidas de goma, y medía un metro por un metro. Tenía barrotes en las cuatro paredes y el techo y el suelo eran de acero.
—Fue muy fácil engañarte —dijo Karjuk.
—Tal vez no tan fácil —dije.
En la puerta por la que había salido Karjuk había un gran kur de piel blanca con anillos de oro en las orejas. Frunció los labios en el gesto kur de placer.
—Cuidado con el kur, mi aliado —dijo Karjuk—. Fue uno de los que atacaron a tu amigo Ram y que no pudieron acabar con él gracias a la intervención de los hombres de la aldea. Creíste que le había matado.
—No —dije—, no lo creí.
—¿No?
—No. Examiné la cabeza que trajiste al campamento. Las anillas de oro que aquella bestia de hielo tenía en las orejas eran más pequeñas y más brillantes que las que lleva esta bestia. Además, en sus orejas se veía que las anillas eran nuevas. Y por otra parte, del estado de la cabeza deduje que la bestia a la que pertenecía llevaba muerta al menos dos o tres días del sur. Además, la bestia de hielo que atacó a Ram se había comido al eslín de su trineo, y la que tú trajiste no tenía rastros de sangre en la lengua ni en la boca ni en la piel del hocico. En fin, que no era el mismo animal.
Karjuk me miró.
—¿Crees que no puedo distinguir un kur de otro? —pregunté. Los guerreros estamos adiestrados en una aguda observación y retentiva. El conocimiento y comprensión de los detalles más sutiles puede significar a veces la diferencia entre la vida y la muerte.
—Tienes razón. Era la cabeza de una bestia de hielo que había muerto con anterioridad y en cuyas orejas habíamos puesto las anillas de oro.
—Por lo que he oído de tus habilidades en el hielo —añadí—, parecía poco probable que esa bestia se te hubiera escapado con anterioridad, o que te hubiera costado tanto tiempo atraparla.
—Me siento honrado —dijo Karjuk.
—Considerando todo esto, y el evidente engaño de la cabeza del kur, parecía claro que estabas aliado con los kurii y que además, la primera bestia y tú habíais estado viajando juntos. Los dos llegasteis casi al mismo tiempo a las proximidades del campamento.
—Eres muy listo.
—Por otra parte, durante nuestro viaje, Imnak y yo encontramos huellas e incluso llegamos a avistar a esta bestia —dije indicando al kur blanco. Karjuk me miró.
—Era muy torpe —dije. Me preguntaba hasta qué punto podría entenderme el kur. Vi sus ojos llamear y sus orejas echarse hacia atrás, lo cual me indicó que podía entender el goreano. Por tanto se trataba de un kur de una nave, preparado para entender el discurso humano. Seguramente también sería capaz de emitir sonidos inteligibles para los hombres; Karjuk y él habían de tener algún modo de comunicarse, y no vi ningún dispositivo de traducción en las cercanías. No sabía si la tecnología kur había alcanzado esta sofisticación.
—No está acostumbrado al hielo —dijo Karjuk excusándole—. Como ya habrás deducido, no es una de esas débiles bestias del hielo, sino otro tipo diferente de kur.
—Es un kur de nave —dije.
Karjuk parecía perplejo. Imaginé que no sabía nada de los remotos mundos de acero.
—De los mundos en el cielo —dije.
—¿Hay mundos en el cielo? —preguntó él.
—Sí.
—¿Están lejos?
—No tanto como muchos piensan.
—Si eres tan listo, ¿por qué me has seguido hasta el norte? —preguntó.
—Tengo asuntos en el norte —dije—. Tengo una cita con alguien llamado Zarendargar, Media-Oreja.
—Nadie le ve —dijo Karjuk.
—Tú eras el guardián.
—Soy el guardián.
—Has traicionado tu puesto.
—Mantengo mi puesto a mi manera.
—¿Dónde está Imnak?
—Él también está con nosotros.
—Eres un embustero —dije.
—¿Cómo crees que os atrapamos?
—¡Mentiroso! —grité. Tendí la mano a través de los barrotes para agarrarle la garganta, pero él dio un paso atrás—. ¡Embustero! —grité—. ¡Embustero!
Entonces volvieron a empujar la jaula por el pasillo.
—¡Traidor! —grité, volviéndome para mirar al enjuto Karjuk que estaba en el pasillo con el kur a su lado—. ¡Embustero! El se dio la vuelta y se metió en la habitación de la que había salido.
Drusus caminaba detrás de la jaula y de los hombres que la empujaban.
—Si no me equivoco —dijo—, se acerca tu amigo Imnak.
Yo me di la vuelta para mirar hacia adelante. Por el pasillo venía Imnak. Alzó la mano en un saludo a quince metros de distancia.
—¡Imnak! —grité.
Al igual que Karjuk, llevaba botas y pantalones, y también iba con el torso desnudo. Igualmente llevaba el pelo recogido en una cinta. Al cuello lucía varios pesados collares. Iba comiendo una pata de vulo asado. Detrás de él venían tres chicas vestidas con las sedas de placer Poalu llevaba una breve túnica de seda amarilla, y Audrey y Bárbara vestían sedas rojas. Iban descalzas y con collar, y adornadas con cosméticos. Llevaban brazaletes en las muñecas y los tobillos.
—Saludos, Tarl, que cazas conmigo —dijo Imnak con una ancha sonrisa.
—A ti también te han capturado —dije.
—No. No me han capturado. Te han capturado a ti.
—No lo entiendo —dije.
—Aquí hace mucho calor —dijo Imnak mordiendo la pata de vulo.
—¿Cómo es que estás libre? —pregunté.
—¿Por qué crees que hará tanto calor aquí?
—Tú estabas de vigilancia —dije.
—Vigilaba para Karjuk —dijo él.
—¿Por qué no estás en una jaula como yo?
—Tal vez yo sea más listo que tú.
Le miré.
—¿Por qué tendría que estar en una jaula? —preguntó Imnak—. No lo entiendo.
—Te han capturado.
—No, es a ti a quien han capturado.
—Me querían hacer creer que me habías traicionado, Imnak —dije.
—¿Y tú no les has creído? —dijo él.
—Por supuesto que no.
—Yo en tu lugar sometería el asunto a nuevas consideraciones —dijo Imnak.
—No —dije—. ¡No!
—Espero que no permitas que esto interfiera en nuestra amistad —dijo Imnak preocupado.
—Por supuesto que no.
—Eso está bien.
—Es extraño, Imnak —dije—. Sentiría deseos de matar a cualquier otro hombre que estuviera en tu posición, y sin embargo contigo me resulta difícil incluso enfadarme.
—Eso es porque soy un gran tipo —dijo Imnak—, cualquiera en el campamento te lo dirá. Soy muy popular. Lo único es que no puedo cantar.
—Pero no eres leal —dije.
—Por supuesto que soy leal —dijo Imnak—. Todo depende de a quién ofrezca mi lealtad.
—Nunca lo había pensado de ese modo —dije—. Supongo que eres leal a Imnak.
—Es un gran tipo al que ofrecer lealtad —dijo Imnak—. Es amable y genial, y es popular en el campamento.
—Espero que estés orgulloso de ti mismo.
Imnak se encogió de hombros.
—Es cierto que soy muy bueno para muchas cosas —dijo.
—Entre ellas, la traición.
—No seas cáustico, Tarl que cazas conmigo —dijo Imnak—. Hablé con Karjuk, esto es lo mejor que podíamos hacer.
—Yo confiaba en ti.
—En caso contrario las cosas habrían sido más difíciles para mí —admitió Imnak.
Miré a Bárbara con sus sedas rojas.
—Estábamos preocupados por ti —le dije.
—Yo no —dijo Imnak.
—Fui capturada por una bestia de hielo, o algo parecido a una bestia de hielo —dijo ella—. Tenía anillas en las orejas, y parecía aliada con Karjuk. Me trajeron aquí. Luego llegó Imnak, y me devolvieron a él.
—Eres muy hermosa —dije.
—Gracias, amo.
—Tú también, Audrey —dije mirándola.
—Esta chica se alegra de que un hombre libre la encuentre agradable —dijo con los ojos llenos de lágrimas.
—Hemos de seguir nuestro camino —dijo Drusus.
—Te deseo suerte, Tarl, que cazas conmigo. —Imnak alzó la pata de vulo asado en ademán de saludo.
No hablé más con él. Cuatro individuos empujaron mi jaula. No miré hacia atrás.
—El oro compra a cualquier hombre —dijo Drusus. Llevaba la espada al cinto. En la mano derecha sostenía aquella arma ligera y alargada—. A cualquier hombre. —Yo no respondí. Me aferré amargamente a los barrotes de la jaula que avanzaba lentamente por el largo pasillo de acero.
Había dos pequeñas plataformas circulares. En cada una de ellas había una chica vestida con la clásica túnica larga y blanca. Ninguna llevaba collar, pero sí joyas. Cada una llevaba una corona, y sus atuendos, aunque simples, eran ricos. Podían haber sido ubaras. Pero se adivinaba que iban desnudas bajo las túnicas. En cada plataforma había un poste de acero de un metro de altura al que estaban encadenadas las muchachas por las muñecas. A sus pies había un collar de esclava con un poco de seda anudado en él.
Una de estas chicas había sido lady Tina de Lydius, a la que Ram había esclavizado. La otra era Arlene.
Uno de los hombres de los kurii bajó a la arena, entre las dos plataformas. Iba armado con la corta espada goreana.
Al otro lado de mi jaula había otra en la que estaba encerrado Ram, al que no había visto en varios días, desde que la tormenta nos separó.
Me alegró mucho que estuviera vivo.
Se abrió la jaula de Ram y él salió a la arena. Le dieron una pequeña espada.
Ram cortó el aire un par de veces y luego dio un paso atrás. En el centro de la arena se alzaba un individuo vestido de marrón y negro, al parecer el uniforme de los hombres de los kurii.
Ram me miró.
—Te deseo suerte —le dije. Él sonrió.
Miré al pequeño anfiteatro. Había unos cien hombres. Se hacían apuestas.
Yo sabía que Ram era hábil, pero no sabía hasta qué punto.
Detrás de mi jaula había un espejo. No comprendía por qué estaba allí.
Supuse que los kurii estarían observando detrás de él. Debía ser un espejo unidireccional.
El hombre que estaba en el centro de la arena habló con los dos combatientes que estaban cerca de él.
No habló mucho.
Las reglas de este deporte son simples. Son las reglas de la guerra.