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Authors: John Norman

Bestias de Gor (19 page)

BOOK: Bestias de Gor
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Yo eché a correr por la colina, patinando y deslizándome sobre la nieve, con la lanza en la mano.

Los otros hombres corrían detrás de mí gritando, con los arpones alzados.

La bestia se volvió para mirarnos.

Mientras corría hacia ella tuve la sensación de que el animal estaba calibrando la distancia que nos separaba y el tiempo que tardaríamos en cubrirla.

Sentí que no era un simple animal, un irracional descendiente de los sobrevivientes de una nave kur naufragada generaciones atrás, descendientes para los que la disciplina y la lealtad a los códigos de la nave carecían de significado, descendientes cuyo único destino era retroceder hacia el simple salvajismo animal. El kur que no es más que una bestia es menos peligroso en la mayoría de las situaciones que el kur que es más que una bestia. El primero sólo es terriblemente peligroso, el segundo es un incomparable enemigo.

En el momento en que el kur se volvió para mirarnos, el hombre pudo desenganchar al eslín del trineo. Cuando el kur volvió a darse la vuelta para mirarle, el eslín de nieve estaba libre y le saltó a la garganta.

Ahora me encontraba a pocos metros del kur. Vi salir disparado el cuerpo del eslín, desgarrado y ensangrentado.

El hombre había vuelto a golpear, pero la embestida no fue mortal. El kur tenía sangre en el cuello, allí donde había cortado la hoja, en un lado de la garganta.

Cogió la lanza del hombre y la partió en dos. Entonces el hombre echó a correr hacia nosotros.

El kur arrojó a un lado los restos de la lanza. El eslín yacía en la nieve. El trineo estaba abandonado. Las provisiones de carne y azúcar, o los bienes que llevara, estaban ahora a merced de la depredación del kur.

Pero él no se preocupó del eslín ni del trineo. Miraba al hombre.

Entonces supe que no era una bestia corriente. Un simple kur, hambriento, agresivo, se habría lanzado sobre el cuerpo del eslín o tal vez sobre la carne que llevara el trineo y, al ver a los cazadores rojos, habría huido.

Pero el kur se lanzó en persecución del hombre. Éste pasó junto a mí y yo enarbolé la lanza.

—¡Alto, bestia! —grité—. ¡Estoy preparado!

El kur se detuvo a unos veinte metros de mí, enseñando los colmillos.

—¡Ven a probar mi lanza! —le grité.

Creo que un kur normal habría cargado. Pero éste no. Oía detrás de mí a los cazadores rojos que, a unos cien metros de distancia, se acercaban corriendo.

Avancé otro paso hacia el kur, amenazándole con la lanza.

En unos momentos estaría rodeado de hombres armados que arrojarían gritando las lanzas a su cuerpo.

Con un último gruñido, sin quitarnos los ojos de encima el kur comenzó a moverse en diagonal apartándose de nosotros. Corrimos tras él, pero de pronto se dio la vuelta y llegó al cuerpo del eslín, lo agarró y lo arrastró, internándose rápidamente en la tundra cubierta de nieve.

Cuando se dio la vuelta vi que llevaba en las orejas dos anillas de oro.

Lo vimos desaparecer en la tundra.

—Me habéis salvado la vida —dijo Ram.

—¿Estás herido? —pregunté.

—No.

Nos estrechamos las manos.

—Pensé que te encontraría en la aldea de Kadluk e Imnak —dijo.

Imnak también había estado con nosotros en el muro. Y yo no me había ido al sur.

—¿Tienes té bazi? —preguntó Akko.

—¿Tienes azúcar? —preguntó Naartok.

—Sí —dijo Ram—. Tengo té y azúcar. Y tengo espejos y cuentas y cuchillos y otras mercancías.

Estas noticias fueron bienvenidas. A causa del muro ningún tratante había llegado al norte durante meses.

—¡Vamos a hacer una fiesta por nuestro amigo! —exclamó Kadluk.

—Oh —gimió Akko—, qué mala suerte, no hay mucha carne en el campamento, y la fiesta será muy pobre.

—Y además —dijo otro hombre—, las mujeres no sabían que venía alguien, así que no han puesto el agua a hervir.

Se tarda bastante tiempo en conseguir que el agua hierva sobre una lámpara de aceite, aunque la llama puede graduarse.

—Está bien —dijo Ram.

En realidad el campamento rebosaba de carne. Hacía años que no había habido tanta carne en el campamento. Y de hecho, las mujeres estaban preparando una gran fiesta.

—Lo sentimos —dijo Kadluk con la mirada gacha.

—Oh, está bien —dijo Ram alegremente—. Incluso un pequeño trozo de carne en compañía de amigos es una gran fiesta.

Los cazadores se miraban unos a otros furtivamente.

Dimos la vuelta, algunos hombres llevando el trineo, para volver al campamento. Naturalmente, Ram, que había sido tratante varios años, estaba familiarizado con las bromas de los cazadores rojos. No se le había escapado, por ejemplo, que habían salido a recibirle casi todos los hombres de la aldea. De esta forma sabía que le estaban esperando, y por el número de hombres que habían salido a por él, dedujo que tenía que haber mucha carne en el campamento. En caso contrario, muchos hombres estarían en el hielo con sus familias.

—La bestia iba a por ti —le dije.

—Me parece difícil de creer —dijo Ram—. Hablas como si el animal fuera inteligente.

—Y eso creo —dije—. ¿No viste las anillas de sus orejas?

—Por supuesto.

—Seguramente serían adornos.

—Se habrá escapado de su amo —aventuró Ram—, y sin duda fue su amo el que le puso los adornos en las orejas.

—Yo creo que fue él mismo quien se los puso.

—No me parece probable. ¿No viste que era una bestia?

—¿Crees que porque algo no se parezca a un ser humano no puede ser inteligente?

Ram palideció.

—Pero la inteligencia, combinada con tal ferocidad...

—Se llama kur —dije yo.

La casa de festejos estaba inundada de luz.

Arlene, desnuda, gacha la cabeza, se arrodilló ante Ram dándole un plato de carne hervida.

Él le puso un dedo bajo la barbilla y le alzó la cara.

—¿Quién es esta preciosa esclava? —preguntó—. Su cara me suena.

Ella le miró aterrorizada.

—Ah, sí —dijo él—, es la que estaba al mando en el muro.

—Sí —dije.

—La has hecho tu esclava.

—Sí.

—¿Es buena?

—Pronto lo sabrás —le dije.

Él se echó a reír.

—Quédate de rodillas ante nosotros, esclava —le dije a Arlene.

—Sí, amo.

Ram y yo cogimos carne de su plato, y ella se quedó donde estaba, arrodillada sobre sus tobillos.

—Estoy seguro de que la bestia iba a por ti —dije.

—Tal vez —dijo Ram.

—¿Te estuvo siguiendo mucho tiempo? —pregunté.

—No lo sé.

—No sé, pero supongo que te salió al encuentro, que te había estado esperando —dije yo.

—¿Cómo podía saber dónde esperarme?

—Me temo que mi presencia en esta aldea es conocida. Como no volví al sur, era fácil imaginar que había venido al norte. En el muro sólo había un cazador rojo, Imnak. Seguramente pensaron que vendría a su aldea. Y también pueden haberme estado espiando aquí. No lo sé.

Ram me miró.

—No entiendo nada.

—Creo que se sabía que yo estaba, o que estaría, en la aldea de Kadluk. En Lydius nos vieron juntos. Y así, cuando viniste al norte, pueden haber pensado que venías a buscarme.

—No lo he guardado en secreto —dijo Ram.

—De esta forma —continué—, si el enemigo conocía mi paradero y supo que intentabas contactarme, debía resultarle muy fácil tenderte una emboscada.

—Sí.

—Lo que no se les ocurrió, supongo, es que oiríamos desde tan lejos a tu eslín, y que los cazadores saldrían a tu encuentro.

—Hay otra posibilidad, todavía peor.

—¿Cuál es?

—Tal vez me hayan seguido para dar contigo.

—Es posible —dije—. Pero no importa.

—¿Cómo es eso?

—Creo que desean que participe en una entrevista. En cierto modo, he venido al norte respondiendo a una invitación. Si saben que estoy aquí, el enemigo puede intentar ponerse en contacto conmigo.

—O matarte.

—Sí —dije.

—¿Y por qué intentarían matarme los kurii? —preguntó Ram.

—Tal vez eras portador de información que no querían que yo recibiera.

—En Lydius, Sarpedon, el dueño de la taberna, y otros como yo mismo que acabábamos de llegar del muro, caímos de pronto y sin aviso sobre Sarpelius y sus hombres.

Recordé que Sarpelius había sido el tipo que se había hecho cargo de la taberna de Sarpedon, y que había conspirado para conseguir trabajadores para el muro.

—¿Sarpedon ha recuperado su taberna? —pregunté.

—Por supuesto —dijo Ram—. Sarpelius y sus hombres hablaron por fin, antes de que les vendiéramos desnudos en el puerto.

—¿Qué averiguasteis?

—Un tipo llamado Drusus, al que conocimos en el muro, pagaba sus honorarios y les daba instrucciones. Unos tarnsmanes transportaban a los trabajadores drogados hasta el muro.

—¿Y las chicas? —pregunté. Recordé a Tina y Constance—. No estaban en el muro.

—Por Sarpelius supimos que había un cuartel más al norte, al que sólo se puede llegar en primavera, en verano o a principios del otoño.

—Tal vez esté en el mar —dije. Puesto que el mar está congelado, no puede navegarse en invierno.

—Tal vez.

—Pero los tarns, como la mayoría de los pájaros, vuelan en el ártico sólo durante esas estaciones.

—Es cierto.

—De cualquier forma —dije—, creo que ese cuartel debe estar en el mar.

—¿Por qué?

—Si estuviera en tierra, los cazadores rojos de una u otra aldea habrían dado con él durante las cacerías. Supongo que ha de ser una gran instalación.

—No lo sé.

—¿Averiguaste algo más?

—Supimos que Drusus estaba en contacto con este cuartel misterioso. Y también supimos que a veces llevan allí esclavas escogidas.

—Como Tina y Constance —dije.

—Sí —dijo Ram—. Verás, yo pensé que tú sabías algo de esto, y que habías venido al norte a buscar a Constance.

—Así pues, tú has venido al norte principalmente para buscar a Tina.

—Sí.

—Pero no es más que una esclava —sonreí.

Ram se sonrojó.

—Pero es mi esclava —dijo enfadado—. Me la quitaron, y eso no me gusta. —Se golpeó en el pecho—. ¡Nadie puede quitarle una esclava a Ram de Teletus! ¡Voy a recuperarla, y luego si quiero la liberaré o la azotaré y la venderé!

—Por supuesto —dije.

—No me malinterpretes —dijo irritado—. Lo importante no es la chica, ella no es más que una esclava. Es una cuestión de principios.

—Por supuesto —le garanticé—. Pero parece que corres un gran riesgo para recuperar una chica que no es más que una esclava de un tarsko de plata.

—Creo que Tina es la esclava perfecta —dijo Ram con una mueca—. La quiero arrodillada a mis pies, a la sombra de mi látigo. —Entonces me miró seriamente—. Espero ir contigo al norte. Juntos podemos encontrar a Tina y a Constance.

—¿Quién es Constance, amo? —preguntó Arlene.

—Alguien que, igual que tú, un día fue libre —dije—. Ahora es una adorable esclava. Podría enseñarte muchas cosas acerca de cómo ser una mujer.

—Sí, amo —dijo Arlene bajando la cabeza.

—¿Qué sabes acerca de un cuartel en el norte, esclava? —le pregunté.

—No sé nada amo. Drusus traía dinero. Él era mi contacto. ¡No sé nada!

Cogí un trozo de carne.

—Yo supervisaba el trabajo de Drusus. Entonces me creía superior a él. No sé de dónde venía ni de dónde obtenía el dinero que traía. En realidad suponía que debía de haber otro enclave en este mundo, pero no sabía dónde. —Se le inundaron los ojos de lágrimas—. Créeme, te lo suplico. Si hay algún cuartel, no sé nada de él. Te suplico que me creas, amo.

—Tal vez te crea —dije.

Miré a Arlene. Ella se estremeció. Pensaba que había dicho la verdad.

—¡Audrey! —grité.

—Sí, amo —dijo Audrey, acercándose a nosotros y arrodillándose.

—Cógele a Arlene la carne hervida, y sírvela.

—Sí, amo —dijo. Cogió la carne y se levantó, girando su cuerpo cuidando de exponer su belleza insolentemente ante Ram. Luego se alejó, mirándole sobre el hombro con una sonrisa.

—Tienes unas hermosas esclavas, Imnak —dijo Ram.

—Son muy buenas tirando del trineo —dijo Imnak.

—También tienen otras utilidades —señalé yo.

—Puedes utilizarlas, por supuesto —dijo Imnak, poniendo a Thimble y Thistle a disposición de Ram.

—Gracias, pero ninguna de ellas era la que mandaba en el muro.

Miró a Arlene que estaba arrodillada ante nosotros. Ella dio un respingo.

—Carne —le dijo Ram.

—Voy a por ella —dijo Arlene comenzando a levantarse.

—No seas tonta —dije yo—. Se refiere a ti.

—Oh —dijo ella asustada.

—¿Eres buena? —preguntó Ram.

—No lo sé —musitó—. El amo lo dirá.

Ram se levantó y caminó hacia el muro de la casa de festejos. Allí arrojó al suelo la piel de lart que llevaba.

—Con tu permiso, Imnak —dijo Ram—, ya probaré a las otras más tarde.

—Utilízalas cuando quieras.

Ram se levantó, esperando junto al muro.

Arlene me miró asustada.

—Complácele —le dije.

—Sí, amo. —Hizo ademán de ir a levantarse.

—No —dije—. Arrástrate hasta él a gatas.

—Sí, amo.

Volví mi atención a la sala. Se representaba una escena de mimo. Los cazadores y las mujeres aplaudían con placer ante la habilidad de varios mimos. Naartok representaba a una ballena.

—Tarl que cazas conmigo —dijo Imnak muy seriamente—. Tengo miedo.

—¿De qué tienes miedo?

—El animal que vimos era una bestia del hielo.

—¿Y?

—Me temo que Karjuk esté muerto —dijo.

—¿Por qué lo dices?

—Karjuk es el guardián. Protege al pueblo de las bestias del hielo.

—Ya veo.

Los cazadores llaman a los kurii de piel blanca, bestias de hielo. Estos animales suelen cazar en el hielo en verano, generalmente en el mar. A diferencia de la mayoría de los kurii, tienen cierta afinidad con el agua y les gusta. En invierno, cuando el mar se congela, penetran en el interior. No se sabía gran cosa del misterioso Karjuk, incuso entre los cazadores rojos, excepto que era uno de ellos. Era un hombre extraño que vivía solo; no tenía mujer, no tenía amigos. Se movía en la oscuridad, silencioso, con su lanza. Se alzaba entre el pueblo y las bestias de hielo.

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