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Authors: John Norman

Bestias de Gor (17 page)

BOOK: Bestias de Gor
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La abracé mientras ella jadeaba y gemía en mis brazos. Ni siquiera la había penetrado ni acariciado íntimamente. Ella me miró con lágrimas en los ojos. Le separé las piernas bruscamente.

—Perdóname, amo —gimió—. Fue la idea de ser marcada.

—Así pues, esclava, ¿deseas el hierro?

—Sí, amo —gimió.

—Si te hubiera tenido en el sur te habría hecho marcar en seguida.

—Sí, amo. ¡Sí, amo!

—Ahora sírveme, esclava.

—Sí, amo. ¡Sí, amo!

—Amo... —dijo con voz muy baja, para no despertarme en caso de que estuviera dormido.

—Sí —dije.

—¿Crees que Imnak se quedará conmigo para siempre?

—No, no lo creo.

—¿Crees que me liberará?

—Por supuesto que no.

—¿Me matará?

—No lo creo, si eres complaciente.

—Seré complaciente. ¿Qué crees que hará conmigo?

—Imnak tiene ahora a Poalu.

—Ya no me necesita —dijo.

—No —dije—. Ni a ti ni a Thimble, aunque las dos sois cosas muy bonitas para tener en la tienda.

—¿Qué hará con nosotras?

—Supongo que la próxima primavera las dos seréis trocadas en el sur por té y azúcar.

—¡Trocadas! ¡Por té y azúcar!

—Agradece que no te vendan las mujeres pantera por puntas de flecha y un puñado de caramelos.

—¿Quiénes son las mujeres pantera?

—Mujeres fuertes, cazadoras que frecuentan los bosques del norte. Les gusta vender mujeres femeninas como tú.

—Oh —dijo.

—Eres una esclava. ¿Crees que te gustaría ser la esclava de una mujer?

—No —dijo con un estremecimiento. Me besó—. Soy la esclava de un hombre.

—Es cierto.

—Si me llevaran al sur, ¿me venderían allí?

—Sin duda.

—¿Públicamente?

—Seguramente.

—¿Desnuda?

—Tal vez llevaras cadenas, no lo sé —dije.

—Sólo un estúpido compra a una mujer vestida —dijo ella.

—Eso es un dicho goreano.

—Imnak me lo enseñó —rió ella.

—¿Estás segura de que lo entiendes?

—Por supuesto —dijo—. Si yo fuera un hombre sólo compraría una mujer que estuviera desnuda. Querría ver qué es lo que estaba comprando.

—Justamente.

—Incluso querría probarla.

—Eso se hace en ciertos tipos de venta —dije—, como las ventas privadas en el patio de la casa de un esclavista.

—Si hubiera un comprador guapo, intentaría complacerle.

—Tendrías que intentar complacer a cualquier posible comprador, o tu dueño te haría saber su enfado.

—¿Y en las ventas públicas en las grandes salas?

—Incluso en las ventas privadas, no se permite que el comprador utilice completamente a la chica.

—¿Completamente?

—Tal vez se le permita tocarla un poco. Se puede decir mucho con sólo poner las manos sobre una mujer. ¿Cómo tiene la piel por encima del codo? ¿Cómo se vuelve cuando la coges por los hombros y haces que se dé la vuelta? Puedes tocar su muslo, la suavidad detrás de sus rodillas. Levantar su pie. Si tiene el puente alto, la mujer suele ser buena bailarina. De nuevo haces que te mire. Sus ojos son muy importantes. En ellos se lee inteligencia. Le besas suavemente los pechos y los labios. Estudias sus ojos, sus expresiones. Luego la tocas, sin dejar de mirar sus ojos. Entonces ella grita pidiendo piedad, retorciéndose en sus cadenas. Entonces sabes todo lo que tienes que saber sin tener que obligarla a adoptar posturas de esclava.

—¿Entonces los esclavistas no suelen permitir que utilicen totalmente a sus chicas? —preguntó Audrey.

—Gratis no. A veces el posible comprador ha de pagar un anticipo que luego se deducirá del precio de venta.

—Parece un negocio seguro.

—En ciertas ciudades, junto con los documentos de venta se entrega una hoja con la garantía de la calidad de la esclava, en la que se certifica que es ardiente, junto con otras propiedades.

—¿Se hace eso en muchas ciudades?

—En muy pocas, y por una buena razón.

—¿Por respeto a las chicas?

—Por supuesto que no —dije—. Se hace en pocas ciudades porque existe la posibilidad de un fraude por parte del comprador. El cliente puede utilizar a la chica durante un mes y luego hacer una reclamación en virtud de la garantía.

—De modo que generalmente el cliente no sabe si la chica que compra es buena o no.

—Desde luego que lo sabe, si personalmente la encuentra atractiva. Y además, incluso una mujer frígida puede sudar y llorar en los brazos de un amo goreano.

—¿No se le permitiría la frigidez?

—No, el amo no la aceptaría.

—Pobre chica —rió ella.

—La frigidez es un lujo neurótico —le dije—. Sólo se permite en las mujeres libres, probablemente porque a nadie le importan mucho. De hecho la frigidez es uno de los derechos de una mujer libre. Para muchas de ellas es un orgullo, las distingue de las esclavas, es una prueba de que son libres. Pero si se las esclaviza, se las despoja de su frigidez igual que de sus ropas y sus propiedades.

—No todas las mujeres libres son frígidas —dijo ella.

—Claro que no. Pero aunque algunas mujeres libres no sean demasiado frías para calificarlas estrictamente de frígidas, ninguna de ellas es lo bastante ardiente para meterlas en la categoría de “esclavas”, por decirlo así. La sexualidad de una mujer libre puede ser medida en grados de frialdad, pero la sexualidad de una esclava se mide en grados de pasión o calor. Algunas esclavas son más calientes que otras, naturalmente, así como algunas mujeres libres son menos frías que otras, les guste o no. Y mientras la mujer libre mantiene un nivel de frialdad, la esclava suele incrementar sus grados de calor, en función de su amo. La esclava crece en pasión, y la mujer libre languidece en su frialdad, felicitándose por la aniquilación de sus necesidades.

—¿Saben las mujeres libres lo que se pierden?

—Creo que sí, en cierto sentido. Si no, sería inexplicable el odio que profesan hacia las esclavas.

—¿No hay cura para la frigidez de una mujer libre?

—Por supuesto.

—¿La esclavitud total?

—Sí.

No dijo nada.

—Toda mujer tiene la necesidad de someterse a un amo —dije—. Cuando se encuentra a los pies de un amo, su cuerpo no le permite seguir siendo frígida, porque ya no hay razón para ello. Ahora está en su lugar natural, a sus pies y bajo su poder. Le besa los pies y siente el calor y la humedad entre sus piernas, y no puede esperar para ser arrojada a las pieles.

Ella no dijo nada.

—Pero no estoy hablando simplemente de una cura —continué—. Hablo del comienzo de una carrera, de una vida de servicio, amor y pasión.

Me tumbé de espaldas.

—Amo...

—Sí.

—Por favor, amo —dijo—. Posee a tu esclava una vez más, antes de que los otros se despierten.

—¿Que te posea?

—Sí, poséeme —musitó.

—¿Audrey lo suplica?

—Sí, amo.

—¿Cómo te poseeré? —pregunté—. ¿Con ternura, cortésmente, con respeto y solicitud, como haría un hombre de la Tierra?

—No, no —suplicó—. Tómame como lo que soy, como una esclava.

La toqué dulce, tímidamente.

—¡Oh! —exclamó con pesar—. No, eso es como un hombre de la Tierra. ¡Qué cruel eres! No insultes la femineidad de una pobre esclava indefensa. No juegues con mis necesidades como un hombre de la Tierra. Oh, amo, satisfácelas como un hombre de Gor. ¡Te lo suplico, amo!

Me eché a reír.

—Te burlas de esta esclava —dijo en tono de reproche—. Qué indefensa estoy.

—Abre las piernas, esclava —le dije.

—Sí, amo. Mi amo goreano ha hablado.

—Ábrelas más.

—Sí, amo.

Miró mi mano apretando los dientes y con los ojos muy abiertos.

—¡Ayyyy! —comenzó a gritar, pero le tapé la boca con la mano izquierda. Se retorció, apretando los muslos sobre mi mano. Me miró.

—Eres una bella esclava —le dije.

Le abrí las piernas con la rodilla.

Entonces su cuerpo se pegó al mío. Tenía los ojos cerrados. Yo quité la mano de su boca y ella abrió los ojos.

—Gracias por taparme la boca —murmuró— para que no me oyeran gritar.

—No quería que despertaras a los otros.

—No podría soportar que hubieran visto cómo me rindo ante ti —susurró—. Habría sido humillante.

—Ya es hora de que se despierten —dije.

—¿Amo? ¡No, amo! —gritó—. ¿Qué estás haciendo?

—Voy a provocarte el primero de tus orgasmos de esclava.

—¡No! —gimió—. ¡No, por favor! Hay otros en la tienda. No quiero que las otras chicas sepan hasta qué punto soy una esclava. ¡No, amo, por favor!

Pero no quise tener piedad de ella.

—Tápame la boca —suplicó—. ¡Oh, oh!

Le inmovilicé los brazos, y ella se retorció y se contorsionó debajo de mí, y luego echó hacia atrás la cabeza gritando. Imnak alzó rápidamente la cabeza y luego, al comprender la naturaleza del ruido, se incorporó y cogió a Poalu. La estrechó contra sí y ella comenzó a besarle.

—¡Me someto! —gritaba Audrey—. Me someto a ti, mi amo.

Arlene y Thimble la miraban con furia.

—¡Esclava! —dijo Arlene.

—¡Sí, esclava, esclava! —sollozó Audrey. Entonces me cubrió el rostro de lágrimas y besos. Más tarde la sostuve ya calmada en mis brazos, mientras ella me lamía la barba.

16. IMNAK ME HABLA DE KARJUK

Imnak estaba sentado en un rincón de la tienda, tallando un trozo de cuerno de tabuk.

De vez en cuando se detenía, le daba la vuelta y lo miraba. A veces murmuraba:

—¿Qué se esconde aquí? ¿Quién eres? —Luego de pronto decía—: ¡Ah, eslín!

Yo le observaba tallar el hueso. Poco a poco fue emergiendo la forma de un eslín casi como si hubiera estado escondida en el marfil, el hocico y las patas, y la sinuosa forma. Las orejas hacia atrás, contra su cabeza.

Generalmente los cazadores rojos comienzan a tallar sin ninguna idea preconcebida, esperando pacientemente a ver si hay algo en el hueso que pueda ser liberado. Es casi como cazar. A veces hay una forma en el marfil o el hueso o la piedra. A veces no. El cazador quita el exceso de marfil y entonces surge la forma que se escondía dentro.

Imnak alzó el eslín.

En el lenguaje de los innuit no existe una palabra para designar el arte o al artista.

—Es un bonito animal —dije.

Ellos no necesitan estos elogios. ¿Por qué habría que elogiar al hombre que encuentra la belleza en el mundo? ¿No es algo que concierne a todos los hombres?

—Es tu eslín —dijo Imnak, entregándomelo.

—Te doy las gracias —dije yo. Lo miré. Era un eslín de nieve, fácilmente identificable por el grosor de la piel, las estrechas orejas y las anchas mandíbulas.

—Te doy las gracias —dije.

—No es nada.

—Pero yo nunca lo he visto —dijo Imnak.

Examinó la estatuilla.

Era la cabeza de un kur, en piedra azulada, con la oreja izquierda medio arrancada. Yo la había obtenido en la feria de Sardar.

—Creí que tú se la habías vendido al mercader en la feria —dije.

—Yo vendo estatuillas en la feria —dijo Imnak—, pero no vendí ésta.

—Entonces algún otro tuvo que darle la estatuilla —dije.

Imnak se encogió de hombros.

—Eso parece.

—Aparte de ti, ¿quién más entre los innuit ha viajado este año a la feria? —le pregunté.

—Sólo yo.

—¿Estás seguro?

—Prácticamente —dijo Imnak—. Es un largo viaje. Si otro hubiera ido creo que me habría enterado.

—¿Entonces dónde habrá conseguido el mercader esta estatuilla?

—No lo sé. Lo siento, Tarl, que cazas conmigo.

—Perdóname, Imnak, que cazas conmigo —dije—, no era mi intención poner en duda tu sinceridad. —Había insistido demasiado en el tema. Él me había dicho que nunca había visto la estatuilla. Para un cazador, eso era suficiente.

—¿Puedes decir, por su estilo, quién puede haberla tallado? —pregunté.

El arte de los innuit es muy parecido en todos los objetos. Pero para un ojo avezado, hay sutiles diferencias. Un hombre puede tener un estilo propio, sutilmente distinto de los demás, para liberar las formas del hueso, el marfil o la piedra.

Imnak examinó cuidadosamente la talla, dándole vueltas en las manos.

Me sentí muy mal. Esa estatuilla me había llevado hasta el norte, y ahora parecía que sólo me había conducido a un punto muerto. Contemplé sombrío la inmensidad de la base polar. El verano estaba muy avanzado.

—Imnak —dije—, ¿has oído hablar de una montaña que no se mueve?

Me miró.

—Una montaña de hielo —dije—, en el mar polar.

—No.

Volví a mirar la estatuilla.

—Imnak, ¿has visto alguna vez una bestia como la que representa la estatuilla?

—Sí.

Alcé los ojos bruscamente.

—En el norte de Torvaldsland —dijo—. En una ocasión vi una, hace años. La amenacé con mi arpón, y huyó.

—¿Tenía la oreja arrancada? —pregunté.

—Era de noche, y no la vi bien. Pero no creo.

—¿Era un animal grande?

—No demasiado.

—¿Cómo llamas a esos animales?

Se encogió de hombros.

—Bestias —dijo.

Suspiré. Seguramente habría sido una bestia joven, el hijo de un kur de alguna nave encallada hace mucho tiempo en Gor. Ocasionalmente son vistos estos animales, casi siempre en regiones remotas.

—Pero no era una bestia del hielo —dijo.

No le entendí.

—No era blanca —aclaró.

—Oh. ¿Hay bestias como éstas en el norte?

—Sí, aquí y allá, por el hielo.

Supuse que se trataría de nativos kurii, tal vez los sobrevivientes de alguna nave naufragada o encallada generaciones atrás. Yo sabía que había diferentes razas de kurii, aunque desde mi punto de vista no se distinguieran mucho unas de otras. Se suponía que habían tenido lugar unas guerras fratricidas entre varios tipos de kurii, que habían dado como resultado la destrucción de su mundo nativo. Imnak me devolvió la estatuilla. Estaba perdido. No tenía ninguna pista. Mi viaje al norte me había llevado hasta un punto muerto. Ahora no había nada que hacer, ningún lugar a donde ir.

—Cuando me levante —dije—, me volveré al sur.

—Muy bien —dijo Imnak.

Envolví la estatuilla y me la metí en el bolsillo.

—Es una obra de Karjuk —dijo Imnak.

Le miré de pronto.

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