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Authors: John Norman

Bestias de Gor (14 page)

BOOK: Bestias de Gor
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Ella gritó y cayó de la plataforma al suelo. Al mismo tiempo eché a correr hacia el tarn. Salté sobre la silla y tiré de las riendas. El monstruo alado gritó con ira y echó a volar con las alas restallando como látigos en el aire. Me eché hacia un lado cuando un segundo tarn intentó cocearme. Casi me caigo de la silla cuando otro tarn golpeó al mío, que se tambaleó. Luego se trabaron las patas de los dos tarns en el aire. Un proyectil de ballesta me silbó en el oído. Saqué el escudo de la silla. El cuarto tarn estaba debajo de mí. Vi que el hombre arrojó su lanza. Me rasgó la pierna. Dirigí al tarn hacia la izquierda y él viró, aún trabadas las patas con el otro tarn. El tarnsman de mi izquierda hizo retroceder a su animal para no chocar con su aliado. El hombre cuyo tarn estaba trabado con el mío también retrocedió y viró a la derecha. Los cuatro se reagruparon en formación y ascendieron en arco a unos metros de mí. Yo elevé mi tarn rápidamente sobre ellos. Entonces los hombres se desplegaron y comenzaron a trazar círculos por separado. Yo me esforzaba por mantenerme siempre por encima de ellos. En mi silla había una lanza. La solté de sus ligaduras. También había una ballesta a mi derecha, y un carcaj de proyectiles detrás de la silla. Vi abajo a la chica colgada de la anilla. Me elevé más con el tarn. Les esperaría entre las nubes.

Las lunas de Gor estaban altas cuando volví a la plataforma.

La caza había sido larga. Dos de los hombres habían sido tan estúpidos que me siguieron entre las nubes. Los otros dos se habían alejado. No pude atraparlos hasta la tarde. Habían luchado desesperadamente, y bien.

—Has escapado —dijo ella sorprendida—. Eran cuatro.

Mi tarn estaba débil y ensangrentado. No sabía si sobreviviría.

Al final habían atacado al pájaro. Poco después de eso yo había terminado con la pelea.

—Será mejor que huyas —dijo la chica—, antes de que vuelvan.

—¿Crees que te rescatarán? —le dije.

—Seguro.

Puse la mano en su cuerpo. Era la primera vez que la tocaba. Era realmente muy hermosa.

—¡No me toques! —siseó.

—¿Todavía esperas ayuda?

—¡Por supuesto! —dijo. Entonces gritó cuando yo arrojé al suelo las cuatro cabezas. Me sentía débil, había perdido mucha sangre de la herida de la pierna, así que bajé las escaleras de la plataforma y me dirigí hacia la cabaña para dormir un poco.

—¡Eres un bárbaro! ¡Un bárbaro! —chilló ella.

Yo no contesté. Entré en la cabaña para dormir. Me sentía débil.

Por la mañana ya estaba como nuevo.

El sol brillaba alto. Comí bien y preparé una mochila con suministros y mis pertenencias. Luego subí a la plataforma.

La chica estaba inconsciente. La abofeteé para despertarla.

—Me voy —le dije.

Ella me miró atontada. Yo no la miré a ella, sino a la tundra, a los restos renegridos de los troncos que habían formado el muro, a los edificios en ruinas. Pensaba quemar la última cabaña antes de partir. Hay en el norte una desolación que también puede ser hermosa. Hacía frío. Había nevado por la noche.

—¿Me vas a dejar morir aquí? —preguntó.

Corté sus ligaduras. Ella cayó al suelo, cubierto con cristales de nieve. Agarró las pieles que le había quitado el día anterior, para cubrirse.

Entonces bajé de la plataforma. Prendí fuego a la cabaña.

Estaba ante la cabaña incendiada y me volví para mirar la plataforma. La chica permanecía allí de rodillas, pequeña, apretando contra sí las pieles.

Era una enemiga.

Me volví hacia el norte. Yo también seguiría al rebaño.

No volví la vista atrás.

Hacia el atardecer me detuve y establecí un campamento. Comí carne seca. Observé la pequeña figura que se acercaba por detrás, a unos doscientos metros.

Cuando llegó a unos tres o cuatro metros de mí se detuvo. Yo la miré.

Se arrodilló.

—Por favor —dijo.

Le tiré un trozo de carne y comió ansiosamente.

Estaba desfallecida.

—Por favor —suplicó—. Dame más.

—Arrástrate hasta mí sobre la nieve —le dije.

—¡Nunca!

Seguí comiendo.

Entonces me incliné. Su cabeza estaba en la nieve, junto a mi rodilla.

—Por favor —suplicó—. Por favor...

Le puse un trozo de carne en la boca. Ella lo comió agradecida. Luego alzó los ojos hacia mí.

Me levanté. Debía seguir mi camino.

—Nunca pensé que encontraría a un hombre tan fuerte —dijo estremeciéndose. Pensé que debía ser de frío.

—¿Y el tarn? —preguntó.

—Estaba débil. Lo solté.

—Vas al norte.

—Sí.

—Tendrás pocas posibilidades de sobrevivir —dijo.

—Viviré del rebaño —dije—. El único peligro será el invierno.

En invierno a veces mueren incluso los grupos de cazadores rojos.

—No me sigas más —le dije.

—No puedo vivir sola en el norte —dijo ella—. Y no podría llegar viva al sur.

Pensé que había calibrado bien la situación.

—Las mujeres pantera frecuentan los bosques del norte, y sobreviven.

—No soy una mujer pantera. Soy una chica de la Tierra.

Asentí. No sabía nada de supervivencia. Estaba sola en un mundo hostil.

—Eres un enemigo —le dije.

—No me abandones —suplicó. Tragó saliva—. Sin un hombre que me alimente y me proteja, moriré.

—No es asunto mío —le dije.

—¡Oh, no! —sollozó—. ¡Por favor!

—No intentes seguirme —le dije—. Si insistes, te dejaré atada de pies y manos en la nieve.

—Soy bonita —dijo—. Sé que soy bonita. —Me miró con lágrimas en los ojos—. ¿No puedo convencer a los hombres para que me dejen vivir?

—Adopta posturas y actitudes —le dije—. Intenta que me sienta interesado por ti.

Con un gemido, intentó entonces interesarme. Era torpe, pero supe lo que quería saber. La chica que tan desesperadamente actuaba ante mí era una esclava por naturaleza. Ya lo había pensado desde el primer instante que puse mis ojos en ella, y ahora quedaba confirmado más allá de toda duda.

—Ya basta —le dije.

Se tumbó a mis pies, aterrorizada.

Le solté los tobillos y las manos, pero le até las muñecas por delante. Hice que se arrodillara ante mí con las piernas abiertas, sentada sobre los talones y con los brazos levantados, gacha la cabeza.

—¿Conoces los rituales de esclavitud? —pregunté.

—Yo, Sidney Anderson, de la Tierra, me someto a Tarl Cabot de Gor como esclava, para que haga conmigo lo que quiera.

Le até al cuello una correa, con nudos de captura. Era su collar. Los nudos servirían para identificarla como mi propiedad en el norte.

—Bésame los pies —le dije.

Ella inclinó la cabeza y presionó los labios contra la piel de mis botas. Luego alzó tímidamente el rostro con los ojos llenos de lágrimas.

Le puse las manos en el pelo.

—Eres Arlene —le dije.

Se estremeció de emoción.

—Alza las muñecas —le ordené.

Ella obedeció.

Entonces solté la correa que le ataba las manos.

—Nunca había llevado un nombre de chica —dijo.

Entonces la arrojé de espaldas a la nieve para empezar a enseñarle el significado del collar.

12. ACAMPO CON IMNAK

Tal vez yo fui el más sorprendido por la ausencia de árboles.

Unos cinco días después de adquirir a la esclava Arlene, había seguido al rebaño de Tancred hasta llegar al borde del glaciar Eje. Allí encontré el campamento de Imnak.

—Te estaba esperando —dijo Imnak—. Pensé que vendrías.

—¿Por qué lo pensabas? —le pregunté yo.

—Vi las pieles y los suministros que habías apartado para ti cuando estábamos junto al muro. Vi que tenías asuntos en el norte.

—Es cierto.

No me preguntó de qué asuntos se trataba. Era un cazador rojo. Si yo deseaba decírselo, lo haría. Decidí que hablaría con él más tarde. Llevaba en mi bolsa la pequeña estatuilla de piedra azul, la cabeza de un kur, un kur con media oreja arrancada.

—Yo confiaba en que tú me esperarías —le dije—. De otro modo me sería muy difícil atravesar el hielo.

Sabía que me había visto preparar mi bolsa.

Imnak sonrió.

—Fuiste tú quien liberó al tabuk —dijo. Luego se volvió hacia las chicas—: Levantad el campamento. Estoy ansioso por llegar a casa.

Cruzaríamos con la ayuda de Imnak el glaciar Eje para encontrar a los innuit, como ellos mismos se llaman, una palabra que significa “el pueblo”. Recordé que en el mensaje de Zarendargar, éste se había referido a sí mismo como general de guerra del “pueblo”. Yo pensaba que se refería a su propio pueblo. Los innuit no tienen “generales de guerra”; la guerra es desconocida entre ellos. Viven dispersos en pequeñas y aisladas comunidades. Es como si dos familias vivieran separadas en una vasta área. Poco sentido tendría una guerra entre ellos. En el norte hacen falta amigos, no enemigos.

Miré al glaciar Eje. Más allá estaba la base polar.

Thimble y Thistle desmontaron las cuerdas y postes de la tienda de Imnak y comenzaron a cargarlo todo en el trineo.

El látigo de Imnak restalló en la espalda desnuda de Thimble. Ella gritó.

—¡Ya me doy prisa, amo! —Se apresuró cargando el trineo. Thistle, la chica morena también se dio prisa, queriendo evitar que fuera su espalda la siguiente en probar el látigo.

—Veo que tú tienes una bestia —me dijo mirando a Arlene.

Ella retrocedió en la nieve, asustada del cazador rojo. Llevaba una chaqueta de piel sin mangas que le llegaba a las rodillas, y los pies envueltos en piel. Yo había improvisado su atavío. La miré. Ni siquiera sabía arrodillarse.

—Esas vestiduras —dijo Imnak— serán insuficientes en el norte.

—Tal vez puedas enseñarla a coserse ropas más adecuadas —dije yo.

—He hablado a mis chicas. Ellas la enseñarán.

—Gracias.

Estaba casi por debajo de la dignidad de un hombre enseñar a coser a una chica. Imnak lo había hecho con Thimble y Thistle, y no quería repetirlo.

—Veo que llevas una correa al cuello —le dijo Thimble a Arlene.

—Veo que llevas los pechos descubiertos —le dijo Arlene a Thimble.

—Quítate la chaqueta —le dije a Arlene. Ella me obedeció de malos modos. Imnak dilató las pupilas. Le gustaba haberla añadido a nuestro pequeño rebaño.

—A los arreos —dijo Imnak.

Thimble y Thistle se inclinaron y se engancharon a los arreos del trineo.

—Sois animales, ¿no? —preguntó Arlene.

—¿Puedes hacer otro arreo? —le pregunté a Imnak.

—Por supuesto.

Y pronto, para su rabia, Arlene estaba también en los arneses.

Imnak restalló el látigo sobre sus cabezas y ellas tiraron hasta que el trineo salió de las piedras para deslizarse sobre el hielo del glaciar Eje. Imnak y yo nos agarrábamos a la parte trasera del trineo. El hielo del glaciar estaba cubierto de las incontables huellas del rebaño de Tancred, que había dejado una estela de huellas de más de quince metros de anchura. Nosotros seguiríamos al rebaño.

El glaciar Eje es un valle entre dos cadenas de montañas, a veces llamadas Montañas Hrimgar, que en goreano significa Montañas Barrera. No es que sean una barrera, del mismo modo que lo son las Montañas Voltai o incluso las Montañas Thentis o las Montañas Ta-Thassa. Las Montañas Barrera no son tan rudas como estas otras cadenas montañosas, y están penetradas por numerosos pasos. El paso que nosotros atravesábamos en aquel momento era el paso de Tancred, porque es el que utiliza el rebaño de Tancred en su migración.

Cuatro días después de dejar el extremo norte del glaciar Eje, llegamos a lo alto del paso de Tancred. Las Montañas Hrimgar nos flanqueaban a ambos lados. Más abajo veíamos la tundra de la planicie polar, de miles de pasangs de extensión y de cientos de pasangs de profundidad. Se extendía más allá del horizonte.

Imnak se detuvo en la cima del paso y se quedó allí un largo rato, observando la grandeza de la tundra helada.

—Estoy en casa —dijo.

Entonces empujamos el trineo hacia abajo.

Supongo que yo no prestaba mucha atención al camino. Iba mirando al individuo que se movía entre la blancura. La bola de piel me golpeó en la espalda.

Y no fue eso todo lo que me golpeó en la espalda. En un momento, una pequeña mujer, una chica de los cazadores rojos, también me golpeó. Primero se detuvo tropezando con mi espalda porque me volví a mirarla. Luego me golpeó el pecho.

Después de un tiempo se detuvo y comenzó a regañarme a voces.

Me alegro de que las palabras sean, en cierto modo, menos peligrosas que las flechas y los puñales, porque si no poco habría quedado de mí.

Finalmente la mujer se cansó de vituperarme. Me miró con enfado. Llevaba las altas botas y las mallas de piel de las mujeres del norte. Como, desde su punto de vista, era un día caluroso, por encima de los cero grados, iba desnuda de cintura para arriba, como la mayoría de las mujeres de los cazadores rojos. Llevaba unos nudos al cuello. Parecía bonita, pero su mal genio habría avergonzado a una hembra de eslín. La piel que llevaba y la agudeza de su lengua sugerían que debía ser alguien de importancia. Más tarde sabría que las hijas solteras de los hombres más importantes a menudo llevaban las pieles más pobres. Es cosa del compañero o del marido el proporcionar buenas pieles. Esto tal vez sea un incentivo para que la mujer intente ser más complaciente para atraer a los hombres y tener buenas pieles para vestir. Pero si éste era el propósito, estaba claro que todavía no había funcionado con aquella chica. No me sorprendía. Había que ser muy osado para atreverse a regalarle pieles.

Ella movió la cabeza y se marchó. Llevaba el pelo recogido en un moño, como suelen llevarlo las mujeres de los cazadores rojos. Sólo se dejan el pelo suelto de casa durante la menstruación. En una cultura donde el intercambio de mujeres es práctica habitual, esta costumbre es una cuestión de cortesía con la que proporcionan a los amigos del marido información pertinente a lo oportuno de sus visitas. Pero esta costumbre no se extiende a las esclavas. Los animales no se adornan el pelo, y las esclavas generalmente tampoco. Imnak a veces les daba a Thimble y Thistle una correa roja para atarse el pelo, pero no siempre. Hacía con ellas lo que quería, y ellas hacían todo lo que él les mandaba. Él generalmente les daba la correa roja cuando se las llevaba consigo. Imnak tenía su vanidad. En cuanto a Arlene, a veces llevaba el pelo recogido y otras suelto sobre los hombros.

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