Bangkok 8 (7 page)

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Authors: John Burdett

Tags: #Intriga

BOOK: Bangkok 8
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Les siguieron otras industrias. Las chicas de los bares cuyo trabajo era bailar desde las ocho de la tarde hasta altas horas de la madrugada, policías del turno de noche, estudiantes que tenían que quedarse despiertos estudiando para los exámenes… Este estrés era ajeno al estilo de vida tailandés y requería tratamiento químico.

Ahora el progreso había tomado la forma de homicidios inexplicables. En Krung Thep un grupo de obreros de la construcción mutilaron a unos transeúntes en una juerga frenética de sangre. En el noreste, un monje adicto violó y mató a una turista. Los camioneros se precipitaban con sus camiones de diez ruedas en zanjas, embestían a los peatones y chocaban unos con otros.

La cifra oficial dice que hay alrededor de un millón de adictos a esta droga, pero supongo que la realidad será del doble. Muchos empresarios reconocen abiertamente que tienen que comprar
yaa baa
a precios al por mayor para distribuirla entre sus trabajadores, quienes no pueden permitirse el precio al por menor y no pueden trabajar sin ella.

Yaa baa
significa «droga loca» y hace referencia a la metanfetamina que se saca de la efedrina. Pasa muy deprisa a la sangre y penetra en el tronco cerebral. Cuando se fuma, sus efectos son aún mayores, a menudo violentos.

El
yaa baa
es mucho más fácil de producir que la heroína, un amateur puede aprender la química necesaria en una hora. En un día puede utilizar un compresor de pastillas para producir cien mil unidades, normalmente en un laboratorio móvil. Lo único que necesita es efedrina sin cortar, que por lo general se introduce en el país ilegalmente por Laos, o Birmania, o Camboya. ¿Tienen ustedes un ejército que necesita permanentemente recaudar fondos? El Khun Sha sí, el señor del United Wa. También lo tiene el Red Wa, y también el propio ejército oficial birmano. Bueno, se hace lo siguiente: construyes un laboratorio de
yaa baa
justo en la frontera con Tailandia, lo custodias con tus tropas, la mayoría de ellas ya son adictas a la droga, contratas a campesinos analfabetos y a miembros de tribus de la región para que accionen los mandos y den a los botones y —aquí viene la parte delicada— encuentras los contactos adecuados en Tailandia para que se encarguen de la distribución.

Lo que explica por qué estoy bailando en un club de Pat Pong a las tres y veintinueve de la madrugada.

Éste es el más venerable de nuestros barrios de prostitución, donde mi madre trabajó en la mayoría de bares en una u otra ocasión, ya que cambiaba de lugar de trabajo con frecuencia, según la suerte que tuviera a la hora de encontrar dientes, la relación con el jefe y la mamasan o simplemente por puro aburrimiento. Éste es mi hogar, razón por la que supongo que he venido aquí a buscar consuelo, como solía hacer cuando era niño. Me acercaba a menudo a primera hora de la noche antes de que se pusiera el disfraz horrible de chica de bar (como más me gustaba era con unos vaqueros y una camiseta, se la veía joven y sexy). O a veces a primera hora del día cuando no había podido dormir, por culpa de los fantasmas. Entonces, cogía un motocarro desde casa, atravesando la noche a toda velocidad. Si Nong estaba con un cliente, la mamasan me buscaba un lugar donde sentarme, algo de comida y una cerveza.

Hace una hora y media que la policía ha cerrado el mercado, los bares y los clubes, pero la calle me conoce de los viejos tiempos. No sé cómo, pero ya saben que Pichai ha muerto y es como volver a ser aquel niño otra vez. Un centenar de putas me miman. Aunque hay que pagar un precio. Tengo que bailar.

«Sonchai, Sonchai, Sonchai.» Dan palmas rítmicamente, insistentemente, y me señalan el escenario con la barbilla. Es lo que solía hacer, ganarme la cena. Día tras día, en casa, observaba a mi madre practicar sus eróticos movimientos de culo y meneo de tetas al son de la música de su tiempo, y jamás supo lo bien que yo los había aprendido hasta que una noche entró tras una sesión con un cliente y me vio allí arriba solo en el escenario, un chico de doce años bailando como una puta de toda vida.

Estoy bastante colocado, por supuesto. El
yaa baa
me ha fundido el cerebro, y lo he regado con cerveza y marihuana. La mamasan pone la música muy alta y me pongo a bailar frenéticamente. Bailando como una fulana. Bailando como Nong la diosa, Nong la puta. Soy mejor que Jagger en sus mejores tiempos, mejor que Travolta, quizá incluso mejor que Nong. La mamasan pone
The Best
de Tina Turner en el equipo de sonido y todo el mundo se pone a gritar «Sonchai, Sonchai, Sonchai…» Las chicas, la mayoría en vaqueros y camiseta y listas para marcharse a casa, rugen y me aplauden y consigo lo que llevo buscando toda la noche: olvidarme de todo.

Te llamo, te necesito, mi corazón está ardiendo,

te acercas a mí, te acercas salvaje y colocado.

Dame toda una vida de promesas y un mundo de sueños,

háblame en el lenguaje del amor como si supieras lo que significa.

Mmm, no puede estar mal.

Coge mi corazón y hazlo más fuerte.

Eres el mejor, mejor de todos…

Pichai.

Nadie se acuerda de Bradley, o si se acuerda no recuerdo que se acordaran. Estoy muy, muy colocado.

Trece

No hace falta que diga que el
yaa baa
ha sido un fracaso total, y me encuentro en Kaoshan Road sobre las ocho y media del día siguiente, sin haber dormido nada. Estoy sentado en un bar frente a las oficinas del servidor de Internet, bebiendo café solo mientras revivo la noche caleidoscópica en mi cabeza. Parece que recuerdo haber hablado con quinientas mujeres, y que ninguna de ellas se acordaba de Bradley. Recuerdo con absoluta vergüenza haber bailado en Pat Pong. Ahora, con el sol que ya calienta, es como si la noche se repitiera a sí misma. La calle está llena de extranjeros de piel blanca.

Es una escena distinta a la de Sukhumvit. De hecho, el lugar es tan extraño que apenas parece pertenecer a Krung Thep. Incluso los tailandeses vienen aquí a hacer turismo, a mirar embobados y juzgar.

Aquí los
farangs
a menudo vienen en parejas, chicas y chicos, mucho más jóvenes que la clientela de lugares como Nana Plaza, adolescentes que han decidido tomarse un año sabático, como lo llaman elllos, entre el instituto y la universidad, o entre la universidad y la realidad.

Kaoshan ofrece el alojamiento más barato de la ciudad, camas en pensiones por unos pocos dólares la noche en condiciones que incluso yo encontraría sórdidas. Aquí la sensación de estar de fiesta-fiesta-fiesta no muere nunca, ni siquiera durante las primeras horas de la mañana. La calle está flanqueada de tenderetes que venden DVD, videos y CD piratas, y guías turísticas del sureste asiático, puestos de comida, de cosas usadas, de sandalias y de camisetas. Entre los tenderetes y los cafés apenas queda espacio para caminar; los turistas con sus mochilas enormes se giran y se ponen de lado para abrirse paso, acaban de llegar en algún vuelo de larga distancia desde Europa o Norteamérica, en busca del alojamiento más barato, esperando conservar sus fondos para todo el tiempo que duren las vacaciones, quizá tanto como un año. ¿Recuerdan las escenas del barrio chino de
Blade Runnerl
Mi gente aprendió rápido a fabricar máscaras balinesas, esculturas camboyanas, marionetas birmanas, batik de Indonesia, incluso
didgeridoos
australianos. Puedes cambiar dinero, hacerte pierángs en todo el cuerpo, tocar los bongos, ver un vídeo o consultar tu correo electrónico. No tiene nada que ver con Tailandia.

Un hombre negro que quisiera pasar desapercibido sería listo al elegir Kaoshan Road.

Ahora un tailandés llega en moto para abrir las oficinas del servidor de Internet. Le doy unos minutos antes de cruzar la calle.

Este hombre tiene treinta y pocos; es evidente que pertenece a esa nueva generación de tailandeses diligentes y modernos que han visto la oportunidad que les ofrece la tecnología de Internet. Me lanza una mirada rápida y sabe de inmediato que soy poli. Le enseño la fotografía de Bradley.

El hombre lo reconoce al momento y me lleva arriba donde las máquinas aguardan sobre mesas de caballete y zumban y runrunean desde todos los puntos de la habitación. Cualquier persona que alquile un servicio de Internet tiene la obligación legal de rellenar un impreso emitido por el gobierno en la Ley sobre Telecomunicaciones, y el hombre saca una carpeta de uno de los archivadores y encuentra rápidamente el impreso de Bradley. El impreso está escrito

sólo en alfabeto tailandés y la mayor parte de la información que Bradley proporcionó también está en tailandés.

—¿Le ayudó a rellenar el impreso?

—No. Se lo llevó y lo trajo así.

—¿Hablaba tailandés?

—Un poco. No creo que supiera escribir en tailandés.

—¿Le vio alguna vez con alguien?

—Sólo vino dos veces a la tienda, una para recoger el impreso y otra para entregarlo. Las dos veces vino solo. —El hombre duda. Le animo a continuar con un movimiento de cabeza—. Pero creo que lo vi una vez, caminando por la calle. Era difícil no verlo. Iba con una mujer. —Vuelvo a asentir—. Bueno, una mujer impresionante. Al principio creí que era afroamericana como él, pero luego vi que sus ojos eran como los nuestros, y que su piel era más morena que negra y que tenía el pelo básicamente liso, pese a que se lo había encrespado un poco. Era alta, mucho más alta que la mayoría de tailandesas, pero no tan alta como él, por supuesto. Le llegaba a la altura del hombro. —El hombre sonríe burlonamente—. Yo le llegaba al tórax.

—¿De qué color tenía el pelo?

—Con mechas de distintos colores, verdes, naranjas, ¿sabe? Pero bien hechas. Verlos a los dos paseando por la calle era como ver un desfile de moda. La mujer era muy sexy, como salida de una película. La gente se volvía para mirarlos, creo que se preguntaban si habían llegado dos estrellas de cine de Estados Unidos. Parecía que a ella le gustaba ser el centro de atención.

—¿Y él?

—Creo que él era un tipo serio. Parecía un norteamericano serio, ¿sabe? Ella parecía más frivola. Pero como le he dicho, sólo los vi una vez, y de lejos, puede que incluso no fuera él. Aunque creo que sí, porque en Krung Thep no muchos como ellos.

Ésta es la primera pista de verdad que tengo y quiero recompensar a este hombre. Copio la dirección de Bradley tal y como está escrita en tailandés y le digo:

—Escuche, tarde o temprano unos agentes del FBI vendrán a pedirle que les deje ver este impreso y le harán el mismo tipo de preguntas que le he hecho yo. —¿Y?

—No tienen ningún poder para investigar en nuestro país. No está obligado a contarles nada.

—¿Qué quiere que haga?

Sonrío.

—Yo de usted, les dejaría que me sobornasen.

El hombre asiente. La sugerencia no le sorprende nada.

—¿Qué precio estaría bien?

Lo pienso. Estoy totalmente a favor de la redistribución de la riqueza global de Occidente a Oriente.

—Yo de usted no hablaría por menos de mil dólares. —Hace un cálculo instantáneo: cuarenta y cinco mil bahts, no es una fortuna pero sí una suma considerable caída del cielo. Junta las manos cerca de la frente y
waia.

—Gracias, detective.

—De nada. Y si vuelve a ver a la mujer, avíseme.

Fuera en la calle, me mareo de repente. La metanfetami— na ha absorbido todos los nutrientes de mi sangre y estoy desfalleciendo. Oigo retumbar en mi cabeza los ritmos de una tienda de discos cercana y creo que voy a vomitar. El mundo se está inclinando unos treinta grados para cuando encuentro la
soi
estrecha donde se supone que está el piso de Bradley.

Catorce

Para mi sorpresa, la dirección de Bradley no es un piso sino una casa vieja de madera construida sobre pilotes. Me quito los zapatos, subo la escalera de madera hasta la puerta principal y examino el tirador de la campana. Es viejo, de latón, una antigüedad curiosa, quizá tenga setenta años o más. Debajo, un nombre grabado también en una placa de latón: William Bradley.

Espero cinco minutos antes de volver a tirar. Me parece oír el sonido de unos pies descalzos sobre las tablas de teca, pero es difícil estar seguro por culpa del ruido del tráfico lejano y el interminable bum-bum-bum de los altavoces de Koashan Road. Vuelvo a llamar. Al tirar por tercera vez me doy cuenta de que una mujer de unos sesenta años me observa desde una ventana abierta con la mirada temerosa de la timidez incurable. Le ofrezco mi mejor sonrisa.

—¿Está khun Bradley? —Me mira—. Soy agente de policía. —Cojo mi placa y se la enseño, consciente de que probablemente sea analfabeta. Sigue mirándome, así que vuelvo a intentarlo—: Madre, traigo el alquiler de la semana pasada.

Una sonrisa aparece en su rostro: ingenua, pueblerina, alegre. Una lengua y unas encías de un rosa vivo resaltan sobre el ébano puro de los pocos dientes que aún le quedan. Parece que la casa incluso se enorgullece de tener una auténtica abuela con una auténtica adicción a masticar hojas de betel. Desaparece y con una rapidez sorprendente la puerta se abre. Mide menos de metro y medio y tiene el pelo negro recogido en una cola de caballo que le llega al final de la columna vertebral; no tiene ni una cana. Lleva un sarong y una camisa color crema, una cadena de oro con un óvalo dorado que muestra a un antiguo rey de Tailandia. Junta las palmas de las manos y hace una respetuosa
wai.
Ahora que ha decidido confiar en mí deja que otra sonrisa revele el alma intacta que se esconde tras sus ojos.

Cuando entro en la casa, la anciana se asoma a la barandilla de la escalera y escupe un líquido de color bermellón intenso que da en un objetivo concreto del suelo.

—Recuérdeme, madre, ¿cuánto le pagamos a la semana?

—Cuatrocientos cincuenta bahts.

Saco un fajo de billetes enrollados del bolsillo.

—Siento haberme retrasado.

—No se ha retrasado, hoy es día de pago.

—¿Cuándo los vio por última vez?

—Hace dos días. Pero ella volvió en algún momento y se llevó sus cosas. Debió de ser ayer, cuando yo estaba con mi hija en Nakhon Sawan.

—¿Ayer libró?

—Sí.

—¿Duerme aquí?

—Sí.

Me pongo en cuclillas para no quedar mucho más alto que ella. Al momento, ella se pone también en cuclillas, para no tener los ojos por encima de los míos. Saco la foto de Bradley.

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