Mientras casi me llevo por delante puestos de comida, trabajadoras sexuales y el tráfico que viene en dirección contraria, doy golpes de volante, bandazos en fracciones de segundo e incluso acciono el freno de mano en una ocasión, intento recordar por qué es famoso el puente de Dao Phrya. ¿De qué me suena?
Somos muy felices.
Sabai
significa sentirse bien y
samuk
significa divertirse. Son las dos sensaciones que experimentamos mientras nos dirigimos a una velocidad endemoniada hacia el puente, mientras Pichai salmodia en pali, la lengua antigua de Gautama Buda, para protegernos de los accidentes. También pide a los santos budistas que no matemos accidentalmente a nadie que no lo merezca. Entrañable Pichai.
Krung Thep significa Ciudad de los Ángeles, pero nos encanta llamarla Bangkok si eso ayuda a alejar a un
farang
de su dinero.
He recordado ya por qué era famoso el puente de Dao Phrya.
—Los chabolistas, todo un pueblo. Llevan allí más de veinte años. Todos pertenecen a una tribu del noroeste, los karen. Tienen una gran destilería. Sus principales fuentes de ingreso son el juego y el whisky, combinados con un poco de prostitución, mendicidad y robos para llegar a fin de mes.
—Deben pagar protección. ¿Qué distrito es éste? Me encojo de hombros.
—¿El 14, el 15?
—El 15 es de Suvit. Es un cabrón.
Asiento con la cabeza,
—Se reencarnará en un piojo en el ano de un perro.
—Pero antes será un fantasma hambriento durante ochenta y dos mil años.
—¿Son ochenta y dos?
—Es la sentencia estándar para los hombres como él. Frunzo el ceño. La meditación de Pichai está mucho más avanzada que la mía, pero su dominio de las escrituras a menudo es incierto.
Vemos el Mercedes gris desde el puente cuando cruzamos el canal, lo que me sorprende. Han pasado más de dos horas desde que Tráfico nos informó de dónde había sido visto, quizá por alguno de los chabolistas. ¿Por qué llamaría un chabolista a Tráfico?
Como muchas otras cosas en mi país, la vía de salida del puente hacia la margen del río desaparece de repente, sin aportar ninguna contribución a la economía. Está justo ahí, como nosotros. El coche queda frenado en la grava que ha sustituido abruptamente al asfalto, a unos treinta metros de ese Mercedes rodeado de hombres, mujeres y niños. Encorvados, harapientos, han asumido de forma automática las posturas retraídas que adoptan los pobres cuando llega la policía. Algunos tienen los ojos rojos y la boca torcida propios de los que están siempre borrachos. Nunca sabremos cuál de ellos hizo la llamada. Nunca nos dirán nada. Son mi gente.
Pichai sale primero del coche. Aún lleva su arma, que le cuelga sobre la nalga izquierda mientras me apresuro a seguirle, sujetando mi propia pistolera mientras nos dirigimos por la grava hacia el grupo, que se abre para dejarnos pasar.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué estáis mirando? —Ni un murmullo, ni siquiera un gesto con la cabeza, pero una mujer que lleva una camiseta rasgada y un sarong, descalza y en un estado de embriaguez avanzado alza la cabeza hacia el puente y aúlla. Al mismo tiempo, oigo que Pichai gruñe igual que gruñe un hombre valiente cuando otro podría gritar. A su pesar, se aparta del coche para dejarme ver. Yo también gruño, pero es mi forma de camuflar el miedo. Miro a Pichai, que es mejor tirador que yo.
—Mira la puerta —me dice Pichai.
El Mercedes es un coche de cinco puertas alargado y alguien ha colocado una barra de hierro en forma de C, de las que se usan para reforzar el hormigón, por entre las manijas de las puertas delantera y trasera del lado del conductor. Cualquiera, incluso un niño, podría bajar tranquilamente la ventanilla, retirar ese hierro y escapar, pero supondría tiempo, tiempo para entender qué estaba bloqueando las puertas, tiempo para bajar la ventanilla. También supondría no tener la mente nublada por el terror.
A muchos norteamericanos les dan miedo las serpientes, incluso a los marines. El Vietcong las utilizó como armas en los túneles de Cu Chi y surtieron un gran efecto. Ésta, una pitón gigantesca, se ha enrollado alrededor de los hombros y del cuello del hombre negro y está intentando tragarse su enorme cabeza. Advierto que las pitones normalmente no tiemblan así, y que tampoco suelen desplazarse en un Mercedes. ¿Es el hombre negro quien hace temblar a la serpiente o es al revés?
Ordeno a la gente que se aparte mientras Pichai saca su pistola.
—La bala podría rebotar, podría salir en cualquier dirección, vayan debajo del puente.
Cuando lo han hecho, Pichai se agacha junto a la ventanilla del conductor, pero no queda satisfecho con el ángulo de tiro. No quiere darle al marine, que aún podría estar vivo, pero ¿cómo saber si el cristal alterará la trayectoria de la bala? Rodea el coche deprisa y con sobriedad antes de regresar a su posición original.
—También han bloqueado las otras puertas.
Se ha controlado y sé lo que pasa por su mente. Ha prometido eliminar el karma terrible que debió de seguir al asesinato del camello de
yaa baa
convirtiéndose en santo budista, un
arhat,
en esta vida. Un
arhat
no duda en sacrificar su vida cuando el deber lo requiere. Un
arhat
domina el miedo.
Se agacha, apunta con cuidado y dispara. ¡Buen tiro! Tres cuartas partes de la cabeza de la pitón han estallado. Pichai retira el gancho metálico de la puerta y la abre, pero el enorme marine soporta un gran peso: ahora la serpiente flácida envuelve su cabeza y cae contra la puerta, sin que Pichai pueda cargar con ambos. Antes de que pueda correr a ayudarle, el marine y la pitón han caído sobre mi querido amigo, inmovilizándolo en el suelo. Mientras me acerco, doy por sentado que su grito se debe simplemente al miedo, ya que al principio no veo (o no quiero creer) que una pequeña cobra se ha agarrado apasionadamente a su ojo izquierdo. Con un fuerte tirón, lo libero a rastras de debajo del marine, saco mi arma y me tumbo a su lado mientras se retuerce sujetando la cobra con una mano.
Otra característica de la
Naja siamensis
es que nunca suelta a su presa. Le disparo en la garganta y sólo entonces comprendo lo que Pichai intenta decirme en su agonía. Las hay a docenas, una cascada virtual, temblando extrañamente y escupiendo mientras saltan del coche. Una aparece entre los botones de la camisa, que ondula cobrando vida, del hombre negro.
—Que no lleguen adonde está la gente. Dispárales. Las habrán drogado para que tiemblen así.
Me está diciendo que ya está muerto, que no tiene sentido pedir ayuda por radio. Aunque mandaran un helicóptero, ya sería tarde. Nadie sobrevive a una picadura de cobra en un ojo. Éste ya tiene el tamaño de una pelota de golf y está a punto de salirse de su órbita, y las serpientes se están acercando con un frenesí narcótico. Paralizado en ese momento, empiezo a dispararles, poniéndome también frenético. Salgo corriendo hacia el Toyota a por más munición. Con la angustia contrayendo mis facciones me tumbo a la espera de que aparezcan las serpientes atrapadas entre las ropas del hombre. Una a una van saliendo retorciéndose y les disparo desde el suelo. Sigo disparando después de haberlas matado a todas. Vacío unos siete cargadores.
Después de matar al camello de
yaa baa
, nuestras madres nos concertaron una entrevista con el abad de un monasterio situado en un bosque del norte, que nos dijo que éramos la forma de vida más rastrera de los diez mil universos. Pichai había clavado la botella rota en la yugular de la humanidad y, por lo tanto, del mismísimo Buda, mientras yo me reía. Después de seis meses de mosquitos y meditación, el remordimiento se había apoderado de nuestros corazones. Seis meses después, el abad nos dijo que enmendaríamos nuestro karma convirtiéndonos en policías. Su hermano menor era un coronel de policía llamado Vikorn, jefe del distrito 8. Sin embargo, teníamos prohibida la corrupción. Si queríamos escapar del infierno de los asesinos íbamos a tener que ser policías honrados. Más aún, policías
arhat.
Sin duda, el abad mismo es un
arhat,
un hombre realizado por completo que se detiene voluntariamente a orillas del nirvana, posponiendo su liberación total para enseñar su sabiduría a desgraciados como nosotros. Él lo sabe todo. Ahora Pichai está con él, mientras que yo estoy aquí atrapado en esta contaminación llamada vida en la tierra. Deberé esforzarme más cuando medite.
Esperé junto al coche a que viniera la furgoneta después de cubrir a Pichai con mi chaqueta. Una patrulla de la policía llegó con el furgón y un equipo se puso a recoger las serpientes muertas y a grabar imágenes de la escena. Hicieron falta cuatro hombres para coger a la pitón, que no dejó de resbalar de sus hombros hasta que descubrieron cómo agarrarla. Fui sentado con Pichai y el norteamericano negro en la parte de atrás del furgón mientras íbamos a toda velocidad hacia el depósito; me quedé con mi amigo mientras los encargados lo desnudaban, intentando no mirar el lado izquierdo de su rostro. El negro gigante yacía en una camilla, su cuerpo desnudo cubierto de bubones negros y gotas de agua del hielo deshecho que brillaban como diamantes bajo las luces. Llevaba tres perlas en una oreja, ningún pendiente en la otra.
Firmé para recoger la pequeña bolsa de plástico con los efectos personales de Pichai, que incluía su colgante con el Buda y una bolsa más grande de ropa, y me fui a casa, al pisucho que tengo alquilado en un barrio junto al río en las afueras de la ciudad. Según las normas, tendría que haberme dirigido directamente a la comisaría, haber empezado a redactar mi informe, y rellenar los impresos, pero estaba demasiado abatido y no quería que los otros polis vieran mi dolor. Había mucho celoso de mi amistad íntima con Pichai.
El dharma nos enseña la transitoriedad de todos los fenómenos, pero uno no puede estar preparado para la pérdida del fenómeno al que ama más que a sí mismo.
El móvil de Pichai se quedó sin saldo cuando intenté llamar a mi madre desde mi habitación. Ninguna de las habitaciones del complejo de viviendas subvencionadas en que vivo tiene teléfono, pero en cada planta hay una oficina que pertenece a la empresa administradora que sí dispone de uno. Bajo la mirada de la empleada gorda, que está enganchada a los copos de arroz con sabor a gamba, llamo a mi madre, que vive en las llanuras húmedas a unos trescientos kilómetros al norte de Krung Thep, en un lugar llamado Phetchabun. Ella y la madre de Pichai son ex compañeras, amigas íntimas que se retiraron juntas a su pueblo natal, compraron una parcela de terreno y construyeron dos palacios horteras; es decir, que las dos casas de dos pisos con tejados de tejas verdes y balcones cubiertos son palaciegos según los estándares campestres. Mientras espero, oigo el crunch-crunch-crunch de Som la Gorda terminándose a duras penas los copos, y el peso de su atención es como sostener cien sacos de arroz sobre los hombros, porque ha visto mi desolación.
Me siento como un cobarde por no contárselo yo mismo a la madre de Pichai, pero no puedo enfrentarme a este cometido ni confiar en no derrumbarme cuando hable con ella. Nong, mi madre, lo hará mucho mejor que yo.
Escucho la señal de llamada en el móvil de mi madre. Cambia de modelo cada dos años porque siempre quiere tener el más pequeño. Ahora tiene un Motorola tan diminuto que puede llevarlo en el escote. Me lo imagino sonando y vibrando entre los pechos de mi madre. Siempre contesta con cautela, ya que no sabe si será un antiguo amante, quizá un
farang
de Europa o Estados Unidos, que se ha despertado en plena noche y la echa de menos. La soledad de los
farangs
puede ser una enfermedad fatal que trastorna su mente y les tortura hasta que explotan. Cuando empiezan a hundirse se agarran a cualquier cosa, incluso a una puta de Bangkok con la que pasaron una semana de turismo sexual hace tiempo.
Mi madre lleva más de diez años retirada, pero todavía recibe llamadas de vez en cuando. La culpa es sólo suya, porque siempre dispone que las llamadas a sus móviles antiguos se desvíen al nuevo. ¿Quizá todavía espera esa llamada especial? ¿Quizá es adicta al poder que ejerce sobre los hombres blancos desesperados?
—¿Diga?
Se lo cuento y por una vez no sabe qué decir. Oigo su respiración, su silencio, su amor, el de la mujer que vendió su cuerpo para criarme.
—Lo siento tanto, Sonchai —dice al final—. ¿Quieres que se lo diga a la madre de Pichai?
—Sí, no creo que pueda enfrentarme a su dolor ahora mismo.
—No es mayor que el tuyo, cariño. ¿Quieres venir? ¿Quieres quedarte conmigo unos días?
—No. Voy a matar a las personas que lo hicieron.
Silencio.
—Sé que lo harás. Pero ten cuidado, cielo. Este asunto parece muy grande. ¿Vendrás al funeral, por supuesto?
He pensado en ello cuando volvía a casa desde el depósito.
—No, no creo.
—¿Sonchai?
—Los funerales en el campo.
El cuerpo de Pichai yacerá en su ataúd decorado debajo de un pabellón en los jardines del
wat
local, con un grupo tocando cantos fúnebres toda la tarde. Luego, al atardecer la música será más animada, la madre de Pichai habrá sucumbido a la presión de la comunidad y dará una fiesta. Habrá cajas de cerveza y whisky, baile, un cantante profesional, juego, quizá una pelea o dos. Los camellos llegarán en moti^ para vender
yaa baa.
Lo peor de todo será el incinerador. En ese lejano lugar parece algo salido de los primeros días del vapor, con una chimenea larga, oxidada, con el tamaño justo para acomodar el ataúd, y una bandeja para encender un fuego de leña debajo. El olor de la carne de Pichai asándose flotará en el aire varios días. La carne de mi mejor amigo es mi carne.
—Lo quemarán en esa cosa, ¿verdad?
Mi madre suelta un suspiro.
—Sí, supongo que sí. Ven pronto, cielo. ¿O quieres que vaya yo a verte?
—No, no. Ya iré yo. Cuando acabe todo.
Por una vez, Som la Gorda está boquiabierta cuando cuelgo el teléfono, un puñado de copos rosas a medio comer entre los dientes. Quiere decirme que lo siente, pero no me conoce lo suficiente. La naturaleza de su karma es que no puede expresar sus sentimientos debido a algún tipo de envilecimiento en otra vida y, por lo tanto, está condenada a ser gorda y rencorosa. Sin embargo, lo intenta, alzando inútilmente la ceja, gesto al que no respondo al salir de la habitación. Oigo que en la oficina suena el teléfono mientras recorro el pasillo y pienso que Som la Gorda tendrá que tragarse los copos que tiene en la boca antes de contestar. Estoy a punto de introducir la llave en la cerradura de mi puerta, que se parece mucho a la puerta de una celda, cuando oigo que me llama y, al darme la vuelta, veo que ha salido de la oficina y que se dirige hacia mí jadeando, su grasa meciéndose debajo del vestido de algodón.