De repente, los dos me miran con curiosidad e intensidad. Admiro cómo han ido al grano tan deprisa. ¿Quién dice que los norteamericanos no son sutiles?
—Entiendo.
Por alguna razón, esta afirmación les sorprende.
—¿Sí?
—Si no es terrorismo, debe de ser lo otro, ¿no?
Nape suspira aliviado mientras que Rosen mira fríamente hacia la puerta. Cuando vuelve a alzar la vista, lo hace con una sonrisa tan falsa que me resulta casi ofensiva.
—¿Lo otro?
Nape y yo intercambiamos una mirada. Rosen realmente es muy nuevo en la ciudad y Nape quiere disculparse, pero no hay ocasión. Rosen está esperando que responda a la pregunta. Parece que hemos dado por terminadas las sutilezas. Espero el movimiento de cabeza de Nape antes de contestar.
—Bradley tenía unos cuarenta y cinco años —comienzo.
—Cuarenta y siete —me confirma Nape, con la esperanza clara de que ésa será explicación suficiente, pero Rosen sigue mirándome.
—¿Le faltaba poco para retirarse?
—Le quedaba casi un año.
—¿Quizá llevaba aquí una temporada?
—Cinco años. Mucho más tiempo de lo normal, pero encajaba en este lugar.
—¿Le gustaba la ciudad?
—Era un hombre muy reservado, pero la respuesta es sí, le encantaba.
—¿Disfrutaba de un estilo de vida privilegiado y tenía intención de quedarse aquí después de retirarse? —Alzo la mirada.
Por fin, Tod Rosen hace un gesto de reconocimiento con la cabeza.
—Supongo que estamos pensando en lo mismo, detective. Sólo quería estar seguro. Cree que traicionó a sus proveedores, ¿verdad?
—Ésa sería la primera hipótesis.
—¿Ha oído alguna vez que utilizaran serpientes?
—La verdad es que no. Nunca. Pero no es raro que la parte agraviada dé un castigo ejemplar a la fuente de su motivo de queja.
Pour encourager les autres.
—No era mi intención ser pretencioso. El francés me vino a la cabeza, como me sucede de vez en cuando. Me alivia que Rosen sonría.
—Buen acento. Yo también pasé una temporada en París. «Para animar a los otros». Sí, sin duda es lo que parece, ¿verdad? —Menea la cabeza—. Qué muerte más horrible. —Me está mirando: ¿Quién es este poli mestizo del Tercer Mundo que habla inglés y francés? Nape lo ha supuesto. Es un perro viejo de Krung Thep. Ahora sólo hay un deje de desprecio anglosajón en su expresión, para el hijo de una puta.
De repente, Rosen se levanta y se pone a hablar mientras camina.
—Para decirle la verdad, no sé hasta qué punto Washington quiere indagar en este asunto. Van a mandar a una mujer, una agente especial, pero puede que sólo sea para guardar las apariencias. ¿Cómo se supone que va a investigar un asunto como éste una agente especial que no habla tailandés y que no conoce la ciudad? —Casi para sí mismo—: Quizá la jodio en Estados Unidos y la mandan a Tailandia. Mientras tanto, sin embargo, en interés de nuestro intercambio de información, quiero preguntarle cómo encajaría esto con su hipótesis. Lo encontramos en su taquilla. No había nada más de interés, sólo esto.
Se dirige a su mesa, abre el cajón cerrado con llave y vuelve con un hoja de periódico hecha una bola. Mientras deshace la bola, advierto que el periódico está en un alfabeto extranjero. Ni tailandés ni inglés. Debajo de la hoja, una roca marrón y negra con una forma parecida a una pirámide y de unos quince centímetros de altura. Examino la roca, luego utilizo un trozo del periódico para levantarla y darle la vuelta. La mayor parte de la roca está cubierta de barro, liquen y otros restos de la selva, pero hay algunas marcas en la base, como si la hubieran raspado, que dejan al descubierto un fondo verdoso.
—Jade. Las marcas las hicieron compradores potenciales que querían comprobar la dureza. —Examino el periódico—. Alfabeto laosiano, muy parecido al tailandés pero no igual.
—¿Puede leer la fecha?
—No.
—Muy bien, sacaremos una copia y lo mandaremos por correo electrónico a Quantico. En un par de días deberíamos tener una respuesta.
—¿Podría sacarme una copia a mí también?
Nape coge el periódico y va a hacer las copias. Rosen y yo nos miramos.
—¿Tenía Bradley un piso en la ciudad? —pregunto.
Rosen se frota la parte de atrás de la oreja con el pulgar.
—Por lo general, los que pasan una temporada larga en un mismo destino alquilan una habitación o incluso un apartamento, normalmente para descansar y relajarse, aunque oficialmente viven en la embajada. La única condición que les ponemos es que nos digan dónde está. Bradley dejó una dirección en la Soi 21 en el barrio de Sukhumvit, pero cuando fuimos a comprobarlo hace un par de horas, descubrimos que hacía cuatro años que no vivía allí. —Digiero el dato en silencio—. Así que supongo que no sabemos dónde vivía. — Asiento con la cabeza mientras Rosen aparta la mirada hacia la pelota de fútbol americano que está encima del archivador—. Si me insinuaran que Washington no quiere profundizar demasiado en esta investigación…
Me encojo de hombros.
—El detective Pichai Apiradee era mi mejor amigo.
—Al parecer, esta información no responde a la pregunta de Rosen. Vuelvo a intentarlo—. Voy a matar al que lo hizo. No habrá juicio.
Afortunadamente, Nape vuelve en ese momento con las fotocopias, me entrega una a mí y otra a Rosen, que se ha quedado boquiabierto. Me levanto y esbozo una sonrisa forzada.
—¿Quieren apostar, caballeros? Mil bahts a que descubro la fecha del periódico antes que ustedes.
Nape sonríe burlonamente y niega con la cabeza.
—Yo no. Sé que ganará.
Rosen le mira como si hubiera cometido traición.
—Gilipolleces. Les diré que es urgente. Tendremos una respuesta hoy a las cinco, hora tailandesa.
Como mínimo, he encontrado la forma de poner punto y final a la entrevista con razonable elegancia. Nape me acompaña a la verja de la embajada y me devuelve sano y salvo a Tailandia. La gran sonrisa ha desaparecido de su rostro. En el calor empalagoso parece mayor, menos puro. Cuando estamos cada uno a un lado del torniquete, se pasa la lengua por los labios y me dice:
—Va a liquidarlos, ¿verdad?
Me quedo mirándolo un momento, luego me doy la vuelta para buscar un moto-taxi. Faltan dos minutos para las tres de la tarde.
Probablemente, Monsieur Truffaut fue mi preferido. Fuimos incapaces de quererle porque era muy viejo, pero con la perspectiva que da el tiempo es evidente que, de todos ellos, únicamente él dio más de lo que recibió. Nos dio París, después de todo, y nociones de francés.
Le dije al chico de la moto que me llevara a la Nana Entertainment Plaza, un viaje corto. Pasaban once minutos de las tres de la tarde cuando llegamos y la explanada todavía estaba durmiendo la mona de la noche anterior.
Pichai siempre se burlaba de que yo no pudiera soportar trabajar en antivicio. Supongo que a él sus orígenes no le afectaban como me afectaban a mí, pero justo ahora, con el patio casi vacío y las tres gradas de bares, hoteles por horas y burdeles tranquilos en la tarde calurosa, agradecí la sensación de familiaridad que se apoderó de mí. Puede que no me gustara —como podría no gustarle a alguien la calle donde ha crecido— pero no se puede negar la comprensión profunda, el conocimiento, la intimidad. ¿Quizá en un día tan aciago este lugar era justo el que me aportaría cierto consuelo?
Unas cuantas chicas ya rondaban los bares situados al nivel de la calle, charlando sobre la noche anterior, comparando historias de los hombres que pagaron sus multas y se las llevaron a sus habitaciones, quejándose de los que sólo flirtearon y les metieron mano, y que luego desaparecieron sin invitarles siquiera a una copa. Sabía lo mucho que les gustaba hablar de las peculiaridades de los
farangs,
cuyas preferencias pueden ser muy distintas de las nuestras. Machos enormes que sólo quieren chupar los dedos de los pies, o incluso que los fustiguen. Hombres que lloran y hablan de sus mujeres. Hombres que, vestidos por completo, parecen lo mejor que occidente tiene por ofrecer, pero que, no se sabe por qué, se derrumban cuando ven a una chica morena desnuda esperando en la cama de un hotel. Conocía cada piso, cada matiz, cada truco del negocio en el que yo nunca había tomado parte, ni una sola vez, ni siquiera cuando a Pichai le dio por ir de putas. Me paré a observar a las chicas que llegaban al trabajo, que se acercaban las manos a la frente para ofrecer una
wai
muy sentida al santuario de Buda, engalanado con caléndulas y orquídeas, situado en la esquina norte del patio, y no pude evitar pensar en mi madre; luego subí las escaleras que llevan a la segunda grada.
Estaba buscando uno de los bares más grandes que ya hubiera abierto sus puertas y encontré el Hollywood 2: una papelera mantenía abierta una de las puerta dobles, las luces de dentro encendidas mientras las mujeres con sus batas limpiaban las mesas y fregaban los suelos. El aroma a pino del limpiador se mezclaba con el de la cerveza pasada, los cigarrillos y el perfume barato. Había una plataforma giratoria de dos niveles con postes de acero inoxidable donde las chicas retozan mientras va dando vueltas, pero a esa hora estaba vacía y no se movía. Entré y supe que la mujer que estaba reponiendo las cervezas en los estantes de detrás de una de las barras era la mamasan que organiza a las chicas, les aconseja sobre cualquier aspecto del negocio, incluso los más íntimos, que escucha sus problemas, las ayuda cuando se quedan embarazadas o contemplan la idea de suicidarse. Les dice a las chicas que se marchen si el cliente se niega a ponerse condón, y que exijan un extra por servicios inusuales, o que se nieguen a hacerlos (italianos, franceses y norteamericanos son especialmente conocidos por sus costumbres sodomitas). Una buena mamasan prepara a las chicas para el momento en que tengan que retirarse, cuando lleguen a los treinta y pico, si no antes; algunas incluso enseñan inglés a las chicas y les pagan cursos de secretariado, aunque tal ilustración no es habitual. No era ilustración lo que brillaba en los ojos de esta mujer: abierta, fuerte, sobre los cincuenta y con un rostro color nuez y el ceño permanentemente fruncido.
—Está cerrado. Vuelva a las seis.
Me había tomado por un
farang.
—Soy policía —dije en tailandés y mostrando mi placa. Un cambio de actitud, pero no demasiado.
—¿Qué quieres,
khun
poli? El jefe paga protección, no puedes fastidiarme.
—No es una redada.
Buscó más policías con la mirada. Al no ver a ninguno, me dijo con sorna:
—Las chicas aún no están listas. Las que están arriba aún duermen y las otras no han llegado. ¿Por qué has venido tan pronto? ¿Quieres un polvo gratis sólo porque eres poli? ¿Y si mi jefe se lo dice a su protector?
—Sólo quiero un favor.
—Claro. Todos los hombres quieren favores.
—Busco a una chica de Laos.
La mujer sonrió con suficiencia.
—¿Una chica de Laos? El treinta por ciento de nuestras chicas son de Laos. ¿Qué clase de chica buscas? Alta, baja, con las tetas grandes, pequeñas… rubias no tenemos. —Se rió socarronamente de su propio chiste—. No tenemos rubias de Laos. Si quieres una rubia tendrá que ser rusa.
—Quiero a una que sepa leer y escribir. De hecho, con que sepa leer me vale.
—¿No quieres a una mujer salida directamente de una tribu de la selva? De ésas tenemos unas cuantas, como todos los bares. —Frunció el ceño—. ¿Qué pretendes,
khun
poli?
—¿Puede ayudarme, sí o no?
La mamasan se encogió de hombros y gritó el nombre de
una chica. Alguien le contestó también gritando, y apareció una joven envuelta en una toalla blanca, sus largas piernas morenas acababan en unos pies descalzos.
-Ve a buscar a Dou, está en la habitación número tres —le dijo la mamasan.
Diez minutos después apareció Dou, con un vestido de algodón, una joven de unos veinte años de rostro simpático, con una sonrisa ancha y agradable y un marcado acento de Laos. Estaba emocionada porque pensó que era un cliente tempranero. Le devolví la sonrisa, le mostré un billete de cien bahts y la fotocopia que Nape me había dado. La examinó burlonamente.
-Sólo quiero saber qué fecha pone. Puso unos ojos como platos. Eran los cien bahts más fáciles que había ganado en su vida.
-2539, mayo 17. —Lo leyó en el orden en que figuraba escrito.
—Gracias. —Le entregué los cien baths. Le dije a la mamasan que me diera el teléfono, que sacó de debajo de la barra. Calculé mentalmente el año que se correspondía con la era cristiana; a los
farangs
no les gusta saber que vamos quinientos años por delante de ellos.
Rosen me había dado su tarjeta con su teléfono móvil. Marqué el número y cuando contestó dije:
—17 de mayo de 1996.
Pausa.
—Si Quantico lo confirma, le debo mil bahts. —Otra pausa—. ¿Ha dicho 1996?
Se lo confirmé y colgué. Eran las tres y treinta y uno de la tarde.
Fuera en la calle, me dirigí hacia la estación del tren elevado, pasando por delante de tenderetes que vendían artículos de imitación: bolsos, camisetas, vaqueros, pantalones cortos y trajes de baño. Este tramo de puestos era propiedad de
sordomudos que se comunicaban de acera a acera mediante su vivaz lenguaje de signos. También había copias ilegales de discos compactos, DVD, cintas de vídeo y casetes. Toda la calle es una meca para cualquiera que esté seriamente interesado en hacer cumplir la ley, pero no parece que eso preocupe nunca a los sordomudos.
Como mucha gente, soy un enamorado del tren elevado las pocas ocasiones en que tiene alguna utilidad para mí. La lógica del sistema es irreprochable: para vencer al tráfico, pasa por encima de él. Fue una de esas empresas financiadas con capital y pericia extranjeros por las que nuestros políticos tienen una pasión sospechosa. Durante lo que parecieron décadas, tramos enteros de las carreteras de la ciudad sufrieron atascos o estuvieron cortadas mientras ejércitos de hombres y mujeres que llevaban gorros de plástico amarillos construían pilares de hormigón y las vías elevadas último modelo. Ahora se ha completado la primera fase del proyecto y la ciudad gigantesca se lo ha tragado, como si no hubiera estado nunca allí. Todos nos llevamos las manos a la cabeza. ¿Todo ese follón sólo por dos líneas?
Desplazarse en él, sin embargo, es un placer totalmente distinto. Ofrece unas vistas geniales de la ciudad desde un compartimento volador con un aire acondicionado glacial. También es un estudio sobre la bancarrota si se toma nota de los enormes esqueletos de torres inacabadas que de vez en cuando surgen del caos, monumentos a un frenesí constructor que se enfrió con la crisis económica asiática de 1998 y que nunca volvió a reavivarse. Ahora estos Stonehenge modernos son el hogar de mendigos y vagabundos. Desde el tren pueden verse sus hamacas, sus perros y cómo se lavan en el sinfín de cuevas de hormigón, a veces a un monje meditando vestido con su túnica naranja. Aunque un taxi me hubiera salido más barato, viajo en el tren hasta Saphan Taksin y cojo una barca para subir por el río Chao Phraya hasta el puente Dao Phrya. Hay mucho ruido en el río y muchas barcazas y barcas alargadas y no puedo evitar recordar lo bien que lo pasábamos en él Pichai y yo…