—Es para usted.
Asombrado, ya que nadie me llama aquí, pienso que se equivocan y no voy a atender la llamada, pero Som la Gorda insiste. Cuando vuelvo a entrar en la oficina está sollozando como un niño pequeño. Me pregunto si quizá mi tragedia ha modificado su karma, si ahora estará liberada, si Pichai murió siendo un
arhat
después de todo y tiene el poder de curar desde el lugar donde espera a orillas del nirvana. Le sonrío (por lo que está casi insoportablemente agradecida) cuando cojo el auricular.
Un hombre, un norteamericano, me habla en inglés al oído.
—¿Podría hablar con el detective Sonchai Jipichip, por favor?
Tardo unos segundos en darme cuenta de que ha intentado pronunciar mi apellido.
—Al habla.
Mi inglés apenas tiene rastros de acento tailandés, aunque contiene pinceladas de muchos otros, desde el acento de Florida hasta el de París, lo que refleja una infancia vivida siguiendo la estela de la carrera de mi madre. Dicen que cuando estoy estresado hablo inglés con una precisión germánica y acento bávaro. Pronto les hablaré de Fritz.
—Detective, siento mucho llamarle a su casa en un momento como éste. Me llamo Nape, soy el agregado jurídico adjunto del FBI de la embajada de Estados Unidos en Wire— less Road. Un tal coronel Vikorn acaba de contactar conmigo y me ha informado de la muerte de William Bradley, un sargento de la Marina que estaba adscrito a la embajada. Tenemos entendido que usted lleva la investigación.
—Correcto. —La impresión ha distorsionado mi perspectiva. Me pregunto si esta conversación tiene lugar en otro planeta, o en el infierno, o incluso en alguno de los cielos. No siento que comprenda esta irrealidad.
—Tengo entendido que su compañero y amigo íntimo, el detective Pichai Apiradee, también murió y quisiera hacerle extensivas mis condolencias.
—Gracias.
—Probablemente sepa que por un protocolo que tenemos con el gobierno de Tailandia, tenemos el privilegio de acceder a la información que pueda conseguir en su investigación y que, de igual modo, estaríamos dispuestos a compartir los informes forenses del FBI con usted. ¿Cuándo le iría bien pasarse por la embajada para hablar de este intercambio de información? ¿O preferiría que fuéramos nosotros a verle?
Quiero echarme a reír cínicamente cuando me imagino recibiendo al FBI en mi diminuto agujero sin sillas.
—Iré yo, pero tardaré un rato, por el tráfico.
—Por supuesto, detective. Me ofrecería a mandarle un coche, pero me temo que eso no resolvería el problema.
—No. Yo iré. Llegaré pronto.
Sin regresar a mi habitación, bajo la escalera de hormigón hasta la planta baja. Fuera, una tienda provisional se apoya en la pared del edificio, con un toldo largo y verde que se extiende casi hasta el suelo. Bajo el toldo, patanes con muchos tatuajes y casi el mismo número de pendientes holgazanean en catres, fumando y bebiendo cerveza, sus chaquetas tiradas en el suelo a su lado. Son los moto-taxis con licencia, el medio de transporte más peligroso de Krung Thep, y el más rápido.
—Embajada de Estados Unidos, Wireless Road —le espeto a uno de los patanes, y doy una patada al lateral de su catre—.Ya.
Los patanes son suministradores locales de
yaa baa.
También son consumidores intermitentes. De vez en cuando he jugueteado con la idea de trincarlos, pero si lo hago otro se hará con el negocio y quizá lo expanda más allá del radio de acción de estos chicos. Lo único que se consigue removiendo la mierda es esparcirla. De todas formas, gran parte del
yaa baa
que compran procede de lotes confiscados por la policía, así que tendría repercusiones profesionales para mí. Mis compañeros se quejarían de que había quitado el pan de la boca a sus hijos.
El motociclista a cuyo catre he dado una patada da un salto y corre hacia su moto, una Suzuki de 200 cc, que debió de ser muy sexy cuando era nueva, con rayas esculpidas que van del depósito de gasolina ovalado hasta los dos tubos de escape con las salidas hacia arriba. Sin embargo, KrungThep tiene su forma de castigar la elegancia, y ahora la moto está en muy mal estado, con bastantes abolladuras, barro en los reposapiés, los tubos de escape oxidados y el asiento raído. El conductor me ofrece un casco, pero lo rechazo. Los cascos para los pasajeros son una de las muchas reglas que tenemos y que no se cumples; la mayoría de la gente prefiere el riesgo de sufrir una lesión craneal a tener la sensación de que se te quema el cerebro.
—¿Tienes mucha prisa? —me pregunta el chico.
Pienso en ello. La verdad es que no, pero cualquier cosa con tal de distraer mi mente, que va a explotar dentro de mi cabeza.
—Sí, es una emergencia. —Los ojos del chico brillan al encender la moto.
Disfruto del viaje porque estoy convencido de que el chico ha tomado alguna droga —si no es
yaa baa,
será marihuana— y en bastantes ocasiones tengo la certeza de que voy a morir y voy a reunirme con mi amigo Pichai más pronto de lo esperado. Con decepción y cierta sorpresa veo las paredes blancas de la embajada de Estados Unidos cuando dejamos Phloen Chit y me descubro todavía encerrado en la prisión del cuerpo.
Pago al chico y luego hago que se le pongan los ojos como platos cuando le digo:
—Consigúeme un poco de
yaa baa.
Ven a mi habitación esta noche.
Excitado otra vez, se marcha derrapando con la moto. Ahora me hallo frente a un águila de bronce con un medallón de yeso, un torniquete de acero inoxidable y unos policias tailandeses armados hasta los dientes holgazaneando apoyados en el muro. Muestro mi placa y les digo que estoy citado con el FBI. Esta información es transmitida al norteamericano que está detrás del cristal a prueba de balas junto a¿ torniquete, quien anota mi nombre y hace una llamada.
En la meditación se llega a un punto en el que el mundo se derrumba literalmente, y uno vislumbra la realidad que hay detrás. Estoy experimentando el desplome, pero no la salvación. La ciudad se destruye y se reconstruye a sí misma una y otra vez mientras espero en el calor. Me pregunto si será un mensaje de Pichai. Los maestres de la meditación nos preparan para la impresión que sufrimos cuando por fin experimentamos la fragilidad del mundo exterior. Se supone que es una muy buena señal, aunque para los inexpertos presagia cierta locura.
Fritz era un cabrón a quien mi madre y yo quisimos durante un tiempo. Los otros fueron más amables, pero no sé por qué nunca llegamos a quererlos.
Mientras espero, recuerdo que la embajada fue reconstruida en 1998, poco después de los atentados a las embajadas norteamericanas de Kenia y Tanzania. La embajadora salió en televisión para explicar, en un tailandés no muy malo, que aunque Estados Unidos no sentía que el pueblo tailandés fuera una amenaza, temía esas fronteras largas y porosas con Camboya y Myanmar donde cualquiera podía comprar explosivos y armamento pesado. Ahora los muros están reforzados con hormigón armado, capaz de resistir el asalto de un camión de diez ruedas y si el camión consiguiera traspasar los muros hay un foso. En el siglo XXI, la embajadora norteamericana trabaja en un castillo medieval. ¿Cuál es el karma de Estados Unidos?
De repente, el norteamericano de la cabina, que podría ser un marine de paisano, decide dejarme pasar por el torniquete. Uno tiene que adaptarse a los gestos bruscos de los
farangs; éste ha sustituido su primer gesto de suspicacia por un gesto de hospitalidad. Por el micrófono me dice:
—Enseguida le atienden. ¿Quiere esperar aquí dentro, que hay aire acondicionado?
Algo pita cuando cruzo el umbral y veo una imagen a color de mí mismo y de todos los objetos que llevo en los bolsillos en un monitor situado encima de la mesa. En la cabina, tiemblo cuando me llega la ráfaga de aire frío. El joven de la mesa, que llevad pelo tan rapado que casi está calvo, se queda mirando el monitor un momento, luego me pide la placa, cuyo número introduce en el ordenador. Veo que mi nombre aparece en la pantalla. El marine gruñe.
—Es la primera vez que viene. —No es una pregunta, es lo que dice el ordenador—. La próxima vez no tendremos que pasar por todo este lío. —Mientras habla, señala con la cabeza en dirección a los edificios principales como si fuera el lío quien estuviera acercándose a nosotros masculinamente, una acreditación gigante balanceándose entre sus pequeños pechos. Incluso a esta distancia veo que el lío se llama Katherine White, subdirectora de seguridad. De unos treinta años, morena, intensa, atlética, ceñuda. Me siento muy tailandés, pese a mi pelo color paja y mi nariz aguileña.
—¿Tienes ahí al detective…, déjame ver, Jiplecreap, que viene a ver al agregado jurídico del FBI? —Su voz suena chillona a través del sistema de transmisión. —Sí.
—No me esperaba que estuviera ahí dentro. ¿Entro yo o lo sacas tú? He olvidado qué hay que hacer.
—Supongo que puedo sacarle yo. Aunque probablemente pueda salir él sólito.
La mujer asiente con gravedad.
—De acuerdo, adelante.
El marine levanta una ceja, yo asiento, el joven abre la puerta de la cabina y salgo.
—¿Es usted el detective Jiteecheap de la Policía Real tailandesa? ¿Puedo ver su placa, por favor? Siento todo esto, pero tengo que firmar su entrada. Gracias.
Establece que nadie me ha suplantado en los últimos cinco minutos y me conduce a través de un patio delantero hacia los edificios principales.
Katherine White ignora despreocupada que una vez me acompañó a través de un patio de dimensiones sorprendentemente similares, miles de años atrás. Mi reencarnación egipcia es lo más lejos que he podido llegar al rastrear mi linaje. Un sacerdote que abusa de su poder paga el precio kár— mico más alto. Pasé tres mil años encerrado entre paredes de piedra antes de resurgir como el esclavo más desgraciado de Bizando. Pichai también se acordaba de aquellos tiempos lejanos cuando viajar al otro lado y volver era algo corriente. De vez en cuando, revivíamos juntos aquellos momentos intensos: abandonar nuestro cuerpo, la noche negra bajo nuestras alas, la maravilla de Orion.
Ahora estoy en el despacho del agregado jurídico del FBI y su ayudante, Jack Nape, quien acaba de ofrecerme una de esas sonrisas gigantescas en las que es difícil creer, y que hacen que te sientas culpable por no creer en ellas. Sin duda alguna, así debería ser un hombre: positivo, generoso, optimista, con una sonrisa capaz de tragarse el mundo. Tiene la estatura media de un norteamericano. Para ser tailandés, yo soy alto, así que nuestros ojos quedan más o menos a la misma altura.
—Qué rapidez. No esperaba que llegara hasta dentro de una hora.
—El helicóptero de Bangkok. —Paseo la mirada por la oficina. Hay dos mesas de idéntico tamaño una frente a la otra junto a la ventana, un monitor de ordenador encima de cada una, unos archivadores con una pelota de fútbol americano encima de uno de ellos, estanterías en una pared con varios tomos oscuros sobre leyes, un sofá, una mesita de café, algunas sillas contra la pared, una bandera estadounidense en una esquina. Ya he visto antes este despacho, estoy seguro, cientos de veces, ¿en las películas?
—¿Jack? —llama una voz desde detrás de la puerta—. ¿Ha llegado el detective ese?
—Sí, acaba de llegar.
Se oye el sonido de agua en una pila y la puerta se abre. Este hombre es mayor, tendrá quizá unos cuarenta y cinco años, pelo canoso, ancho de espaldas, un caminar pesado mientras se acerca con la mano extendida.
—Felicidades. Creo que no he conocido nunca a nadie que cruce tan rápido la ciudad. Tod Rosen. ¿Cómo lo ha hecho?
—Ha cogido el helicóptero de Bangkok —dice Jack Nape.
—El helicóptero de Bangkok, ¿eh? —Rosen mira con incertidumbre a Nape, que se encoge de hombros.
Un momento de silencio. Me doy cuenta, demasiado tarde, de que se supone que debo explicarme. Imperdonablemente, dejo que pase el momento sin hacerlo. Jack Nape acude a mi rescate.
—¿Puede ser que haya venido en moto?
—Sí —digo alegremente.
Nape tiene que seguir rescatándome. Se vuelve hacia Tod Rosen.
—Parece rudimentario, pero esos moto-taxis realmente vencen al tráfico.
—Oh, ya comprendo. —Ahora entiendo que Rosen es nuevo en Krung Thep—. Hay que arreglárselas. Gran ciudad, tráfico horrible.
De nuevo, me cuesta reaccionar. Normalmente, se me da mejor. Lo que sucede es que, de repente, no puedo mirar a un hombre sin ver a una cobra royéndole el ojo izquierdo. Estoy convencido de que si me mirara en un espejo, vería lo mismo. Esta visión ha mermado mis habilidades sociales.
—Bueno, mm, sentémonos, ¿quiere? ¿Puedo ofrecerle un café? —Contesto que no. No quiero volver a comer ni beber nada—. Quiero que sepa que le agradecemos muchísimo que haya venido a vernos en un momento así —añade Rosen.
—Así es —dice Nape—. Si acabaran de matar a mi compañero, no sé cómo me sentiría.
—Estaría bastante jodido.
—Supongo que sí. —Nape menea la cabeza, con expresión de asombro. Yo la muevo de uno a otro.
—Y a nosotros también nos toca de cerca, no crea.
—Así es.
—No conocía al sargento Bradley personalmente, pero me han dicho que era un buen hombre.
—Un buen hombre, un gran marine y un buen atleta.
—Sirvió por todo el mundo, principalmente en la seguridad de las embajadas.
—Aún no se lo hemos dicho a sus compañeros. Algunos marines se quedarán destrozados cuando se enteren de lo que ha pasado.
—Así es.
Los dos hombres se me quedan mirando un momento, luego Rosen dice:
—Malditos recortes. —Mira a Nape.
—Sí. —Nape menea la cabeza.
—Si esto hubiera sucedido en los setenta, ya habría salido un chárter de Washington con diez investigadores del FBI y un laboratorio forense móvil.
—Si hubiera sucedido en los ochenta, al menos habrían mandado a cinco agentes en un vuelo regular.
—Sí. Pero ¿qué nos dan?
Nape me mira.
—Tod lleva colgado del teléfono pegando gritos a Washington desde que nos informaron.
—No es que me haya servido de mucho.
—¿Cómo está la cosa ahora, Tod? ¿A cuántos nos mandarán para investigar la muerte violenta de un militar leal con años de servicio a sus espaldas? —Rosen levanta el dedo índice y pone cara de desgracia exagerada—. ¿Uno? No me lo puedo creer.
—Si pareciera un acto terrorista, sería distinto, por supuesto.