Bangkok 8 (40 page)

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Authors: John Burdett

Tags: #Intriga

BOOK: Bangkok 8
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»Al ser ese tipo de gay, me di un capricho y me gasté todo lo que tenía en un billete de primera clase en un compartimento que se suponía que tenía que ser sólo para mí. Estaba disfrutando de un cigarrillo y contemplando la posibilidad de suicidarme por enésima vez ese año cuando se abrió la puerta y ahí estaba, un gigante negro espléndido que nunca habría pensado que era soldado por cómo vestía y se movía, excepto porque llevaba uno de esos grandes petates verdes que llevan los soldados. Parecía tener unos cuarenta años, mi edad favorita en un hombre, y por supuesto, al ser negro, ¿cómo podía no establecer esa conexión con el padre que nunca había conocido? Estaba superbueno. Pensé: «¡Qué país tan maravilloso debe de ser Estados Unidos, si alguien tan negro puede crecer rebosando dignidad, despreocupado, con la sensación de ser parte de una comunidad, incluso entre toda esa gente blanca». Por supuesto, le ofrecí mi sonrisa más seductora, sin esperar ningún resultado. Sin embargo, me devolvió la sonrisa, me pidió perdón por haberme molestado, había reservado el compartimento de al lado. Le dije: «No pasa nada, rielo, cuando quieras». Igual que un chapero. Pensé que ahí acabaría todo, porque parecía muy hetero, ¿sabes? Normalmente cuando le hablas así a un hetero, le deja frío, le repugna, incluso. Pero me ofreció una sonrisa de oreja a oreja y me preguntó si podía sentarse un momento. Mi pequeño corazón empezó a latir con fuerza, bum bum, bum bum.

Respira hondo.

—No te aburriré con los detalles morbosos de Chiang Mai. No se entiende qué iba a hacer un hombre como él allí, si no fuera porque está en el circuito turístico. Tampoco se entiende por qué decidió estar conmigo. No admitió nunca que yo fuera su primera vez, ¿sabes?, pero yo intuía que Billy no era gay de verdad. Seamos sinceros, los hay de muy diversos colores, y los hombres a los que les encanta el sexo normalmente experimentan en algún momento de su vida. Creo que él era de ésos. Creo que había ido con mujeres toda su vida y estaba en ese punto en el que se preguntaba si merecía la pena, ¿sabes? ¿Quizá ese algo especial que le faltaba podría proporcionárselo un hombre? Pensé: «Muy bien, estoy pasándolo en grande en un buen hotel con el hombre de mis sueños; cuando todo esto acabe, sólo tendré recuerdos preciosos, algo que llevaré conmigo hasta el próximo desastre». Veía que no se sentía cómodo conmigo en público. Nunca salíamos de la habitación juntos. Él salía a comer o a tomar una copa, y yo me iba por mi cuenta. En público se ponía muy, muy tenso. Después de todo, era un marine. Estaba pasando por algo muy gordo, pero para mi sorpresa no me dio la patada después de la primera noche.

»Luego, al cabo de cinco días, me mandó a paseo. Le dije: «Por supuesto, cielo, lo he pasado de fábula, de fábula, eres lo mejor que me ha sucedido en la vida. Y, por cierto, ¿podrías echarme una mano y darme diez mil bahts? Voy un poco justo». Hicimos juntos aquel viaje sórdido al cajero automático, me dio el dinero en un callejón oscuro y nos fuimos cada uno por su lado camino de nuestros futuros… o eso es lo que yo pensaba.

»Dos días después, vino buscándome. Había recorrido todos los bares gays de la ciudad y al final me encontró, ahogando mis penas en el alcohol. Fue entonces cuando supe que algo absolutamente terrible le estaba pasando a aquel hombre hermoso. Aquel gigante estaba allí con lágrimas en los ojos, mirándome. Por supuesto, habría hecho cualquier cosa por él. Cualquier cosa. Si me hubiera dicho «Coge este cuchillo y córtate el cuello», lo hubiera hecho. Se podría decir que para mí también era la primera vez: me había enamorado.

—¿Pero nunca se acostumbró al hecho de que fueras un hombre?

—No. Bueno, démosle la vuelta: nunca se acostumbró al hecho de que él pudiera ser marica. Las primeras semanas lo llevó bien, pero yo lo veía venir. Me preguntaba qué haría con mi pobre cuerpo cuando realmente empezara a venirse abajo. Alguien como yo lo ve todo el tiempo, es un peligro que tiene esta profesión: el hombre de mediana edad que no puede admitir en qué se está convirtiendo, qué está haciendo. Me preguntaba si le daría un ataque y me mataría con esos magníficos músculos suyos, no es que fuera a importarme. Era una forma tan buena como cualquier otra de irse. Lo que para él era algo sórdido y asqueroso, era el punto álgido de mi vida. Era bueno conmigo, cuando se acordaba del americano de espíritu generoso que era. Y yo sencillamente le adoraba. Le gustaba fumar marihuana y yo se la conseguía. Luego empezó a beber. No creo que bebiera demasiado antes de conocerme, pero pronto llegó a acabarse una botella de Mekong en una hora. Es como dice la canción: «me odio por amarte». —Un suspiro—. Creo que de verdad sí me amaba, al principio. Creo que yo era una especie de liberación, de algún modo. Después de todo, había estado persiguiendo coñitos toda su vida y no había sacado nada. Al menos, yo le entendía. Por esa época todavía tenía testosterona, sabía cómo piensa un hombre. Ahora, como que lo he perdido. Pero nunca me pegó. Ni una sola vez. Ni siquiera su sexo era especialmente… ya sabes… desmesurado. Él dominaba, por supuesto, pero era más un emperador que espera ser venerado que un sádico que exige que le obedezcan. Yo esperaba que las cosas salieran bien. Después de todo, se pasaba el día hablando de que se retiraría, y de que quería hacerlo en Bangkok, así que pensé: «¿Por qué no sales del armario? ¿Qué puedes perder? Pasa el resto de tu vida enamorado y sintiéndote libre. Conmigo». Yo habría cuidado de él. Dios mío, cómo le habría cuidado. Pero, por supuesto, las cosas nunca salen como una quiere, ¿verdad? Siempre hay algo que nos hunde, justo cuando creemos que nos están salvando.

—¿ Por esa época estaba ya metido en el negocio del jade?

—Ay, el jade, el jade. Sí ya estaba metido. Creo que uno de los sueños que tenía para cuando se retirara era entrar en el comercio con piedras preciosas. Cuando estuvo en Yemen y en todos esos lugares espantosos fantaseaba con venir a Tailandia y exportar piedras preciosas y jade a Estados Unidos. Quizá con crear sus propios diseños. Dios mío, es casi como si yo fantaseara con hacerme marine. No soy una experta, pero en mi humilde opinión, aquí uno no se acerca al comercio de piedras preciosas a menos que sea chino, o que tenga muy buenos contactos con los chinos. Yo no iba a decírselo, por supuesto. Le ayudé, aunque tenía un mal presentimiento.

—¿Le ayudaste?

—Necesitaba a un intérprete. Hablaba con toda clase de gente, incluidos miembros de tribus de las montañas y mi propia gente, los karen. Así que yo le resultaba muy útil. Traducía al tailandés y al karen y otra vez al inglés. En esa época, mi inglés era el de los chicos de los bares, nada que ver con el buen inglés que hablo ahora. Debo darle las gracias por ello.

«Incluso llegamos a comprar un par de trozos de jade para que artesanos del barrio chino hicieran pequeñas chucherías. El jade que había comprado era de tercera categoría, y sus diseños eran… bueno, no eran precisamente obras maestras. Ese pene que colgó en la web fue lo mejor que hizo. Tomó el suyo como modelo, por supuesto. Incluso yo empecé a preguntarme dónde tenía la cabeza, para que pensara que diseñar una página web con una polla colosal como presentación iba a cambiarle la vida. Lo más curioso es que creo que esa página web fue su forma de salir del armario, su forma de decirle al mundo por fin lo que era: una polla hermosa y de formas perfectas.

»Luego las cosas empezaron a ir mal. Había pedido prestado bastante dinero para comprar el jade y hacer que lo trabajaran. Creía que habría ido a un banco o así, no se me ocurrió hasta que ya era demasiado tarde que se lo había pedido a los prestamistas chiu chow. ¿Cómo se puede ser tan estúpido? ¿Creía que iba a tener una protección especial por ser marine? ¿Creía que el presidente de Estados Unidos iba a mandar un portaaviones si surgían problemas con los prestamistas? Tenía esa vena ingenua, ¿sabes? Un punto débil, supongo que se podría llamar. Quizá se debía al hecho de haber pasado tantos años en los marines, pero sucedían cosas delante de sus ojos en la calle que simplemente no veía. Fue entonces cuando la bebida y la marihuana empezaron a írsele de las manos. Tuvo que pedir un certificado médico un par de veces porque no estaba en condiciones de ir a trabajar. Le aterraba que le hicieran por sorpresa algún análisis para detectar drogas en su organismo. Fue también entonces cuando empezó a recriminarme cosas, me decía que había arruinado su vida, me llamaba todas las cosas que un hombre le dice a un chapero cuando empieza a cabrearse. Pero ni siquiera entonces me pegó nunca. No creo que fuera un hombre violento por naturaleza. No hasta que alguien hacía que se volviera violento. Pero por entonces yo eso no lo sabía. Sólo sabía que seguía teniendo la misma mala suerte de siempre. Aunque no fuera culpa mía, de algún modo había llevado la mala suerte a aquel hombre al que amaba. Le hice rezar conmigo. Yo era cristiana, a él lo criaron en la fe cristiana; al principio no entendía que alguien como yo pudiera ser creyente. Así que rezamos y, de algún modo, creo que eso pudo hacer que las cosas empeoraran.

—¿Por qué?

—Porque realmente se metió en lo de rezar, y se compró una biblia y empezó a sermonearme sobre la salvación. Se pasaba horas, normalmente después de haberse bebido una botella de Mekong, y yo me sentaba a sus pies y murmuraba mi aprobación llena de adoración. Era como esos predicadores americanos que salen en la tele a veces, todo emoción e intensidad, convencidos de la gracia divina. Nosotros los karen somos
groupies
de la religión, nos encantan los dioses de todo el mundo, hemos tenido más misioneros que los que se pueden contar: todo tipo de cristianos, budistas, musulmanes. Los asimilamos todos, creemos todo lo que dicen y no nos preocupan las contradicciones. Así que yo era el público perfecto para él. Alcanzábamos este punto una o dos veces a la semana, después de fumar marihuana y beber whisky, cuando estábamos convencidos de que las puertas del cielo estaban a punto de abrirse para nosotros y que podríamos entrar directamente. Claro que él aguantaba mucha presión. Los prestamistas le cercaban. No querían matarle, por supuesto, pero le cargaban un veinte por ciento cada mes, y a ese interés las cosas se ponen feas muy deprisa. Recibía llamadas a las tres de la mañana y el inglés del tipo era tan malo que tenía que ponerme yo al teléfono y decirle que le amenazara en tailandés para que yo pudiera traducir. Decían lo de siempre, ya sabes, lo que le harían a su cuerpo, a su cara, sobre todo a su cara. Esos tipos no son estúpidos, conocen los puntos flacos de la gente.

—Y en esa época, tú aún eras…

—¿Si aún era un hombre? Pues claro. Mi transformación vino más tarde. Cuando decidimos juntos que yo empezara a tomar estrógenos, fue una decisión común, y surgió de un modo bastante casual. Una noche estábamos en la cama, borrachos, y él me estaba acariciando y le pregunté si le gustaría que tuviera tetas. Creo que no se le había ocurrido hasta aquel momento. Se sobresaltó un poco. Quizá lo vio como una solución a uno de sus problemas, al menos. Si me convertía en una mujer podría afirmar que no era marica, ¿no? Pero eso no era lo que yo tenía en mente. Yo sólo sugería tomar estrógenos como una especie de… ¿sabes?

—¿Complemento sexual?

—Exacto. Así que me hice con material de aquí y, ¡quién lo iba a decir!, me empezaron a crecer las tetas. El efecto que eso causó en él fue raro. Quiero decir, empezó a obsesionarse con hacer cambios en mi cuerpo. Le dije: «Cielo, empiezo a sentirme como un trozo de jade que estuvieras esculpiendo». Se rió, pero era cierto. Y lo curioso era que en aquel momento todo pareció cambiar a mejor. Me contó que había contactado con él alguien muy, muy importante en el comercio de piedras preciosas en Estados Unidos y parecía que se le iba a presentar un pequeño negocio de verdad. No se trataba de algo muy grande para empezar, pero al menos veía la luz al final del túnel. Y aquel joyero (al principio no me dijo cómo se llamaba) iba a saldar las deudas de Bill. Nos quedamos, buff, era como si todos los nubarrones desaparecieran a la vez, todo gracias a aquel pez gordo de Estados Unidos, aquel joyero, al que no conocí hasta mucho después, pero que venía a Krung Thep una vez al mes en viaje de negocios, y él y Bill iban a algún sitio (al hotel del tipo, supongo) para hablar de negocios toda la noche.

—¿Toda la noche?

—Así es. Yo tenía mis sospechas. Quiero decir que es bastante normal que alguien que viene de Occidente o de Japón en viaje de negocios espere que le entretengan según la tradición de Bangkok cuando acabe la reunión. La verdad es que no me importaba. Incluso pensaba que podía ser saludable en cierto modo. Quiero decir que, por lo que él decía, parecía que al joyero le gustaban las mujeres y pensé que si Bill iba tras algún coñito sólo porque sí, probablemente era lo que necesitaba. Aún le asustaba bastante tener una reía— don seria con un hombre. Quizá necesitara un equilibrio. El caso es que el joyero se había convertido en nuestro hombre número uno y todo lo que él quería, había que dárselo. Al mismo tiempo, nuestra casa empezó a llenarse de toda clase de cosas. Objetos de plata, cerámica, productos de artesanía local, cosas que yo, en mi ignorancia por aquellos tiempos, creía que tenían un valor incalculable, pero que resultaron ser basura que sobraba del almacén del joyero. —¿Iban juntos a los bares?

—Eso no lo sé. Ese tipo era tan importante, tan rico, que me daba la sensación de que se divertían con chicas alquiladas, ya sabe, de las más caras, en la misma suite de su hotel. Bill mencionó a un chulo ruso y a unas chicas de Siberia.

—¿Cómo estaba Bill después de esas sesiones?

—Al principio, parecía que se divertía. Decía que aquel tipo, que era tan respetable, que se reunía con presidentes, que conocía a senadores y a miembros del Parlamento, era bastante desinhibido. No me comentaba nada más para no herir mis sentimientos. Bastante desinhibido. Luego, en una ocasión, estuvo fuera tres días y cuando volvió, era un hombre distinto.

—¿Distinto?

Silencio.

—Completamente distinto. Ya no tenía alma. Incluso me lo admitió. Se emborrachó, fumó algo de marihuana y empezó a arrancar las páginas de su biblia. Me dijo: «He rezado por la gracia divina y la salvación, pero me ha mandado al diablo. Así que ahora trabajamos para el diablo. Quizá sólo exista el diablo, quizá todas las demás tonterías sean historias para niños. Eso es lo que me ha dicho el tipo. Historias para niños». Me miraba a los ojos cuando decía eso. Me miraba yseguía destrozando la biblia.

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