Bangkok 8 (43 page)

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Authors: John Burdett

Tags: #Intriga

BOOK: Bangkok 8
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—Quiero irme —le digo a Jones; parezco una niña que quiere irse a dormir y me temo que he ocultado un único sollozo inclinándome hacia delante y tosiendo. Esperamos a que Fatima acabe su canción, cuando los aplausos disimulen el ruido de nuestra marcha.

—Muy poco después de que Kennedy decidiera enviar asesores militares a Laos, la CIA se dio cuenta de que tenían un problema —me explica Jones en la parte de atrás del taxi—. Fue la CIA quien dirigió la guerra allí, por cierto, de principio a fin. El problema era el opio. Cuando los franceses mandaban en Indochina, no les preocupaba en absoluto, dirigían el negocio como si fuera un monopolio estatal, con depósitos en Vientiane y Saigón. Cuando Estados Unidos se involucró, la reacción instintiva obvia fue: no más opio. Típico de nosotros eso de intentar reinventar la rueda, ¿no? Esa noble idea duró quizá diez minutos y voy a contarte por qué. Las fuerzas armadas de Laos tenían una característica única: no luchaban. Nadie, nunca, en ningún sitio, y sobre todo no luchaban contra el ejército permanente de Vietnam del Norte, que les tenía cagados de miedo. Los únicos que luchaban eran los hmong, la tribu indígena de las montañas del norte, a quienes los laosianos se alegraban de ver aniquilados por Ho Chi Minh. A los norteamericanos nos gustan las personas que tienen agallas, nos encanta luchar y nos encantan los que luchan, y los hmong eran así. Se convirtieron en la mascota exótica preferida de la CIA, pero tenían el inconveniente de que dependían completamente de las cosechas de opio para sobrevivir. Por supuesto, los franceses nos lo habrían contado todo si se lo hubiéramos preguntado pero bueno, éramos americanos, ¿no? La única solución, sin embargo, era ayudar a los hmong a vender su opio. Como somos unos hipócritas fantásticos (como todos los vengadores disfrazados), no queríamos ensuciarnos las manos. La Agencia intentó que su implicación fuera mínima. Básicamente, utilizaban a cualquier persona de la que después pudieran renegar. Preferían que no fueran americanos. En esa época, tu coronel era apenas un niño, pero le cogió el tranquillo muy deprisa. Al ser de Udon Thani, también hablaba laosiano con fluidez, así que después de hacer sus pinitos como jefe de pedidos pequeños pasó a organizar la cosecha de los hmong en las montañas y a llevarla a las pistas de aterrizaje. Lo que hay que tener en cuenta cuando hablamos de los hmong es que son una tribu de la Edad de Piedra, gente cuya idea del comercio es intercambiar cerdos por esposas. Vikorn hada un buen trabajo en las montañas, pero ni él era tan sofisticado a la hora de tratar con los chinos. Eran los traficantes chinos (sobre todo el dan de los chiu chow, que son originarios de Swatow) quienes distribuían el producto cuando llegaba a las dudades. Por supuesto. Los chiu chow son los mejores empresarios del mundo, entonces, ahora, y desde hace quizá mil años. Ellos dirigen este país, vaya, prácticamente dirigen todos los países de la costa del Padfico. La Agenda no quería entrar en absoluto en el negodo, pero tuvo que aceptar que puesto que estaba en él, entre sus intereses estaba asegurarse de que los hmong no se quemaran demasiado. Necesitaban a un traficante que estuviera a la altura de los chiu chow.

—Warren.

—Sylvester Warren había naddo en el seno de una pareja de actores de teatro de Boston. Eran los habituales narcisistas alcohólicos que empezaron a marchitarse muy temprano en la vida. La única forma que tenían de cumplir con sus responsabilidades como padres era contratar a una niñera china por un salario mínima Una chica chiu chow de Swatow que casi no hablaba inglés. A medida que los padres iban apagándose por completo, la chica tomó el control de la casa. Se encargaba de todo, incluida la educación de Sylvester, que adquirió un sabor muy chino. Para sobrevivir a todo aquello, el niño tuvo que aprender chiu chow, lo que fascinó a todos los demás chinos de Swatow que vivían en Boston y sobre todo a los que vivían en Nueva York. Vieron en él una inversión de bajo riesgo. Warren ha estado mezclado con ellos toda su vida. Ellos le pagaron la carrera de gemología, le financiaron sus primeros negocios y le prestaron todo el dinero que quería. El precio que pagó fue pertenecerles en cuerpo y alma. Cuando la CIA supo de él, ya estaba en el tráfico de jade, que importaba a Estados Unidos a través de una tienda de Manhattan. No les preocupó demasiado el conflicto de intereses. Sobre el papel, parecía el agente perfecto para el opio de los hmong cuando éste llegaba a Saigón y Vientiane. De hecho, no le fue tan mal con los hmong. Vendía bastante bien su opio, y hacía exactamente lo mismo que Vikorn. Estableció contacto con la Agencia y, por si la Agencia podía resultarle útil más adelante o, lo que era igualmente probable, decidían traicionarle, reunió un conjunto de pruebas que demostraban que la epidemia de heroína que asoló las calles de Nueva York en los sesenta y los setenta había sido gracias en buena parte a la ayuda que la CIA prestó a los hmong para que vendieran sus cosechas. No creo que él y Vikorn se vieran más de una vez al mes, pero hablaban mucho por radio. Vikorn no aprendería inglés, así que Warren, que es una de esas personas capaces de aprender un idioma en un mes, se propuso aprender tailandés. Vikorn se ha sentido intimidado por él durante toda su vida de adulto. Warren hacía lo mismo que hacía Vikorn, pero lo hacía a lo grande, mejor y por mucho más dinero, como se supone que

debe hacerlo un yanqui. Por cada millón que Vikorn sacaba del opio, Warren ganaba diez, pero lo que es más importante, los contactos de Warren en la CIA y el FBI llegan a las altas esferas. No creías en serio que había sido sólo el dinero lo que le había proporcionado todas esas influencias, ¿verdad?

Ahora hemos doblado por Wireless Road, vamos camino del Hilton. Me pregunto qué va a suceder cuando le digo:

—¿Por qué no me lo contaste antes?

—Porque no iba a cargarme tu ingenuidad hasta que tú no te cargaras la mía. Me gustaba esa lealtad medieval que sientes por tu coronel, dice mucho de tu corazón, pero no de tu cabeza. Poderoso caballero es don dinero, ¿no es eso lo que te decía siempre tu madre?

—Que te den. —Mientras se baja del taxi, le digo—: ¿Y Surichai? ¿Qué hacía allí esta noche?

Levanta las manos y los hombros de forma elaborada.

—¿Acaso he dicho que lo sabía todo? —Y luego—: ¿Quieres que pague el taxi o tienes dinero? —Mete la cabeza de nuevo en el coche, su nariz casi tocando la mía—: Warren va ganando, por cierto. Me tendrá fuera de aquí en una semana o menos. Te dejaré en paz.

Estoy en el asiento de atrás del taxi, cruzando la noche a toda velocidad; la impresión que me ha causado ver a Vikorn de copas con Warren y Surichai, de ver a Fatima cantando en un club de jazz, va quedando eclipsada poco a poco por una impresión que me he provocado yo mismo. Nunca le había contado a nadie la historia de la primera vez que mi madre vendió su cuerpo, no lo había sacado nunca de ese lugar secreto y doloroso donde reside en mi corazón. No fue Nong quien me la contó, sino Pichai. La amiga que esperó sentada en el baño fue Wanna, la madre de Pichai, quien se lo debió de contar a su hijo, quien me contó a mí la historia entre susurros una noche oscura en el monasterio, cuando no parecía que fuera a haber un futuro para nosotros.

Lo que me ha impresionado es la forma en que la historia me ha marcado sin darme cuenta y cómo Jones ha leído mi mirada sin esfuerzo aparente: sí, debe de ser por eso que nunca me he acostado con una
farang.
Si no sabía eso de mí mismo, ¿qué cosas más no sé?

Cuando llego a mi habitación, llamo a Jones. Está medio dormida, sorprendida de oírme e intrigada por el temblor de mi voz.

—De acuerdo con los principios de los perfiles psicológicos, ¿cuánto tiempo le queda a Fatima?

—¿Antes de que enloquezca, quieres decir? Es imposible saberlo. Hacer perfiles es como predecir los precios de las acciones. Sabes cómo responderá el mercado al final, pero nunca sabes cuándo. Un día, un mes, un año… ¿quién sabe? ¿Por qué te importa tanto de repente?

—Por Surichai —digo, y cuelgo.

También había algo más, algo a lo que sólo un poli tailandés habría concedido importancia. A un par de mesas de distancia del grupo de Vikorn: cinco chinos bien trajeados. Vikorn debía de haber advertido su presencia. Igual que Warren.

Cuarenta y siete

El profesor Beckendorf, en el volumen 3 de su obra maestra
La cultura tailandesa explicada,
se vuelve casi tailandés él mismo en el último párrafo del capítulo 29 («Destino y fatalidad en el Siam moderno») por la forma en que se pone a divagar de repente sobre metafísica:

Mientras que el occidental medio hace todo lo que puede para dirigir y controlar su destino, el tailandés actual no está más próximo a adoptar esta actitud ante la vida de lo que lo estaban sus antepasados hace cien o doscientos años. Si hay algún aspecto de la psicología moderna tailandesa que continúa aceptando en su totalidad la doctrina budista del karma (tan próxima a ese fatalismo islámico que a menudo manifiesta la expresión: «Está escrito») se encuentra sin duda en la convicción del
che sara, sara.
A primera vista, este fatalismo puede parecer anticuado, incluso perverso dado el abanico deslumbrante de armas que ahora tienen los occidentales en su arsenal contra las vicisitudes de la vida; pero cualquier persona que pase mucho tiempo en este país se descubre rápidamente cuestionando la sabiduría, e incluso la sinceridad, de las actitudes occidentales. Cuando ha pagado sus impuestos, su seguro de vida, su seguro médico, su seguro contra accidentes, cuando se ha reciclado en las últimas aptitudes comerciables, ha ahorrado para la educación de sus hijos, pagado la pensión alimenticia, comprado la casa y el coche que su posición le exige que compre con arreglo a las normas de su tribu particular cuando ha dejado el alcohol, la nicotina, el sexo extramatrimonial y las drogas de consumo recreativo, pasado sus dos semanas de vacaciones haciendo turismo de aventura instructivo (pero seguro), cuando ha aprendido a tener muchísimo cuidado con lo que dice o hace con los miembros del sexo opuesto, puede que el occidental medio se pregunte (algo que hace a menudo) adonde ha ido su vida. También puede que se sienta engañado (algo que pasa siempre) cuando descubre existencialmente que todas las preocupaciones y todos los pagos de los seguros no le han valido para nada a la hora de protegerle de incendios, robos, inundaciones, terremotos, tornados, saqueos, actos terroristas, o de que su esposa le abandone de repente con los niños, el coche y todo el dinero de la cuenta corriente conjunta. Es cierto, en un país sin redes de seguridad, un ciudadano puede perfectamente sufrir mucho por accidente o enfermedad, allí donde un occidental puede que se haya procurado una medida de protección pero, entre golpe y golpe, un tailandés vive su vida en un estado de despreocupación sublime. La observación típica de los occidentales es decir que los tailandeses viven en un paraíso para tontos. Quizás, pero ¿no podría acaso responder el tailandés que los occidentales se han construido un infierno para tontos?

Uno no puede evitar sentir pena por Beckendorf, que se asoma por entre sus libros, rogando a Dios (o a Buda) tener las agallas para dejarlo todo, tomar
yaa baa,
ir a una discoteca, escoger a una chica y tirársela. No sé por qué me ha venido a la mente mientras voy en un moto-taxi de vuelta a la joyería Warren en River City. Por lo que yo sé, Warren y Beckendorf no tienen nada en común; de hecho, se diría que representan polos opuestos del espectro
farang,
siendo Beckendorf el eterno estudiante, ingenuo y crédulo pese a sus palabras largas y refinadas, y Warren, el cínico máximo. Pero lo dos pertenecen al espectro
farang,
los dos se pasan la vida mirando al otro lado con un poco de nostalgia, aunque nostálgico no es la primera palabra que me viene a la mente cuando pienso en Warren. Quizá estoy intentando encontrarle el sentido a una conversación telefónica que tuve ayer con él alrededor de medianoche en la que Warren me invitó a que fuera «a comprobar mi mercancía» este domingo por la mañana. Había algo, sólo un toque, bueno, nostálgico en su voz, casi tímida, como si tuviera algo personal que compartir conmigo que le costaba expresar con palabras. Incluso parecía estar a punto de soltarme algo (de nuevo, no se me ocurre ninguna palabra en su caso) cuando Fatima acudió en su rescate y me preguntó en tailandés, con su tono suave, ronco, si podía acercarme sobre las once de la mañana. Dejó claro que Kimberley Jones no estaba invitada.

Llamé a la agente del FBI después de colgar, y Kimberley hizo la misma observación que ha estado haciendo estos días: ¿Por qué Fatima trabaja para Warren, después de haber matado a Bradley? Sencillamente, no encaja con nuestra hipótesis o el modo de pensar de Fatima cuando fui a verla a su apartamento. De hecho, se aleja tanto de nuestras sospechas que ya hemos discutido unas veinte teorías distintas que hacen de Fatima una asesina a sueldo que trabaja para Warren, pero no se nos ocurre por nada del mundo una razón por la que Warren quisiera liquidar a Bradley. No encaja con el ejercicio de perfil psicológico de la agente del FBI, no encaja con la intención declarada de Fatima de matar a Warren; no encaja con nada. No espero obtener una confesión mientras subo por las escaleras mecánicas hacia la joyería Warren,

La tienda está cerrada y la persiana metálica bajada, pero Fatima está dentro, sacando el polvo a la escultura de madera de metro ochenta del Buda Caminando. Lleva una blusa color perla, con escote, su collar de perlas gruesas y unos piratas negros de seda vietnamitas. La observo por entre las rejas de la persiana. Ella nota mi mirada desde detrás del cristal, me ofrece una sonrisa calurosa, como si fuera un viejo amigo, y aprieta un botón para subir la persiana. Entro en la tienda, ella aprieta otro botón y la persiana desciende de nuevo. Esboza una sonrisa nerviosa que parece decir: «Ahora sí tenemos intimidad».

—Estuviste fantástica la otra noche —le digo con absoluta sinceridad—. Nunca había oído a nadie cantar tan bien esa canción. —Se ríe con modestia y hace un parpadeo cómico de pestañas.

Mientras ha sucedido todo esto, el jemer de la Uzi ha aparecido por una puerta lateral. Ahora mismo no lleva el arma, pero bien podría sacarla de algún lado. Me lanza una mirada lasciva y se apoya en la pared del fondo. Fatima coge un teléfono y marca un número.

—Señor Warren, el detective Jitpleecheep está aquí-dice con la sonrisa de una secretaria personal competente—. Está en el almacén —me dice a mí en tailandés—. Vendrá enseguida. ¿Puedo ofrecerte algo de beber? ¿Té verde? ¿Cocacola, whisky, cerveza?

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