Kimberley vuelve sin el arma pero moviendo su cabellera rubia y con una sonrisa que casi hace que aparente dieciséis años. Con un sutilísimo roce de sus dedos en mi antebrazo, me indica que vamos a bajar por la escalera del vestíbulo, y caminamos uno al lado del otro hacia la zona de la piscina. Junto a ésta hay un canal que forma parte de los jardines del hotel y que conduce a un santuario enorme engalanado con caléndulas.
—Muy bien —dice la agente—, ¿podría decirme qué hace eso en los jardines del hotel?
Puede que haya unos trescientos, que miden desde quince centímetros de largo hasta uno que alcanza los veinticinco. Están dispuestos alrededor del bar en semicírculo e incluso forman una especie de valla baja alrededor de los parterres. Tienen forma parabólica con glandes bulbosos, una minúscula hendidura arriba y algunos están sobre cureñas con los huevos colgando. Algunos son de piedra, al menos tres son de hormigón y la mayoría son de madera. Algunos están pintados de rojo y verde chillón. A la izquierda hay un ficus gigantesco, cuyas raíces aéreas se enredan en abrazos apasionados.
—El santuario está dedicado al espíritu del árbol, que resulta ser macho.
—¿ Y este país es budista P
—Budista con mucho de hinduismo y animismo soterrado.
—Me sorprende que la dirección del Hilton lo aceptara.
—No les quedaría más remedio. No se destruyen los santuarios importantes, trae muy mala suerte. Nadie quiere tener mala suerte, sobre todo los directores de las corporaciones internacionales.
—¿Y quién ha traído todas estas pollas? ¿Quién las adorna con caléndulas frescas?
—Las mujeres de aquí.
La agente del FBI se acerca a una y la mira fijamente.
—¿Las mujeres traen consoladores gigantes para dedicárselos al espíritu masculino del ficus? Mm, da que pensar. —Alarga un dedo y recorre la curva del glande allí donde se encuentra con el mango. Me mira con una media sonrisa. Creo que los efectos del curso antiflirteo están desapareciendo. Decido no devolverle la sonrisa, ni siquiera media, y me sorprende la sombra de enfado que asoma a su rostro. Se recupera al instante y ahora nos dirigimos con brío hacia el vestíbulo y la cafetería. Estoy pensando en la Heckler & Koch cuando me suelta:
—Mañana hay una reunión en la embajada, el oficial jefe de Bradley va a contarnos lo que sabe, si es que sabe algo. En interés del intercambio de información, está invitado a asistir. Le diré a Rosen que va a ir.
Creo que se está despidiendo sin que haya llegado a descubrir por qué me ha pedido que viniera. Pese a décadas de estudio, la mente occidental me sigue pareciendo difícil de comprender, de cerca. La expectativa de que el mundo debería responder a todos los caprichos pasajeros (helados, pollas, práctica de tiro al blanco) sorprende a este hijo de prostituta.
Como la mayoría de gente primitiva, creo que la moralidad es fruto de un estado de inocencia primigenia al que debemos intentar ser fieles si no queremos perdernos del todo. Me temo que tal convicción le parecería extraña y patética a la agente, si alguna vez me atreviera a expresársela. En términos occidentales, Jones y Fritz son polos opuestos; para mí son prácticamente idénticos: dos apetitos infantiles, exceptuando que la una detiene a gente y al otro lo detuvieron.
Llego tarde a la reunión y me estoy dirigiendo a toda velocidad a la embajada en la parte de atrás de una Honda 125, escuchando a Pisit en el walkman. Está haciendo su resumen diario de los periódicos en tailandés.
El tabloide
Thai Rath
ha resucitado la vieja historia de la esposa del poli que le cortó el pene a su marido (la pena estándar por usarlo demasiado fuera de casa) y la pegó a un globo inflado con helio para que planeara por toda la ciudad. La importancia del globo fue que al sargento de policía Purachai Sorasuchart le resultó imposible recuperar su órgano dentro del plazo mínimo vital de nueve horas para que nuestros expertos cirujanos se lo reimplantaran. Nunca se encontró el órgano. El
Thai Rath
informa de que ahora nuevos testimonios de los vecinos sugieren que lo del globo de helio fue una invención sensacionalista (probablemente del propio
Thai Rath
), ya que ellos vieron a la señora Purachai el día de la mutilación en la parte de atrás de su casa hurgando llorosa en el cubo de la basura, que por desgracia recibía la visita masiva de ratas que, sin lugar a dudas, llegaron antes que ella. Pisit insinúa que las nuevas pruebas también las ha sacado a la luz el
Thai Rath,
que buscaba una excusa para contar de nuevo la historia que ahora Pisit está contando de nuevo. Ahora el doctor Muratai está en antena y Pisit le anima a dar los habituales detalles morbosos sobre la cirugía de reimplante y por qué los cirujanos tailandeses son los mejores del mundo en este campo: tienen más práctica.
—Así que, caballeros, si sus aventuras acaban en una visita nocturna del cuchillo, hagan lo que hagan, recuperen el trozo que les falta y no olviden ponerlo en hielo.
Pisit nos recuerda, al estilo tailandés, que la historia tuvo el más feliz de los finales: el sargento Purachai se retiró del cuerpo y se ordenó monje en un monasterio en el bosque, desde cuya majestuosa perspectiva es capaz de recordar sus aventuras pasadas y su ex-órgano con la misma indiferencia. Afirma estar agradecido a su esposa por impulsarle a seguir el Camino de las Ocho Etapas.
Me quito los auriculares al acercarnos a la embajada y me doy cuenta de que llego diez minutos tarde a la reunión, la cual interrumpo cuando por fin paso las medidas de seguridad y me permiten entrar en el despacho de Rosen y Nape.
Un hombre delgado y rubio de unos cuarenta años que lleva un uniforme militar beige, rebosante de salud, habla a un público embelesado.
—Fui el oficial jefe de Bill Bradley durante la mayor parte de los cinco años que estuvo aquí. Llegó en marzo de 1996, él mismo pidió que lo destinaran a este puesto. Yo llegué a finales de noviembre de ese mismo año. Bradley era cinco años mayor que yo y era la clase de sargento al que puedes dejar solo, si eres un capitán listo. Tenía una larga trayectoria y conocía este trabajo como la palma de su mano. Sabía lo que tenía que hacer mucho mejor de lo que yo hubiera podido decirle y también se sabía el reglamento de cabo a rabo. Sinceramente, con un sargento como él bajo tu mando, tu mayor temor es que te haga sentirte inferior, pero Bradley también sabía cómo manejar eso. Siempre fue extremadamente respetuoso, sobre todo cuando había otros militares delante. Supongo que se diría que era el sargento perfecto y esa perfección le hacía impenetrable desde un punto de vista personal. Si algo percibí que pueda compartir con ustedes, es que era un hombre que buscaba la perfección, la suya y la de su entorno. Supongo que por eso no intentó sobresalir nunca. Un buen sargento como él tiene un control absoluto de su mundo, aunque sea pequeño. Cuando entras en el ejército, otras fuerzas llegan a influirte, fuerzas que nunca puedes llegar a controlar del todo, por muy bueno que seas. Un sargento perfecto, por otro lado, es ese animal raro del estamento militar: un hombre casi libre, que controla su territorio.
—¿Hay algo en su hoja de servicio que le gustaría destacarnos, capitán? —pregunta Rosen.
—Tenía una hoja de servicio perfecta. Estaba sirviendo en la embajada de Yemen cuando se produjo el ataque de una mafia local con AK-47, rifles y otras armas de fuego. Arriesgó su vida por rescatar del tejado de la embajada a otro marine cuando el tejado estaba en llamas. Se dijo que le concederían una medalla, pero no se la dieron.
—¿Qué hay de su vida privada?
—Como ya he dicho, era un hombre impenetrable. Cumplía con su deber y se entregaba al ciento diez por ciento mientras estaba aquí, pero cuando no estaba de servicio apenas lo veíamos. Venía a los actos a los que tenía que asistir, cuando un compañero se retiraba o se iba de Bangkok, por ejemplo, pero no alternaba con los demás.
—¿No es eso poco habitual en un marine?
—Si lo hubiera hecho un hombre más joven podría haber sido motivo de preocupación, pero Bradley era mayor, estaba a punto de cumplir los cuarenta. Muchos hombres valoran sus intimidad en esas circunstancias, y nadie iba a interrogarle sobre lo que hacía en su tiempo libre.
—Era soltero. ¿Se le conocía alguna relación?
—Sólo un viejo rumor sobre que tenía una relación con una tailandesa particularmente exótica. No creo que nadie
sepa si era cierto o no, porque nunca la trajo para presentárnosla. Siempre venía solo a las fiestas y recepciones.
—¿ Sabe algo de si tenía una afición o algún interés relacionado con el jade?
—¿Con el jade? No, no sé nada de eso. —Una pausa—. Una vez me quedé mirándolo, en el vestuario, después de un partido de baloncesto. Era imposible no fijarse en su físico. Llegó vestido de uniforme, pero se estaba poniendo ropa de calle. Era como presenciar una metamorfosis. Se puso joyas que no podía llevar en los desfiles: pendientes, anillos en los dedos, un colgante de oro con el Buda. Se puso una camisa hawaiana de seda púrpura que sólo sienta bien a las pieles de color. Fue el momento más íntimo que tuve con el sargento. Todo el mundo sufre una transformación cuando se quita el uniforme, pero nunca había visto algo tan radical. No parecía un soldado profesional. Incluso dejó de caminar como si lo fuera en cuanto se puso esa camisa.
—Gracias, capitán —dice Rosen, y Nape repite sus palabras—. Sólo una cosa más, capitán. ¿Ha dicho que el propio Bradley solicitó este destino?
—Así es. Está en su expediente, que releí cuando oí lo que había sucedido.
Cuando el capitán se marcha, todos me miran, así que digo:
—Gracias por dejarme asistir, me ha sido muy útil.
—Inútil querrá decir —dijo Jones—. ¿Acaso nos ha dicho algo que no supiéramos ya?
—Ese Bradley era patológicamente reservado —dice Nape—. Y llevaba una doble vida.
—No es algo tan raro en militares que llevan muchos años de servicio —dice Rosen—. Uno tiende a aferrarse a la limitada intimidad que te permite el ejército.
—Y le obsesionaba tenerlo todo controlado —dijo Nape.
—Todos los hombres de éxito quieren tenerlo todo controlado —dice Jones.
—¿Quiere corregir eso de «todos los hombres de éxito»? —le exigió Nape con la mirada.
Jones se encoge un poco bajo su mirada.
—Era una suposición.
Rosen hace un gesto con la barbilla hacia ellos y a mí me dirige una mueca.
—Bueno, ¿ha hablado con su coronel, detective?
—He pedido por escrito que me permitan interrogar a Sylvester Warren cuando vuelva de visita a Tailandia, que es hoy.
—¿Y?
—No creo que vaya a recibir una respuesta hasta que ya se haya marchado.
Rosen extiende las manos ostentosamente.
—Lo que yo decía, he aquí un hombre con contactos.
Los puntos se me están curando bien, pero dejo que Jones me acompañe hasta la verja de la embajada asiéndome por el brazo, supongo que para que me apoye en ella. El marine que está detrás del cristal se ha convertido en un viejo amigo estos últimos días y me saluda desde el otro lado.
El diario
Matichon
informa de que un número poco habitual de demonios necrófagos ha sido visto en el famoso cruce de Rama VI con Traimit. Se trata de un punto negro en cuanto a accidentes se refiere, y los expertos opinan que los demonios necrófagos son los espíritus de los muertos que perdieron la vida en accidentes de tráfico y que ahora intentan provocar aún más choques mortales para tener compañía. Parece que a mi gente le encanta divertirse, tanto en la muerte como en la vida.
De mala gana, me quito los auriculares. Ha llegado el momento que me había marcado para visitar la antigua habitación de Pichai.
Está en el mismo complejo de viviendas subvencionadas que la mía, una habitación idéntica en un edificio idéntico a ochocientos metros de distancia. Al menos, la arquitectura de la habitación es idéntica a la mía. Pichai tenía un televisor que siempre estaba encendido cuando estaba en casa y un equipo de música muy modesto en que ponía rock tailandés (sobre todo Carabao) y sermones de abades budistas eminentes.
Un observador superficial quizá habría esperado que hubiera sido yo el que tomara la decisión de ordenarse, pero eso implicaría no tener en cuenta la firmeza que requiere subir la escalera espiritual llamada el Camino de las Ocho Etapas. Es cierto, fue Pichai, no yo, quien mató a ese traficante, pero eso sólo sirve para demostrar que él era capaz de tomar una decisión. Yo, por otro lado, me doy cuenta de que soy uno de esos que siempre duda. ¿Fue el Buda un genio trascendente de verdad que señaló hace ya tantísimo tiempo que la Nada era incluso más inevitable que la muerte y los impuestos? ¿O fue un marginado del siglo v a.C. que no pudo enfrentarse a los rigores del arte de gobernar? Sin duda, su padre el rey así lo creyó y se negó a hablar con él, después de que alcanzara la iluminación. ¿Es mi sangre
farang
lo que llena mi mente de estos pensamientos sacrilegos de vez en cuando? ¿Y por qué debería pensar en eso en la habitación de Pichai? De hecho, he venido a recoger su camisa de manga corta de seda y sus mocasines, que ya no va a necesitar, pero veo que han desaparecido, junto con el televisor y el equipo de música. No se puede culpar a nadie; poco después de que decidiera ordenarse dejó de cerrar con llave la habitación, ya que decía que cualquiera que estuviera tan desesperado como para robarle podía llevarse todo lo que pudiera coger. Durante meses, nadie le robó nada, pero tras su muerte supongo que sus bienes pasaron a ser un objetivo legítimo. Vuelvo entristecido a mi habitación. Durante mi ausencia alguien ha deslizado un trozo de papel higiénico por debajo de la puerta. La suciedad lo ha dejado gris y está doblado de un modo que hace que me resulte difícil abrirlo. Cuando lo consigo, encuentro una frase en inglés: «Tengo que verte, Fritz». Sé que tengo el deber de destruir las pruebas, cosa que hago tirando el papel al agujero que hay en una esquina de la habitación.
Cuando Pichai estaba vivo nunca sentí que mi habitación fuera tan pequeña, tan humilde. Trabajar con
farangs
no ha ayudado. Incluso el más pobre de ellos tiene ventanas en su casa. Me pregunto si un milagro de la tecnología moderna podrá ayudarme, ahora que lo necesito tanto. Saco el Motorola que me dio Rosen y decido cambiar el tono de llamada. Me pongo a examinar las instrucciones del manual y veo que me dan a elegir entre quince tonos distintos, entre los que figura el himno de Estados Unidos, pero el de ningún otro país.
La guerra de las galaxias
es la única opción atractiva, pero dudo de si copiar a Rosen. Enfadado, me doy cuenta de que el Motorola ha hecho que me adentre en un laberinto de elecciones aparentes que conducen a un callejón sin salida. He encontrado el paradigma perfecto de la cultura occidental, pero sin Pichai para compartirlo conmigo, ¿a quién le importa una mierda? Vuelvo a programar el tono que viene de fábrica, un bip del todo aceptable. El ejercicio no ha logrado hacer que me sienta mejor.