Surgida del vientre, se me escapó la risa a borbotones, y la vomité al mundo.
Al despertar sentía una opresión en el pecho y me faltaba el aliento. Me incorporé como pude mientras recuperaba el ritmo cardíaco, mientras contaba los latidos: uno, dos, uno, dos. Estaba a punto de amanecer. Me vestí y bajé la escalera.
Reinaba la calma en el local, nuestros clientes se habían marchado a golpear a sus esposas o a dormir la mona. Me senté en la silla en una mesa lateral, y permanecí a oscuras unos minutos antes de dirigirme a la parte trasera.
El fuego se había reducido a una montaña de ascuas y el frío reinaba en la habitación. En el suelo, junto al hogar, había un jergón sin usar. No vi ni rastro del muchacho.
Salí por la puerta principal de El Conde y me recosté en la pared para liar un cigarrillo. Estaba temblando. Faltaban unos minutos para que se hiciera de día, y en el amanecer la ciudad tenía el color del humo. Mi tos seca, espoleada por el frío otoñal, reverberó en las calles desiertas. Encendí el cigarrillo para aplacarla. A lo lejos, el canto de un gallo anunció el alba.
Cuando encontrase al hijo de puta que había matado a esa niña haría que lo de Labioleporino pareciese la caricia de una amante despechada. Juré por lo más sagrado que tardaría lo suyo en morir.
Ocho horas y seis ocres más tarde no me encontraba más cerca de mi objetivo. Había visitado todos los negocios que empleaban o fabricaban disolvente pesado, desde Broad a Light Street, todo ello sin probar bocado. Unas monedas de cobre bastaban para procurarme algún que otro detalle, y si eso no era suficiente, mostraba un documento que me acreditaba como miembro de la guardia, y acto seguido insistía con un tono menos afable. Fue fácil obtener respuestas, siempre resulta fácil obtener respuestas que no llevan a ninguna parte.
Wren me había alcanzado al poco de dejar atrás El Conde, sin ofrecer ninguna explicación que justificase su ausencia. Se limitó a seguirme. Me pareció intranquilo, quizá por el hecho de descubrir que trabajar para mí resultaba aburrido. Cuanto más se alargó la búsqueda, más absurdo parecía haber confiado el éxito de la investigación a mi sentido del olfato, y empecé a recordar que una de las virtudes de mi negocio era que la gente acudía a mí, y no al revés. Pero el recuerdo de la niña muerta y mi innata obstinación me empujaron a seguir adelante, confiando en que la suerte me diera un respiro, en contra de lo que dictaba la razón.
A un mostrador gastado se sentaba una abuela igualmente gastada, cuyo rostro ceniciento no se alteró una fracción de milímetro a lo largo de toda la entrevista. No, ninguna de sus empleadas se había ausentado en aquellos tres últimos días.Tan sólo eran dos, ambas mujeres, y trabajaban seis días a la semana desde que asomaba el sol hasta la medianoche. No era una historia lo bastante interesante para compensar las tres monedas de cobre que le di.
Me detuve al salir de la diminuta tienda a la luz del atardecer, pensando que había llegado la hora de dejarlo correr, regresar a El Conde y reagruparse, cuando roló el viento y arrastró hasta mí un olor que me resultaba familiar. Mis labios esbozaron una sonrisa.Wren reparó en ella e inclinó la cabeza, curioso.
—¿De qué se trata? —preguntó.
Pero yo lo ignoré, mientras me ponía de cara al viento.
A dos manzanas de distancia se intensificó el olor acre. Al cabo de unos pasos, se volvió sobrecogedor, pero no fue hasta dar unos pasos más que comprendí el porqué. Ante nosotros se alzaba una inmensa fábrica de pegamento, cuya puerta de piedra conducía a un amplio patio donde un pequeño ejército de kirenos sumergía hueso y médula en tinas hirvientes. Estaba cerca. Abrí la puerta y entré, seguido a medio paso por Wren.
Mostré la documentación falsa, y el encargado se convirtió en la imagen misma de la complacencia. Hablé el peor kireno que pude.
—¿Todos estos trabajadores estaban aquí los últimos tres días? ¿Alguno no? —Puse una moneda de plata sobre la mesa y se le iluminaron los ojos—. Información importante, buen precio.
A su conciencia le bastó con medio segundo para justificar vender a un extranjero a un miembro de su raza, desapareció la moneda y señaló con discreción a un hombre que trabajaba en el patio.
Me superaba en tamaño, de hecho era mayor que cualquier otro kireno que hubiera visto, pues los muy herejes tienden a ser bajitos y fibrosos. Cargaba una enorme saca hacia uno de los tanques del patio, y sus movimientos poseían una naturaleza torpe pero laboriosa. La parte derecha de su rostro mostraba algunas contusiones, de la clase que podría haberle causado una niña que se defiende con frenesí del hombre inclinado sobre ella para violarla. Claro que podrían deberse a un millar de cosas.
Pero no había sido así.
Y sentí aquella antigua emoción revoloteando en mis entrañas, irradiada por el pecho y las extremidades. Era él, con sus ojos de pez, conscientes apenas de sus compañeros, con aquel rostro que delataba sus crímenes incluso a distancia. Mis labios dibujaron una sonrisa peculiar, lobuna, una sonrisa que no había esbozado desde que la Corona me retiró el permiso para ejercer la autoridad. Aspiré con fuerza el aire emponzoñado y me mordí la lengua para no reír.
—Vuelve a El Conde, muchacho.Ya no te necesitaré esta noche.
Después del tiempo que había empeñado en la búsqueda, era comprensible que Wren quisiera ser testigo de la caza.
—Me quedo.
El kireno me estaba mirando, y hablé sin quitarle la vista de encima.
—No somos socios. Eres mi sirviente. Si te ordeno tragarte un carbón ardiente, echarás a correr hacia el fuego más cercano, y si te pido que te marches, te esfumarás.Y ahora, esfúmate.
Wren mantuvo la posición un instante, para después darme la espalda. Me pregunté si se dirigiría de vuelta a la taberna o vagabundearía por las calles para castigarme el insulto. Supuse que haría esto último, pero la verdad es que no era algo que me preocupara mucho en aquel momento.
El kireno trataba de descifrar el motivo de mi interés. Sus crímenes circulaban desatados por su memoria, y su mente intentaba convencer a los nervios de que mi atención era inocente, de que tenía que serlo, de que no había forma de que pudiera saberlo.
Puse otra moneda de plata sobre la mesa y dije en lengua franca al propietario:
—Yo no he estado aquí.
El tipo inclinó la cabeza, servil, y la moneda de plata desapareció entre los pliegues de su túnica, con una sonrisa vacía estampada en el rostro.
Respondí a la sonrisa sin dejar de vigilar al kireno. Una pausa de unos segundos para mellarle los nervios, entonces me di la vuelta y abandoné el edificio.
Esta clase de operaciones se resuelven mejor al menos con tres personas: una para vigilar la salida y otra para asegurarse, pero eso no me tenía preocupado. Me pareció poco probable que mi hombre corriera el riesgo de dejar el trabajo antes de tiempo. Pude imaginarlo dentro del redil polvoriento, intentando convencerse de que sus miedos eran infundados, de que yo no era más que un
guai lo
ignorante, y después de todo él había sido diligente, había tenido cuidado con el cadáver, había llegado al extremo de limpiarlo con el ácido que había robado en el trabajo. Nadie lo había visto.Terminaría su jornada de trabajo.
Me senté en un barril que había en un callejón al cruzar la entrada principal y esperé a que se alargaran las sombras. En una ocasión, siendo agente, tuve que permanecer acuclillado frente a un almacén durante dieciocho horas vestido de pordiosero, hasta que mi presa salió y tuve ocasión de arrearle un golpe en la cabeza con la muleta. Pero eso fue cuando estaba en forma. La paciencia es una disciplina que se marchita rápidamente cuando no se pone en práctica. Resistí el impulso de liar un cigarrillo.
Pasó una hora, y luego otra.
Agradecí que sonara la campana que había sobre la puerta, señal de que había concluido la jornada de trabajo. El kireno abandonó rápidamente el molino. Aparté mi dolorido cuerpo del lugar al que me había subido y me situé al fondo del gentío. Mi objetivo asomaba por encima de sus paisanos, una ventaja, a la hora de seguirlo, que no necesitaba pero que aprovecharía. La horda se dirigió hacia el sur, y entró en un bar cuyo letrero estaba en caracteres kirenos que me resultaron desconocidos. Me senté delante de la entrada y lié un cigarrillo.Transcurrieron unos minutos entre nubes de humo. Aplasté la colilla y entré.
El bar era de la clase que abunda entre los herejes, amplio y tenuemente iluminado, lleno de hileras de largas mesas de madera. Un servicio hosco y distraído servía cuencos de amargo y verde
kisvas
a cualquiera que tuviera dinero para pagarlo. Ocupé una silla de espaldas a la pared, consciente de ser el único no kireno presente en el local, pero sin dejar que eso me intimidara. Un camarero con cara de haber sido azotado con una rama de roble se me acercó, y le encargué un trago de esa sustancia que pasa por ser un licor entre los extranjeros. Me lo sirvieron con sorprendente rapidez, y tomé unos sorbos mientras registraba la sala con la mirada.
Se sentaba solo, lo cual no me sorprendió. Su clase de depravación tiende a aislar al hombre, y me dice la experiencia que la gente es capaz casi de olerla. Claro que los demás trabajadores serían incapaces de describir de ese modo la sensación que tenían en su presencia. Dirían que era un tipo raro, o callado, o que tenía los dientes podridos o no se aseaba, pero lo que en realidad querrían decir era que había algo extraño en él, algo que podía percibirse pero que escapaba a las palabras. Los que son verdaderamente peligrosos aprenden a ocultarlo, a camuflar su locura en el mar de inmoralidad banal que los rodea. Pero ése no era lo bastante listo para ello, y por tanto ahí estaba, sentado a solas en un largo banco, una figura solitaria entre los grupos que formaban risueños trabajadores.
Fingió no reparar en la atención que le dispensaba, pero apuró su licor a una velocidad que desmintió su tranquilidad. Francamente, me impresionó su compostura; me impresionó que tuviera incluso la presencia de ánimo necesaria para seguir con la rutina habitual que ejecutaba a la salida del trabajo. Comprobé la bolsa, en busca de la cuchilla que guardaba cosida a la loneta. No era un arma en toda regla, pero me sería de utilidad para lo que había planeado hacer después. Lo saludé con la mano. Él se puso pálido y apartó la mirada.
Había llegado la hora de dar un paso adelante. Apuré los restos de mi
kisvas
, haciendo una mueca ante el amargo regusto, y seguidamente me aparté de la mesa para reunirme con mi presa. Cuando comprendió qué me proponía, frunció los labios y clavó la mirada en el contenido de su consumición. Los tipos que estaban cerca levantaron la vista al verme y se debatieron entre el desagrado que les causaba su compatriota y el instintivo antagonismo que hermana a gentes con la misma tonalidad de piel hacia un intruso de piel distinta. Los desarmé con una amplia sonrisa a medio camino de reír, y me fingí algo beodo.
—
Kisvas, hao chi
! —«Kisvas, bueno», rugí mientras me frotaba el estómago.
Aliviadas las suspicacias, respondieron a mi sonrisa, contentos de ver a un hombre blanco haciendo el payaso de esa manera. Hablaron entre ellos, demasiado rápido para que pudiera entenderlos.
Mi objetivo no se sumó a la diversión, ni se dejó engañar por la treta.Tampoco era ésa mi intención. Me dejé caer en un punto del banco situado delante de él, y repetí la frase:
—
Kisvas, hao chi
! —exclamé al tiempo que mi sonrisa se volvía más amplia, hasta el punto de parecer idiota—.
Nu ren
(niña),
hao chi ma
? —pregunté. La desesperación arrancó el sudor de su piel cetrina. Levanté la voz—:
Kisvas, hao chi! Nu ren, hao hao chi
!
El kireno gigante se puso en pie de pronto, escabulléndose a buen paso por el angosto pasillo que había entre las hileras de mesas alargadas. Me levanté para bloquearlo, acercándome lo bastante para oler el hedor rancio de su cuerpo desaseado, lo bastante para que pudiera oírme hacer a un lado la pantomima y condenarlo en mi torpe pero inteligible kireno:
—Sé lo que hiciste a la niña. No llegarás con vida a la siguiente hora.
Me dio un empujón en el pecho y caí de espaldas sobre la mesa. La multitud rompió a reír con gran estruendo, y yo me sumé a la carcajada general disfrutando de la interpretación teatral y de todo aquello. Seguí tendido, escuchando la cháchara de los herejes, atento a las amplias ventanas que había a ambos lados de la puerta por la que salió. En cuanto lo hube perdido de vista, bajé de la mesa y me moví con rapidez hacia la salida trasera, tropezando en la sucia cocina y mascullando algo relativo a los perjuicios de la bebida. Salí al exterior y eché a correr, esperando alcanzarlo donde la calle lateral cortaba la principal.
Llegué a la encrucijada y me apoyé en la pared del callejón como si nada, como si llevase allí todo el día. El kireno dobló una esquina mirando hacia atrás, y al verme se puso tan pálido que podría haber pasado por rouendeño. Me mordí la lengua para evitar reír, pues su miedo era tan potente como un licor muy seco. ¡Por la polla colgante de Sakra, cuánto echaba de menos eso! Hay placeres que la vida de criminal no puede darte.
Incliné la cabeza cuando pasó por mi lado, y me aparté de la pared. El miedo y el terror estaban a punto de superarlo. No sabía si caminar o correr, así que adoptó un método de locomoción que carecía a la vez de velocidad y sutileza. Lo seguí a la misma velocidad, pasando de largo junto a algún que otro viandante sin hacer el menor esfuerzo por alcanzarlo.
Unas manzanas después torció por un callejón, momento en que comprendí que lo había atrapado. Había tomado una de esas curiosas vías tan habituales en Kirentown que terminan en mitad de una manzana, y que carecen de otra salida que no sea darse la vuelta y volver por donde se ha entrado. Sonreí. Con días de planificación y todos los recursos de la Corona a mi disposición no podría haberlo planeado mejor. Reduje el paso y pensé en cómo iba a atraparlo.
Era grande, alto como Adolphus, aunque no tan corpulento. Pero como muchos hombres grandes, aposté a que nunca había aprendido a luchar, a adelantarse a la reacción del contrario, a reconocer una flaqueza y sacar provecho de ella, qué partes del cuerpo de un hombre son resistentes, y qué otras partes no alcanzó el Creador a formar del todo. A pesar de ello, su falta de técnica no importaría si cerraba esas monstruosas manos en torno a mi garganta.Tenía que derribarlo sin demora. Había apoyado el peso en la pierna derecha. Me serviría de eso.