El rostro vulgar de Wendell se puso colorado. Se encogió de hombros a modo de disculpa y se dispuso a registrarme.
—No será necesario, agente Guiscard —interrumpió Crispin—. Este hombre es un... antiguo asociado. Está más allá de toda sospecha.
—Al menos en lo que atañe a este asunto, se lo aseguro. ¿Agente Guiscard? Ah, no importa, tú regístrame. Nunca se es demasiado concienzudo. ¿Quién puede asegurar que no secuestré a la niña, la violé y la torturé, arrojé su cadáver a este callejón, esperé una hora y luego avisé a la guardia?
Guiscard se sonrojó de tal forma que la tonalidad de su piel contrastó con el color de su pelo.
—Una mente capacitada para la deducción, ¿eh? Supongo que la inteligencia es algo hereditario para los de tu casta.
Guiscard crispó el puño mientras yo componía una sonrisa torcida.
Crispin se interpuso entre ambos y empezó a aullar órdenes.
—¡Basta con esto! Tenemos trabajo que hacer. Agente Guiscard, vuelve a Black House y encárgate de que envíen un adivino. Si caminas con un poco de garbo puede que aún estemos a tiempo de averiguar algo. El resto estableced un perímetro. Dentro de diez minutos rondará por aquí al menos un centenar de ciudadanos, y no queremos que nos estropeen la escena del crimen. Y por el amor de Sakra, que alguno de vosotros vaya a buscar a los padres de la niña.
Guiscard me dirigió una mirada vacía, y después se alejó a paso vivo. Pellizqué unas hebras de tabaco de la bolsita y me dispuse a liar un cigarrillo.
—Menuda pieza ese nuevo ayudante tuyo. ¿De quién es sobrino?
Crispin me dedicó una sonrisa torcida.
—Del conde de Grenwick.
—Me alegra ver que no han cambiado las cosas.
—No es tan malo como parece. Le has buscado las cosquillas.
—Pues no he tardado en descubrírselas.
—Antes también a ti era fácil arrancarte una sonrisa.
Probablemente tenía razón. Me había ablandado con la edad, o al menos eso quería pensar. Ofrecí un cigarrillo a mi antiguo compañero.
—Lo dejé. Cualquier esfuerzo me dejaba sin aliento.
Hundí el cigarrillo entre los labios. Los años de amistad se extendían con torpeza entre ambos.
—Acude a mí si averiguas algo. Y no se te ocurra actuar por tu cuenta —dijo Crispin, a medio camino entre la pregunta y la exigencia.
—Yo no resuelvo crímenes, Crispin, porque no soy agente. —Rasqué la cerilla en la pared y encendí el cigarrillo—.Tú te aseguraste de ello.
—No, tú te aseguraste de ello.Yo me limité a ver cómo te precipitabas al vacío.
Aquello había durado demasiado.
—El cadáver estaba impregnado de un olor extraño. Puede que haya desaparecido ya, pero vale la pena que lo comprobéis. —No pude desearle suerte.
Un tropel de mirones se estaba formando cuando abandoné el callejón, pues el fantasma de las miserias humanas siempre atrae al gentío. El viento arreciaba. Me abroché bien la casaca mientras apretaba el paso.
De regreso a El Conde del Paso Inseguro comprobé que el negocio estaba en pleno apogeo de fin de semana. El saludo de Adolphus reverberó en las paredes mientras me abría paso entre las prietas filas de parroquianos y me sentaba a la barra. Me incliné hacia él cuando me sirvió una cerveza.
—Hace un rato llegó un muchacho con tu bolsa. La he subido a tu cuarto.
Estaba seguro de que el chaval lo habría hecho.
Adolphus se quedó ahí, incómodo y con una expresión preocupada en el rostro desfigurado.
—Me ha contado lo que encontraste.
Di un trago.
—Si quieres hablar de ello...
—No quiero.
La cerveza era espesa y oscura, y durante la primera docena de sorbos que di deseé quitarme de la cabeza la imagen de las manos retorcidas y blancas, y la piel magullada. Los clientes se movían a mi alrededor, eran trabajadores de la fábrica que habían terminado su turno, y también juerguistas que planeaban sus escapadas nocturnas. Hacíamos la clase de negocio que me recordaba por qué era copropietario, pero todo aquel gentío compuesto por afables personas de poca monta que bebían licor era una compañía muy pobre para mi humor.
Apuré la copa y me aparté de la barra.
Adolphus se despidió de un parroquiano para acercárseme.
—¿Ya te retiras?
Gruñí en sentido afirmativo. La expresión de mi rostro debía de presagiar violencia, porque me puso la enorme zarpa en el brazo cuando me di la vuelta.
—¿Necesitas un acero? ¿O compañía?
Negué con la cabeza. Él se encogió de hombros y volvió a concentrarse en la clientela.
Tenía pendiente la visita a Labioleporino Tancredo desde que hacía un mes y medio vi a unos de sus mensajeros moviendo vid del sueño en mi territorio. Tancredo era un traficante de medio pelo que había logrado alcanzar cierta importancia gracias a una desagradable combinación de violencia gratuita y astucia de tres al cuarto, pero no sería capaz de mantener el territorio más allá de unos meses. Pagaría mal a su gente, intentaría engañar a la guardia estafándola con el porcentaje, o cabrearía al sindicato y moriría en cualquier callejuela con un puñal clavado en el corazón.Yo no veía la necesidad inmediata de acelerar su cita con Quien Aguarda Tras Todas las Cosas, pero conviene no dar pasos en falso en nuestro negocio. Mover mercancía en mi territorio equivalía a enviarme un mensaje, y la etiqueta exigía que yo respondiera a él.
Labioleporino se había hecho con un pedazo del pastel a poniente del canal, cerca de Offbend, y dirigía sus operaciones desde un estercolero de taberna llamada La Virgen Sangrante. Hacía buena parte del dinero gracias a los chanchullos que eran demasiado insignificantes o feos para los muchachos del sindicato, movía wyrm y sangraba dinero en concepto de protección a los mercaderes del vecindario. Me esperaba un largo trecho por delante hasta ese tugurio, pero eso me daría tiempo para despejar el alcohol que me enturbiaba las ideas. Subí a mi cuarto a recuperar el frasco de aliento de hada, y luego, ya en la calle, eché a andar.
El extremo oeste de la parte baja de la ciudad estaba muy tranquilo, pues los mercaderes se habían retirado a sus hogares y la vida nocturna se centraba al sur, en dirección al muelle, así que anduve una docena de manzanas en relativa calma hacia el canal. A esa hora de la tarde, Herm Bridge se me antojó ominoso en lugar de ruinoso, indistinguibles sus facciones de mármol debido al paso de los años y las gamberradas. Las pétreas y astrosas manos de los Daevas alzaban su súplica al cielo, los rostros erosionados, boquiabiertos, y los ojos como platos. Al pie de la estatua, el río Andel fluía torpe y lento, arrastrando los desperdicios de la ciudad en augusta procesión hacia el puerto y el mar. Seguí andando y me detuve a la entrada de un edificio del montón, situado a menos de un kilómetro al oeste del puente.
Un ruido procedente de la segunda planta atravesó las sombras que lo separaban de mí. Inhalé un poco de aliento, luego una segunda y una tercera vez hasta que vacié la botella y el zumbido adquirió la intensidad de un enjambre de abejas alrededor de mi cabeza. Estrellé el frasco contra la pared y subí la escalera de dos en dos.
La Virgen Sangrante era la clase de tugurio que hacía que quisieras frotarte la piel con lejía nada más salir por su puerta. A su lado, El Conde tenía la categoría de un palaciego salón de té. Las antorchas proyectaban una luz untuosa en el interior, una infraestructura de crujiente madera sobre un puñado de habitaciones que Labioleporino alquilaba por horas, junto a un establo lleno de prostitutas de aspecto lamentable que también hacían las veces de camareras, todo iluminado tenuemente, tan poco que podrían haberse entregado allí mismo al desempeño de sus funciones.
Me acerqué a un boquete que había en la pared a modo de ventana e hice un gesto a una de las camareras.
—¿Sabes quién soy? —pregunté. Ella asintió, el pelo castaño le caía sobre la cara y los ojos carecían de luz y me miraban con desconcierto—.Tráeme algo en lo que nadie haya escupido y dile a tu jefe que estoy aquí. —Le di una moneda de cobre y la miré mientras se alejaba con paso cansino.
El aliento discurría con fuerza por mi organismo y crispé los puños a los costados para contener el temblor. Miré a los clientes sin prestar mucha atención, y pensé hasta qué punto un incendio provocado mejoraría el vecindario.
La camarera regresó al cabo de unos minutos con una jarra medio llena.
—No tardará en salir —me dijo.
La cerveza estaba aguada. Me la bebí sin pestañear, intentando no pensar en la niña.
La puerta del fondo se abrió y Labioleporino salió por ella acompañado por dos de sus hombres. Tancredo tenía el mote adecuado. La hendidura del rostro le partía en dos la boca, una deformación que la densa barba no podía disimular. Aparte de ese detalle no había nada que destacar en él en uno u otro sentido. Había adquirido reputación de hombre duro, aunque yo sospechaba que esa reputación era consecuencia de la deformidad.
Los dos acompañantes tenían aspecto de gente violenta y estúpida, la clase de matones callejeros baratos de la que se rodeaba Tancredo. Conocía al primero, un tal Araña, un tipo medio isleño y rechoncho con un ojo amoratado que se había agenciado por mostrarse demasiado revoltoso en torno a un destacamento de guardias. Solía trabajar con una cuadrilla de ratas fluviales que asaltaban de noche las barcas de cargamento y se hacían con todo lo que hallaban a su paso. Era la primera vez que veía al otro, pero su rostro picado de viruela y el olor acre que despedía daban fe de su baja ralea con la misma certeza que los ambientes que frecuentaba y la carrera que había escogido. Supuse que ambos irían armados, aunque sólo pude ver el arma de Araña, un largo puñal de feo aspecto que asomaba por el cinto.
Se abrieron en abanico para cubrirme.
—Hola,Tancredo —saludé—. ¿Cómo va todo?
Me dedicó una expresión burlona, o puede que no lo hiciera, pues con ese labio costaba decirlo.
—He oído que tu gente ha tenido problemas con sus imanes —continué.
Ahora sí estaba seguro de que me miraba con desprecio.
—¿Problemas con los imanes, Guardián? ¿A qué te refieres?
—El canal es la línea que separa nuestras empresas,Tancredo. Conoces el canal: es esa enorme zanja que hay al este de aquí y que está llena de agua.
Sonrió. El trecho descarnado que se extendía entre el labio superior y la nariz dejó al descubierto las encías podridas.
—¿Ésa es la línea?
—En nuestro negocio, Tancredo, es importante recordar los acuerdos a los que has llegado con los demás. Si las cosas no te van bien, tal vez haya llegado el momento de que busques algo más acorde con tus talentos naturales. Por ejemplo, serías una corista de primera.
—Tienes una lengua muy afilada —gruñó.
—Y tú la tienes torcida, pero somos como nos ha hecho el Creador. Pero no he venido a hablar de teología: es la geografía lo que me ocupa en este momento. ¿Por qué no me dices, o me recuerdas, dónde está nuestra frontera?
Labioleporino reculó un paso y sus matones se me acercaron.
—Me parece que ha llegado el momento de redibujar nuestro mapa. No sé qué lío tendrás con el sindicato, y no me preocupa la amistad que tengas con la guardia, pero no cuentas con la gente necesaria para mantener tu territorio. Que yo sepa eres un trabajador independiente, y en los tiempos que corren, aquí no hay lugar para operarios independientes.
Siguió preparando el terreno para el conflicto que se avecinaba, pero apenas presté atención a sus palabras debido al zumbido que oía. No es que los detalles particulares de su monólogo me interesaran lo más mínimo. No había acudido a ese lugar para discutir con él, igual que Labioleporino no se había hecho acompañar por sus matones para que lo apoyasen en nuestras negociaciones.
El zumbido desapareció cuando Tancredo finalizó cualquiera que fuese el ultimátum que me había formulado. Araña llevó una mano al puño del cuchillo. El matón sin nombre chascó la lengua y esbozó una sonrisa desdentada. Por alguna razón que se me escapaba, habían llegado a la conclusión de que aquello les resultaría fácil. No veía el momento de sacarlos de engaño.
Apuré el último trago de cerveza y dejé caer la jarra de mi mano izquierda. Araña la vio hacerse añicos en el suelo mientras yo lanzaba un puñetazo que le aplastó la nariz. Antes de que su compañero pudiera desenvainar el arma, le rodeé el cuerpo con los brazos y me serví de la inercia para empujarnos a ambos por la ventana abierta que había a su lado.
Durante una fracción de segundo lo único que oí fue el viento y el ritmo acelerado de mi corazón. Entonces alcanzamos el suelo, y mis ochenta kilos de peso lo enterraron en el fango con un crujido seco, que me dio a entender que se había fracturado algunas costillas. Me aparté de él para levantarme. La luna brillaba contra la oscuridad del callejón. Aspiré aire con fuerza y me sentí exangüe. El tipo de la cara picada de viruela hizo ademán de incorporarse, así que descargué una patada bajo su nuca y, tras lanzar un gruñido ahogado, dejó de moverse.
Apenas era consciente de que de resultas de la caída me había lastimado el tobillo, pero estaba demasiado grogui para comprender el alcance de la herida. Tendría que poner rápidamente punto y final al asunto, antes de que mi cuerpo tuviese tiempo de cobrar conciencia del daño que le había hecho.
Caminé de vuelta a La Virgen y vi a Araña bajar la escalera a toda prisa, con la nariz sangrándole y la espada en la mano. Me lanzó un gruñido desafiante cuando se me abalanzó sin más, como un loco, claro que Araña pertenecía a la clase de gente a quien le altera cualquier dolor, por pequeño que sea. Me topé con él a medio camino y flexioné el cuerpo, arremetiendo contra sus rodillas con el hombro para verlo caer por la escalera. Me di la vuelta para rematar la faena, pero vi el hueso blanco que le asomaba por la mano y comprendí que no era necesaria más violencia. Lo dejé doliéndose de la muñeca, gimoteando como un crío.
De vuelta a la segunda planta vi a la mayoría de los clientes pegados a las paredes, atentos al desarrollo de los acontecimientos. Mientras yo hacía de las mías abajo, Tancredo había aprovechado para empuñar un garrote pesado con el que se daba golpecitos en la palma abierta de la otra mano. Tenía la palidez e inexpresividad de un cadáver, y aunque reparé en las muescas que había en la empuñadura del garrote, me miraba con los ojos tan desmesuradamente abiertos que supe que lo tumbaría con facilidad.