Su único ojo vaciló ante mi rostro, realizando una doble labor, como siempre.
—De acuerdo, podrían ser un sinfín de cosas. Pero ¿lo son?
Por lo general suele ser preferible asumir lo peor y partir de ese punto.
—Probablemente.
—¿Qué piensas hacer?
—Pues no voy a meter la nariz y permaneceré al margen de lo que suceda. —Aunque dudé que tuviera esa opción. Si era obra de la misma cuadrilla que había asesinado a la última niña, habría problemas: la Corona se aseguraría de ello. Quizá no le importara la muerte de la hija de un estibador portuario de la parte baja de la ciudad, pero seguro que querrían saber quién coño se había dedicado a invocar entidades de otros mundos. Sólo la Corona mangonea con las artes oscuras, es un privilegio que preserva con sumo rigor. Hasta aquel momento yo era la única conexión que tenían con lo que fuera que había asesinado al kireno, lo que me garantizaba una sesión en los sótanos de Black House.
—¿Los asesinos de la niña irán a por ti? —preguntó Adolphus.
—Ya estoy harto de jugar a ser agente de la ley.
—¿Tus antiguos compañeros dejarán que te vayas de rositas tan fácilmente?
No respondí. Adolphus ya sabía la respuesta.
—Lamento que te veas involucrado.
Me descubrí siendo muy consciente de las canas que Adolphus tenía en la barba, y de hasta qué punto le raleaba el pelo.
—Me acercaré al Aerie, a ver si puedo hacerme una idea más clara de la situación. Ha llegado la hora de hablar con el Crane. —Me despedí de Adolphus en el patio y subí la escalera para coger la bolsa. Consideré la posibilidad de armarme, pero luego me lo pensé mejor. Si la niña aparecía flotando en el canal me garantizaba una visita de los agentes de la ley, y si eso sucedía no volvería a ver nada de lo que llevase encima. Además, que yo supiera, el acero no serviría de gran cosa contra la abominación que había visto. Salí de la taberna a buen paso, pensando en lo que había dado por sentado que sería mi primer y único encuentro con la criatura que había asesinado al kireno.
La guerra estaba a punto de terminar. Permanecíamos suspendidos sobre el precipicio de la victoria. La zorra dren estaba tumbada de espaldas, con las defensas superadas, los castillos defendidos por ancianos con armas melladas y críos tan jóvenes que ni siquiera tenían barba. De los diecisiete territorios que en tiempos conformaron las Provincias Unidas, tan sólo cuatro permanecían en manos de los dren, y en cuanto tomamos Donknacht estos baluartes no tardaron en rendir las armas. Mis cinco largos años de servicio, matando, sangrando y presionando para ganar cien metros de terreno al día, casi habían terminado. Todos nosotros pasaríamos el invierno en casa, tomando ponche caliente junto al fuego del hogar. En ese preciso momento, Wilhelm van Agt, gobernador de la República Dren, consideraba que un armisticio era el preludio de la rendición total.
Desdichadamente, parecía que las noticias del final del conflicto aún no habían llegado a oídos de los dren, que formaban frente a su capital como leones, entre rugidos de desafío en presencia del poder aliado. Media década de preparativos y el dominio de las tácticas de asedio les habían permitido crear lo que probablemente era el mejor perímetro defensivo en la historia de la violencia humana. Parecía que no habían oído hablar de la peste y la enfermedad que afligía a sus fuerzas, de las terribles pérdidas que habían sufrido en Karsk y Lauvengod, de la naturaleza por lo demás desesperada de su causa, o si lo habían hecho, no bastó para mermar su resolución.
Fue su intransigencia colectiva, una intransigencia que bordeaba la insensatez, a quien culpé por obligarme a abandonar la cama en plena noche para emprender una misión de infiltración. Fue la estupidez de nuestros propios mandos, no obstante, a los que culpé por el desastre logístico que supuso abandonarnos durante la operación a mi pelotón y a mí sin el camuflaje apropiado.
Al menos, en mi interior. Por fuera, los oficiales no van por ahí enfurruñados por semejantes accidentes administrativos, por mucho que sean la causa de que los maten.
Pero el soldado Carolinus no tenía tantos miramientos.
—Teniente, ¿cómo se supone que vamos a salir de misión nocturna sin tiznarnos el rostro de hollín? —preguntó, airado, como si tuviera una explicación o una tina llena de esa sustancia bajo el jergón.
Carolinus era un pelirrojo de mejillas rubicundas, un rouendeño del norte, de esa particular estirpe de hombres cuyos antepasados habían invadido Val tres siglos antes y no se habían marchado de allí. Había sido minero, era recio y duro como el carbón, y tan pronto a la queja como lo era a dar más de sí de lo que se le exigía. Francamente, había llegado a convertirse en un incordio, pero con Adolphus inválido en casa, era el único que yo consideraba capaz de hacerse cargo del mando si me alcanzaba un virote perdido.
—Teniente, los dren tienen ojos de lechuza. Nos descubrirán si no nos tiznamos la cara.
Afiancé las correas de la armadura de cuero, asegurándome de llevar las armas en su lugar y de que la espada de trinchera colgase suelta a un lado.
—Aquí no se supone nada, soldado. Sin embargo, voy a ordenarte que cierres esa boca que tienes húmeda como un coño, y te equipes, porque dentro de un cuarto de hora vas a superar el muro, ya estés jodidamente desnudo o cubierto de hollín. Y no te preocupes por el enemigo, por lo que he oído sólo disparan a los hombres.
Los demás rieron, e incluso Carolinus esbozó una media sonrisa, pero lo hicieron con humor forzado, igual que yo. No sólo era la carencia de hollín, es que cuarenta minutos atrás ni siquiera sabía que saldríamos y tuve que enterarme cuando un edecán del comandante de la compañía me despertó de malos modos de la primera noche de sueño que había tenido en lo que iba de semana. Me ordenó que reuniera a mis mejores hombres y me personara en presencia del mayor.
La verdad es que nada de eso encajaba. Donknacht la Inquebrantable era la capital de los Estados Dren, y durante un milenio y medio se había librado del yugo extranjero. Cuando el resto de las provincias dren fueron devoradas por sus vecinos, sólo Donknacht había conservado su estatus de ciudad libre.Y cuando la oleada de nacionalismo dren unificó aquellos estados tan dispares setenta años atrás en una poderosa confederación, Donknacht se había convertido en el pivote en torno al cual se había formado aquella comunidad de naciones.
No podía hablar por el resto de las provincias, pero los soldados que se nos enfrentaban a lo largo de casi un kilómetro de tierra de nadie murieron en misiones suicida, maldiciendo a nuestras madres. Sus defensas no cederían sin un asalto frontal a gran escala, precedido por fuego de artillería y hechicería, e incluso en ese caso lo más probable era que nos costase media división. Suponiendo que los muy cabrones no se replegasen en su ciudad y tuviésemos que sacarlos a rastras de cada una de sus casas, calle por calle. Esperaba, igual que todo el mundo, que fuesen ciertos los rumores del armisticio, porque así detendríamos en ese lugar el largo avance, en las llanuras que se extendían ante la capital. Fuera como fuese, ansiaba saber qué podrían hacer cinco soldados solitarios para cambiar el cariz de la situación, con o sin hollín.
Me volví hacia Saavedra, nuestro guía desde que un proyectil de artillería había arrancado parte de la cabeza al pobre Donnely. Sus ojos oscuros y la expresión severa de su rostro traicionaban su ascendencia asher, aunque ninguno sabíamos por qué se había enrolado en nuestra unidad en lugar de hacerlo en uno de los regimientos de su gente. Saavedra se negaba a hablar de ello, aunque en realidad no hablaba de nada, y los hombres del 1.º de Infantería de la capital no eran de los que miran con atención la documentación de ningún recluta, siempre y cuando estuviera dispuesto a ser de los primeros en salir de la trinchera. A pesar de su exilio entre nosotros, los paganos, Saavedra era fiel a lo que uno espera de su raza: taciturno e inescrutable, el mejor jugador de naipes del regimiento, además de ser un diablo con la espada corta. Se había guardado el hollín suficiente para oscurecerse la cara, pero cierto como la ferocidad del único dios con que contaba su pueblo, que no tenía para dos.
—Que los demás se preparen.Voy a ver al mayor.
Saavedra asintió, silencioso como de costumbre. Me dirigí al centro del campamento.
Aunque nuestro mayor, Cirellus Grenwald, era un idiota y un cobarde, no era un lunático, lo cual le había bastado para alcanzar la mitad superior del escalafón militar. Si su principal talento consistía en haber nacido en la parte alta de la pirámide social, aún tenía que caerse de ella. Lo vi charlando con un tipo con abrigo de cuero y adornos de plata, a quien a simple vista tomé por un civil.
El mayor me obsequió con una sonrisa cándida que había acelerado, más que cualquier muestra de competencia por su parte, su ascenso.
—Teniente, precisamente hablaba de ti con el tercer hechicero Adelweid, aquí presente. Jefe del pelotón más fiero de la división. Él te proporcionará una defensa impenetrable para tu... empresa.
El hechicero Adelweid tenía la piel muy blanca y, a pesar de su delgadez, mostraba una película sobrante de carne carcomida. Había encontrado tiempo para introducir su melena, que le caía a la altura de los hombros y tenía el color del azabache, a través de un broche enjoyado, adorno que, junto a la hebilla sobredorada del cinto y los gemelos de plata, se antojaba peculiarmente inapropiado para la situación que tenían entre manos. No me gustó, y menos aún cuando descubrí que su misión consistía en protegernos. El Crane aparte, odiaba a los hechiceros. De hecho, todos los soldados lo hacíamos, y no porque les gustase tanto lucirse y se quejaran tanto y obtuviesen todos los objetos arcanos que pedían, mientras que nosotros teníamos que buscarnos la vida para obtener mijo y un par de botas de cuero. No, todos los soldados odiaban a los hechiceros porque, hasta el último de nosotros y con lenguaje injurioso, podíamos contar anécdotas sobre compañeros que habíamos perdido debido a un descuido absurdo de los hechiceros al dirigir esta o aquella hacha, eso cuando no aniquilaban a toda una unidad en una cascada de sangre y hueso. Por supuesto, a los mandos eso les parecía genial, convencidos como estaban de que cada nuevo plan propuesto se convertiría en el arma secreta que nos haría ganar la guerra.
Pero no serviría de nada permitir que mi rostro delatara mi ánimo. Lo saludé con sequedad, gesto al que él respondió apático y sin hacer un comentario. El mayor Grenwald continuó:
—Bienvenido a la operación Acceso, teniente. Éstas son tus órdenes: tú y tus hombres tenéis que llevar al hechicero Adelweid a cuatrocientos metros tierra de nadie adentro. Una vez allí, haréis un alto en un lugar de su elección, momento en que el hechicero llevará a cabo su trabajo.Tienes que asignarle a un hombre para que lo escolte, y después tú y los tuyos os adentraréis doscientos metros en dirección a las líneas dren, donde colocarás este talismán en un punto desde donde se dominen las defensas enemigas. —Me tendió una joya de color negro—. Mantendrás esa posición hasta que el hechicero Adelweid haya completado el cometido de su misión.
Sumando las distancias alcancé la desdichada cifra de seiscientos metros, lo que nos llevaría más cerca del territorio dren que del nuestro, dentro del radio de alcance de las patrullas de corta distancia.Tampoco se me escapó el dato de que Grenwald no me había ofrecido ningún cálculo de cuánto tiempo necesitaría Adelweid para llevar a cabo su trabajo, tal como él lo había llamado. ¿Serían diez minutos? ¿Veinte? ¿Una hora? En relación con eso, ¿por qué todos dábamos por sentado que funcionaría ese resbaladizo pedazo de cristal negro? Por mi propia experiencia con el Arte, lo más probable era que acabase explotándome en las manos.
Supuse que no obtendría respuestas, aunque fuera tan insensato como para plantearlas. En vez de ello, saludé a Grenwald, rezando para que aquélla no fuese la última vez que saludaba a ese cabrón jactancioso. Luego me volví hacia Adelweid.
—Señor, nuestra unidad se agrupa en la trinchera de vanguardia. Si me sigues...
Saludó al mayor con aire displicente y luego se situó detrás de mí sin hacer ningún otro comentario. Aproveché la oportunidad para decir algo:
—Señor, éste podría ser un buen momento para quitarse cualquier pieza del equipo que pueda reflejar la luz. En concreto, ese broche que llevas delatará nuestra posición a cualquier francotirador dren con el que podamos cruzarnos.
—Gracias por tu sugerencia, teniente, pero mis prendas seguirán donde están. —Su tono era tan untoso como había esperado, y acarició la ajorca con aire posesivo—. Sin ellas jamás podríamos completar nuestra misión. Además, prefiero no volver victorioso al campamento para descubrir que algún soldado se ha apropiado de algo que me entregó personalmente el cabeza de la Orden del Roble Nudoso.
Prefería eso a no regresar, pensé.Y también lo prefería a sacrificarme a mí y a mis hombres en aras de la vanidad. Aunque tenía razón: alguien se lo habría robado.
Cuando alcanzamos el extremo del campamento, encontramos allí a los hombres, pertrechados y armados, con la armadura puesta. Los seis formamos en círculo y repetí las órdenes que había recibido. Estaba claro que no les parecieron muy halagüeñas, ni por el tipo de encargo ni por la presencia de Adelweid, pero eran profesionales y mantuvieron la boca cerrada. Una vez hube terminado, ordené efectuar la última comprobación del equipo, y después subimos por las escalas hasta encontrarnos solos en el erial que se extendía entre nuestro campamento y los dren.
—A partir de ahora nada de hacer ruido o encender luces.
Hice un gesto con la cabeza a Saavedra, quien, tal como era de prever, se había tiznado el rostro de hollín. Echó a andar despacio, y al cabo de quince segundos apenas fui capaz de distinguirlo. Carolinus fue el siguiente en emprender el avance, y yo los seguí a unos pasos de Adelweid.
Detrás de mí iba Milligan, nuestro artillero, un tarasaihgano brillante y de buen carácter, capaz de alcanzar a cien pasos la efigie de la reina grabada en una moneda de un ocre. No estaba seguro de qué iba a servirnos, porque estaba bastante oscuro como para disparar. Al menos se mostraba sereno en una pelea, nada del otro mundo, pero tenía nervio y podías confiar en él.
Cerrando la marcha iba Cilliers, un gigantón vaalano de rostro avinagrado que sonreía poco y hablaba menos. Era de los pocos hombres de la compañía que no había cambiado su arma por la espada de trinchera, pues seguía empuñando un espadón de doble filo que le colgaba de la espalda, un arma que había pasado de padres a hijos desde que sus antepasados juraron lealtad al trono de Rigus.También su cuerpo era demasiado ancho para que sirviese de gran cosa en operaciones de infiltración, pero llegado el caso de tener que defendernos en campo abierto necesitaríamos de su arma de dos manos.