Bajos fondos (4 page)

Read Bajos fondos Online

Authors: Daniel Polansky

Tags: #Fantástico, Intriga, Otros

BOOK: Bajos fondos
7.08Mb size Format: txt, pdf, ePub

Me agaché cuando el garrote me pasó por encima de la cabeza, y luego hundí el puño en su estómago. Tancredo cayó hacia atrás, boqueando falto de aire, zarandeando el garrote en el aire con impotencia. Con mi segundo ataque le aferré la muñeca y tiré con fuerza de ella para acercármelo mientras gritaba y soltaba el arma. Lo miré a los ojos, de cerca. Los labios le temblaban. Descargué un golpe que bastó para tumbarlo en el suelo.

Yacía tendido a mis pies, lloriqueando. El modesto corro de espectadores no me quitaba ojo de encima, ojos de mirada extraviada, las narices enrojecidas, una colección de seres grotescos engendrados por la endogamia, boquiabiertos, piojosos.Tuve ganas de empuñar el garrote de Tancredo para emprenderla con ellos, partir sus cabezas como si fueran melones, crac, crac, crac, teñir de rojo el serrín que cubría el suelo. Hice a un lado el impulso, que atribuí al aliento. Había llegado la hora de poner fin a esto, pero sin prisas. La teatralidad contaba, quería que toda esa gentuza contase lo sucedido.

Arrastré el cuerpo de Labioleporino hacia una mesa cercana y extendí uno de sus brazos sobre la madera. Con la izquierda le abrí la palma de la mano y con la derecha le aferré el meñique.

—¿Qué frontera nos separa? —pregunté, rompiéndole el dedo.

Gritó pero no respondió a mi pregunta.

—¿Qué frontera nos separa? —insistí, rompiéndole el siguiente dedo. Lloraba, boqueaba falto de aire y apenas era capaz de decir palabra, pero tendría que esforzarse. Le retorcí otro dedo—. ¡Aún conservas todos los dedos de la otra mano! —Me eché a reír, sin saber muy bien si aquella risa formaba parte del papel que representaba.

—¡El canal! —gritó—. ¡El canal es la frontera que nos separa!

Se impuso el silencio en el bar, exceptuando sus lloros.Volví la cabeza hacia los mirones, saboreando el momento, y luego seguí hablando con un tono de voz lo bastante elevado para hacerme oír por todos.

—Tus negocios terminan en el canal. Si vuelves a olvidarlo te encontrarán flotando en él. —Tiré hacia atrás del último dedo, y dejé caer a Labioleporino en el suelo antes de darme la vuelta y caminar lentamente en dirección a la salida. Araña estaba hecho un ovillo al pie de la escalera, y apartó la vista al verme pasar.

A una docena de manzanas al este se me pasaron los efectos del aliento. Me apoyé en la pared de un callejón y vomité hasta que apenas pude respirar, postrado en el suelo mugriento. Allí permanecí un rato, esperando a que mi corazón latiese de nuevo con normalidad. La pierna me traicionó cuando regresaba, y tuve que comprar a un farsante inválido una muleta con la que me ayudé el resto del camino a casa.

CAPÍTULO 4

Desperté con un dolor de cabeza que hizo que la hinchazón del tobillo pareciese la paja de una puta de un ocre la hora. Intenté ponerme en pie, pero me mareé y el estómago me dio a entender que estaba más que dispuesto a repetir la funcioncilla de la pasada noche, así que me senté de nuevo. Por el coño de Prachetas que no pensaba volver a esnifar ese jodido aliento de hada.

El sol se filtraba por la ventana con la intensidad del mediodía. Siempre había pensado que si te pierdes la mañana ya no vale la pena ni aprovechar la tarde, pero tenía trabajo pendiente. Me puse de nuevo en pie, lentamente, y luego me vestí y bajé la escalera.

Tomé asiento junto a la barra.Adolphus había olvidado taparse el ojo, y la cuenca vacía me miraba burlona y desaprobadora.

—Llegas tarde para tomarte unos huevos, así que ni se te ocurra pedírmelos. —Había supuesto que a la una de la tarde había pasado ya la hora del desayuno, pero no me gustó nada ver confirmadas mis sospechas—. El chico de ayer lleva tres horas esperando a que te levantes.

—¿Queda al menos un poco de café? ¿Y dónde dices que está ese crío?

—Ni una gota, y si te vuelves lo verás en el rincón.

Al darme la vuelta vi al muchacho del día anterior apartarse de la pared. Poseía el raro talento de pasar desapercibido, o puede que mi resaca fuese peor de lo que había pensado. Nos miramos en silencio, y cierta reserva natural le impidió dar inicio a la conversación.

—No soy yo quien se ha pasado media mañana a unos metros de tu puerta —dije—. ¿Qué quieres?

—Trabajo.

No se le podía acusar de andarse por las ramas. Era conciso, y eso era algo. Me dolía horrores la cabeza y aún no tenía la menor idea de cómo me las apañaría para desayunar.

—¿Y de qué ibas a servirme?

—Podría hacer cosas para ti. Como anoche.

—No sé cuán a menudo crees que ando tropezando por ahí con cadáveres de niños desaparecidos, pero lo de ayer fue una cosa fuera de lo normal. No creo que eso justifique tener a un empleado esperando a que vuelva a darse la circunstancia. —Esta objeción no pareció causarle efecto alguno—. ¿A qué crees tú que me dedico exactamente?

Esbozó una sonrisa zorruna, como si acabara de hacer algo malo y estuviese dispuesto a compartirlo conmigo.

—Tú diriges la parte baja de la ciudad.

Diantre, de menudo feudo estamos hablando.

—Eso te lo discutiría la guardia. —Soltó un bufido—. Ha sido una noche muy larga y no estoy de humor para tonterías. Piérdete.

—Puedo hacer recados, llevar mensajes, lo que sea que necesites. Conozco las calles como la palma de mi mano, sé pelear y nadie me ve si no quiero que me vean.

—Mira, hijo, en mi negocio sólo hay lugar para una persona. Y si contratara a un ayudante, mi primera exigencia sería que tuviera pelo en los huevos.

El comentario no hizo mella en él. Sin duda había oído cosas peores.

—Bien que me escurrí ayer, ¿no?

—Ayer anduviste seis manzanas, y una vez ante la puerta de este negocio optaste por no darme por saco. Podría adiestrar a un perro para que hiciese lo mismo, y ni siquiera tendría que pagarle.

—Dame otra cosa, pues.

—Lo que voy a darte es una buena tunda si no desapareces —repliqué, levantando la mano en un gesto que debía resultar amenazador.

A juzgar por la total ausencia de reacción por su parte, mi amenaza no lo impresionó lo más mínimo.

—Por el Perdido, menudo cabroncete estás tú hecho. —Bajar la escalera me había avivado el dolor del tobillo, y toda aquella charla me revolvía el estómago. Hundí la mano en el bolsillo y saqué una moneda de plata—. Ve corriendo al mercado y tráeme dos naranjas rojas, una cesta de albaricoques, una bola de cordel, una bolsa para las monedas y una navaja de talla.Y si no me traes un cambio que sea la mitad de eso sabré que, o bien me tomas el pelo, o bien eres demasiado torpe para regatear un precio justo.

Salió corriendo a una velocidad que hizo que me preguntara si se acordaría de lo que acababa de pedirle. Había algo en él que no me hubiera empujado precisamente a apostar por ello. Me di la vuelta y aguardé a que me trajeran el desayuno, pero de pronto me distrajo la mirada ceñuda de Adolphus.

—¿Algo que objetar?

—No sabía que estuvieras tan desesperado por encontrar socio.

—¿Qué querías que hiciera? ¿Abrirlo en canal? —Me masajee lentamente las sienes con los dedos índice y corazón—. ¿Hay noticias?

—Dentro de unas horas se celebrará un funeral en memoria de Tara frente a la iglesia de Prachetas. Supongo que no asistirás.

—Pues no supones bien. ¿Alguna otra cosa digna de mención?

—Se ha extendido la noticia de tu encuentro con Labioleporino, si es a eso a lo que quieres llegar.

—En efecto.

—Bueno, pues lo dicho.

Fue más o menos en ese momento cuando mi cerebro decidió que había llegado el momento de liberarse de largos años de castigo, e inició el furibundo e improductivo esfuerzo de golpear con fuerza las paredes que conformaban su prisión. Adeline reparó en mi dolor y puso a hervir la cafetera.

Tenía la segunda taza entre las manos, dulce y fuerte, cuando regresó el muchacho. Puso en la barra la bolsa con la compra y dejó el cambio al lado.

—Has vuelto con siete monedas de cobre —señalé—. ¿Qué se te ha olvidado?

—Está todo ahí. —Aunque no sonreía, los labios le dibujaban la promesa de una sonrisa—. He robado la navaja de talla.

—Felicidades, eres todo un ladronzuelo. Es un club de lo más exclusivo. —Tomé una naranja de la bolsa y me puse a pelarla—. ¿A quién le has comprado la fruta? ¿A Sarah o a Yephet el Isleño?

—Al Isleño. Sarah tiene la fruta medio podrida.

Comí un gajo.

—¿Quién ayudaba hoy al Isleño? ¿Su hijo o su hija?

—Su hija. El hijo lleva unas semanas sin asomar por ahí.

—¿De qué color era la blusa de la joven?

Se produjo una pausa.

—Llevaba puesto un blusón gris. —Ahí estaba de nuevo la sonrisa imperceptible—. Pero no tienes forma de saber si te digo la verdad porque aún no has salido a la calle.

—Sabría si has intentado engañarme. —Terminé la naranja y dejé la piel en la barra antes de ponerle dos dedos en el pecho—. Siempre lo sabré.

Asintió sin desviar la mirada.

Guardé las demás monedas en la bolsita de cuero que le había pedido y la sostuve en alto ante él, tentador.

—¿Tienes nombre?

—Los chicos me llaman Wren.

—Pues considera esto la paga de lo que queda de semana. —Le arrojé la bolsa—. Gástate una parte en una camisa nueva. Pareces un vagabundo. Luego pásate por aquí al anochecer. Es posible que tenga algo que encargarte.

Aceptó mi decisión sin mudar la expresión, como si tanto le diera una cosa como la otra.

—Ah, y deja de robar —añadí—. Si trabajas para mí, no podrás sisar al vecindario.

—¿Qué significa «sisar»?

—En este contexto, robar. —Señalé la salida con un gesto de cabeza—. Y ahora largo. —Salió por la puerta, aunque con cierta parsimonia. Saqué de la bolsa la otra naranja. Adolphus volvía a mirarme ceñudo—. ¿Tienes algo que objetar?

Hizo un gesto negativo y se puso a limpiar las jarras que habían quedado pendientes de la noche anterior.

—Eres sutil como una piedra. Escupe de una vez lo que sea que te revuelve las entrañas o deja de mirarme así.

—No eres carpintero —dijo.

—Entonces, ¿qué coño me propongo hacer con esta navaja de talla? —pregunté, mostrándole la herramienta. Los labios toscos de Adolphus no mudaron la expresión—. De acuerdo, te daré una pista: no soy carpintero.

—Y tampoco herrero.

—En cuanto a eso no hay confusión posible.

Adolphus dejó con gesto brusco la jarra, y su arranque furibundo me hizo recordar el día en Apres en que sus enormes brazos quebraron un cráneo dren con la facilidad de quien parte la cáscara de un huevo. La sangre y los sesos burbujearon a través de la blancura del hueso.

—Si no eres carpintero y no eres herrero, entonces ¿qué coño te propones tomando un aprendiz a tu cargo? —Me escupió la última frase junto a... bueno, a una auténtica lluvia de saliva.

El vacío que ocupó en tiempos su ojo izquierdo le proporcionaba una injusta ventaja que me llevó a romper el contacto.

—Yo no te juzgo por tu trabajo. Pero la tuya no es precisamente una profesión que deba aprender un muchacho.

—¿Qué tiene de malo haberlo enviado a buscarme el desayuno?

Adolphus se encogió de hombros sin estar convencido.

Terminé la otra naranja y me dediqué a los albaricoques en relativo silencio.

Siempre me desquicia que Adolphus esté malhumorado. En parte porque me recuerda que si alguna vez pierde el temple será necesaria la mitad de la guardia de la ciudad para inmovilizarlo, pero sobre todo porque hay algo desagradable en el hecho de ver tan abatido a un gordo.

—Menudo humor tienes hoy —dije.

La carne de su rostro abandonó la tensión, precipitándose hacia abajo, más de lo que hacía prever su edad.

—La niña —dijo.

—Habitamos un mundo enfermo, y no es la primera vez que tenemos pruebas de ello.

—¿Quién hará justicia?

—La guardia investigará lo sucedido. —También yo era consciente del poco consuelo que eso suponía.

—La guardia sería incapaz de encontrar restos de pus en un prostíbulo.

—Han recurrido a la Corona. Dos agentes con sus impecables atuendos. Incluso avisaron a los adivinos. Algo averiguarán.

—Si esa niña tiene que confiar en la Corona para que se haga justicia, su alma nunca descansará en paz —dijo sin apartar de mí su único ojo.

En esa ocasión no pestañeé.

—Eso no es problema mío.

—¿Permitirás que su violador ande por ahí suelto? —Cuando con frecuencia se dejaba llevar por el melodrama, el acento skythano de Adolphus se volvía más acusado—. ¿Que respire el mismo aire que nosotros, que nos emponzoñe los pozos?

—¿Tú lo ves por aquí? Si es así, encontraré algo contundente para partirle el cráneo como si fuera un melón.

—Tú podrías encontrarlo.

Escupí en el suelo un hueso de albaricoque.

—¿Quién acaba de acusarme de trabajar últimamente al margen de la ley?

—Eso, sacúdetelo de encima, bromea, hazte el loco. —Golpeó la barra con el puño de tal forma que todo el mueble tembló—. Pero sé por qué saliste anoche, y recuerdo haberte arrastrado fuera del campo de Giscan, cuando todo el mundo había emprendido la huida y los muertos asfixiaban el firmamento. —Los tablones de la barra recuperaron el equilibrio—. No finjas que no te preocupa.

El problema con los viejos amigos es que recuerdan todo aquello que uno preferiría olvidar. Claro que yo no tenía por qué quedarme ahí a echar mano de los recuerdos del pasado. El último albaricoque desapareció.

—Tengo que encargarme de unos asuntos. Deshazte de todo esto, y si vuelve por aquí, da de cenar al muchacho.

El final abrupto de nuestra discusión desinfló a Adolphus, a quien abandonó la ira, bajó el ojo y compuso una expresión cansada. Cuando salí de la taberna limpiaba con el trapo la barra, intentando contener las lágrimas.

CAPÍTULO 5

Me alejé de la taberna presa del malhumor. Siempre confío en que Adolphus me proporcione una dosis de frivolidad matutina, y sin ella me sentía falto de algo. Entre eso y el mal tiempo, empecé a desear haber hecho caso de mi primer impulso de pasar el resto de la tarde bajo las mantas, consumiendo vid del sueño. Hasta el momento, lo mejor que podía decir de aquella jornada era que había transcurrido la mitad.

El encuentro inesperado de la pasada velada me había apartado de mi intención original de visitar al Rimador, circunstancia que debía rectificar. Él me perdonaría la ausencia, probablemente ya se había enterado del motivo, a pesar de lo cual teníamos que hablar. A esa hora del día lo más probable es que estuviera trabajando en el muelle o en casa de su madre. Su madre tenía la tendencia de intentar juntarme con las mujeres de su vecindario. Pensé que estaría en el muelle y encaminé mis pasos en esa dirección, a pesar de que el dolor del tobillo se mostraba tan enconado como el que me atenazaba el cráneo.

Other books

Crime Always Pays by Burke, Declan
The Wind City by Summer Wigmore
After Dark by Nancy A. Collins
Old Enemies by Michael Dobbs
Muscling In by Lily Harlem
Beauty and Pain by Harlem Dae