—Saludos, maestro. Agradezco que me hayas recibido sin acordar una cita con antelación.
—¿«Maestro»? ¿Así saludas a quien aplicó ungüento en tus despellejadas rodillas, a quien te preparó taza tras taza de chocolate para mantener el frío a raya?
Era evidente que no iba a ponérmelo fácil.
—Me parece inapropiado abusar de nuestra antigua relación.
Se le agrió la expresión y se cruzó de brazos.
—Entiendo tu reticencia a volver.Ya de niño tenías más orgullo que la mitad de la corte real. Pero no sugieras siquiera que te di la espalda o que podría hacerlo. Ni siquiera cuando dejaste de servir a la Corona y adoptaste tu nueva... vocación.
—¿Te refieres a cuando me despojaron del rango y me puse a vender drogas en la calle?
Exhaló un suspiro, el mismo gesto, el mismo sonido que cuando acudía a él con un ojo amoratado fruto de una pelea callejera, o cuando se enteraba de que había robado el juguete nuevo con el que jugaba.
—Pasé años intentando librarte de esa costumbre.
—¿Qué costumbre?
—De la forma que tienes de tomártelo todo como si fuera un insulto. Es propio de gente de baja estofa.
—Es que soy de baja estofa.
—Pues podrías esforzarte un poco para disimularlo. —Cuando sonrió, me sorprendí haciendo lo mismo—. Da igual, el caso es que has vuelto, y por afortunado que me sienta de verte, no puedo evitar preguntarme a qué debo la reaparición de mi hijo pródigo. A menos que hayas llamado a mi puerta tras estos cinco años sólo para interesarte por mi salud.
El Crane fue mi benefactor cuando era niño, y me obsequió con todas las muestras de amabilidad que el crío más indomable de la parte baja de la ciudad fue capaz de aceptar. Cuando me convertí en agente acudí a menudo a él, tanto en busca de consejo como de toda la ayuda que su prodigiosa habilidad pudo ofrecerme. A pesar de la práctica que tenía, aquella nueva ronda de súplicas me hizo un nudo en la garganta.
—Necesito tu ayuda.
Se le tensó la expresión, justa reacción ante la petición de auxilio que provenía de un hombre con quien no había cruzado palabra en media década, alguien que, además, se movía en círculos ajenos a la legalidad.
—¿Y en qué puedo ayudarte?
—Encontré a la Pequeña Tara, y necesito que me cuentes cualquier información que hayas podido averiguar a través de tus canales habituales —dije—. Si hay una adivinación que creas que pueda ser de utilidad, también te pediría que la realizaras, y todo ello sin advertir previamente a Black House o al ministerio apropiado.
Supongo que había dado por sentado que había acudido allí en busca de dinero, o por algún motivo ilícito. Descubrir que no era así le hizo recuperar su comportamiento habitual, amistoso y algo travieso.
—Parece que me había equivocado en el alcance real de tus nuevas ocupaciones.
—No estoy seguro de haber entendido tus palabras —dije, a pesar de haberlo hecho.
—En ese caso, déjame expresarme con claridad: ¿de qué modo encaja el hallazgo del cadáver de esa niña con tu ocupación actual?
—¿Cómo le encaja ayudar a un criminal al primer hechicero del reino?
—¡Ja ja ja! ¡El primer hechicero! —Se tapó con la mano al toser, una tos húmeda y desapacible—. No piso la corte desde el jubileo de la reina. Ni siquiera sé dónde guardo la túnica.
—¿La que lleva hilo de oro y vale la mitad de lo que contienen los almacenes del muelle?
—Me picaba el cuello. —La risa del Crane fue forzada, y al terminar, la luz que se filtraba en aquel atardecer iluminó a un anciano cansado—. Lo siento, viejo amigo, pero no estoy seguro de poder ayudarte. Anoche, cuando supe del crimen, envié un mensaje para ponerme en contacto con la Oficina de Asuntos Mágicos. Dicen que habían encargado el caso a un adivino, pero que éste no obtuvo ninguna información. Si allí no han podido averiguar nada, dudo mucho que yo tenga más suerte.
—¿Cómo es eso posible? —pregunté—. ¿Bloquearon la adivinación?
—Habría sido necesario un practicante de excepcional habilidad para cubrir por completo todo rastro de su presencia. No hay ni media docena de practicantes en toda Rigus capaces de una tarea tan compleja, y no me imagino que alguno de ellos pueda haberse entregado a una labor tan vil.
—El poder no garantiza la decencia, a menudo se da más bien todo lo contrario. Sin embargo, te concedo que un mago dotado de una habilidad semejante dispondría de medios más simples para satisfacer sus deseos, si se inclinasen en esa dirección. —Sentí cómo volvían a trabajar los viejos engranajes, la musculatura que se desperezaba tras años de inactividad. Había pasado mucho tiempo desde mi última investigación—. Aparte de la magia, ¿qué otras cosas podrían entorpecer vuestras adivinaciones?
Tomó de encima del mantel una garrafa que contenía una sustancia verde de aspecto venenoso, y vertió el líquido en un vaso que había al lado.
—Medicina. Para mi garganta —explicó antes de apurarlo de un trago—. Que limpiaran a conciencia el cadáver, o lo desinfectaran con alguna sustancia química. También pudo influir que hubiese llevado puesta poco tiempo la ropa que vestía. No es mi especialidad, por lo que no estoy totalmente seguro.
El olor que desprendía el cadáver de la niña pudo proceder de un producto de limpieza.También pudo deberse a una docena de causas distintas, pero al menos esa pista me daba algo a lo que agarrarme.
—Al menos tengo algo por donde empezar. —Reunido el nervio para regresar, ahora me sentía poco inclinado a marcharme. Una parte de mí quería sentarse en su cómodo sillón azul y dejarme arropar por el lugar, compartir una taza de té con mi viejo mentor y hablar del pasado—. Agradezco tu ayuda.Y también agradezco que me hayas recibido. Te mantendré informado de mis pesquisas.
—Espero que encuentres al responsable de ello, y confío que no sea la última vez que me visitas. Te he echado de menos, y también los problemas que arrastrabas hasta mi puerta, como un gato callejero que arrastra una paloma muerta.
Le devolví la sonrisa e hice ademán de volverme hacia la salida, pero me detuvo su voz, cuyo tono se reveló inesperadamente severo.
—Celia quiere verte antes de que te vayas.
Intenté no dar un respingo al oír el nombre, pero supongo que fracasé.
—Está en el invernadero. Ya recuerdas cómo llegar allí. —No fue una pregunta.
—¿Cómo está?
—Dentro de unas semanas la ascenderán al primer rango. Es un auténtico honor.
Hechicero de primer rango es el empleo más importante que puede alcanzar un practicante de la magia. Tal vez no había más de veinte en todo el reino, todos los cuales habían realizado nobles servicios en aras de la patria, o habían hecho los favores adecuados a las personas adecuadas. El Crane estaba en lo cierto, era todo un honor, sobre todo teniendo en cuenta la edad de Celia, aunque mi pregunta no iba dirigida a ese aspecto de su vida.
—¿Y cómo está? —insistí.
El Crane pestañeó al tiempo que apartaba la mirada.
—Bien —dijo—. Está... bien.
Bajé la escalera, deteniéndome frente a una puerta de vidrio opaco situada una planta por debajo del piso superior. Resistí la tentación de recurrir a un pellizco de aliento. Mejor terminar pronto con eso, y hacerlo sobrio.
El invernadero era un lugar hermoso, como todo en el Aerie. Plantas procedentes de las Trece Tierras crecían en el interior, floreciendo en una miríada de colores que complementaban la piedra azul de las paredes. Hebras violáceas de dedos de la reina asomaban entre las enredaderas anaranjadas de la piel de Drake, los ramilletes de daeva de vivos tonos proyectaban su aroma por toda la estancia, y especies aún más peculiares crecían al amparo del húmedo invernáculo.
Me oyó entrar, pero mi llegada no interrumpió su labor. Regaba con una jarra de plata afiligranada un helecho que había en un rincón. El vestido azul se le tensaba a la altura de la parte baja de la espalda, subido por debajo del muslo, aunque cuando se irguió el dobladillo cayó hasta la rodilla. Se volvió hacia mí y la vi por primera vez en mucho tiempo, su rostro familiar a pesar de los años transcurridos sin vernos, el pelo castaño sobre los ojos oscuros y almendrados. Abrazando las curvas de su cuello color de miel distinguí un collar sencillo, que remataba un medallón de madera lacada grabado con caracteres kirenos.
—Has vuelto.
A juzgar por su tono de voz, no estuve seguro de qué sentía al respecto.
—Deja que te mire.
Me acercó las manos al rostro, como si quisiera acariciarlo o abofetearlo. Ambas cosas hubieran sido apropiadas.
—Te veo mayor —dijo al cabo, optando por lo primero, acariciándome con los dedos la piel áspera.
—Es lo que te hace el paso del tiempo. —Si bien en mi caso el paso del tiempo me había marchitado las facciones, en el suyo no había ejercido más que un efecto beneficioso.
—Eso dicen.
Y cuando sonrió, me pareció atisbar algo de la joven que había sido, tal vez en la franqueza y la amabilidad con que me miraba, en la celeridad con la que se había apresurado a perdonar mi ausencia, en la luz que irradiaba instintivamente y sin deliberación.
—Visité El Conde a diario durante un mes después de que abandonaras Black House. Adolphus me decía que te habías ausentado. Eso decía siempre. Al cabo de un tiempo dejé de ir.
No respondí, ni para corregir su creencia de por qué había abandonado el servicio de la Corona, ni para justificar mi ausencia.
—Llevas cinco años fuera. Desapareciste por completo, sin dejar un mensaje, sin una palabra. —No parecía enfadada, ni siquiera triste; la herida ya no era reciente, pero seguía siendo visible—. ¿Y ahora ni siquiera eres capaz de darme una explicación?
—Tenía mis motivos.
—Los motivos equivocados.
—Puede que lo fueran.Tomo muchas decisiones erróneas.
—Eso no voy a discutírtelo. —No lo dijo en broma, pero bastó para zanjar la cuestión—. Me alegro de verte —prosiguió, trabajosamente, como si con cada palabra pronunciada quisiera decir más en realidad.
Me miré las botas. No me dijeron nada que no supiera ya.
—Me han dicho que te ascienden a hechicera de primer grado. Felicidades.
—Es un honor que no estoy segura de merecer. Estoy convencida de que la recomendación del maestro hizo mucho para allanarme el camino.
—¿Significa esto que tienes carta blanca para destruir edificios cuyo buen gusto consideres cuestionable, y convertir en roedores a los sirvientes respondones?
Su rostro adoptó la expresión tensa que le había sorprendido de niña cuando no entendía una broma.
—Me he entrenado para seguir los pasos del maestro, y por tanto he estudiado las especialidades que ha perfeccionado: alquimia, hechizos de salvaguarda y curación. El maestro nunca consideró adecuado aprender los entresijos del poder que permite a un practicante hacer daño a sus semejantes, y jamás se me ocurriría emprender el estudio de aquello que él ha escogido ignorar. Requiere de cierta clase de persona practicar las partes más oscuras del Arte. Ninguno de los dos somos capaces de ello.
Cualquiera es capaz de hacer cualquier cosa, pensé. Pero no dije nada.
—Es extraordinario. De niños no creo que llegásemos a intuirlo siquiera.Tener el honor de aprender bajo su tutela... —Se llevó las pequeñas manos al pecho y negó con la cabeza—. ¿Entiendes qué supuso para esta ciudad su hechizo de salvaguarda? ¿Para el país? ¿Cuántas personas murieron de resultas de la peste? ¿Cuánta gente habría muerto si sus salvaguardas no siguieran protegiéndonos hasta el día de hoy? Antes se veían obligados a atender el crematorio las veinticuatro horas del día en pleno verano para evitar rezagarse, y no te hablo de cuando estaba en su punto álgido. Cuando se declaró la peste roja, ni siquiera quedó gente sana para trasladar los cadáveres.
Un recuerdo acudió a mi mente, un niño de seis o siete años que caminaba con cautela entre sus vecinos, cuidando de no pisar sus extremidades extendidas, pidiendo entre sollozos una ayuda que nunca recibió.
—Soy consciente de lo que supuso su obra.
—No, no lo eres. En realidad no creo que nadie lo sea. No tenemos ni idea de la gente que falleció en la parte baja de la ciudad, entre los isleños y los estibadores. Con las condiciones de higiene imperantes, tal vez fue una tercera parte, o la mitad, puede que más. Él fue la razón de que ganásemos la guerra. Sin él no habrían sobrevivido los hombres necesarios para librarla. —Alzó lentamente la vista al techo en un gesto reverencial—. Nunca podremos agradecerle lo bastante todo lo que hizo. Nunca.
Se sonrojó un poco al ver que no respondía, cohibida.
—Pero ya has vuelto a desatarme la lengua. —Su sonrisa reveló una tenue telaraña de arrugas que le cubrieron la piel, las cuales contrastaron con mis recuerdos de cuando era joven, imágenes que sabía difuntas pero que no podía descartar del todo—. Estoy segura de que no habrás venido a visitarnos para escuchar mis cansinas alabanzas al maestro.
—No especialmente.
Comprendí demasiado tarde que mi respuesta parcial le había permitido conjurar su propia explicación de mi llegada.
—¿Qué va a hacer falta? ¿Tendré que inmovilizarte y sonsacártelo?
No tenía planeado contárselo, pero tampoco había pensado en visitar a Celia. Era mejor ponerla al corriente de mi motivo real en lugar de permitir que acariciase cualesquiera que fuesen las fantasías a las que se había aferrado.
—¿Has oído hablar de la Pequeña Tara?
Se puso lívida. La sonrisa cálida desapareció por completo de su rostro.
—No vivimos tan al margen de la ciudad como pareces creer.
—Ayer encontré su cadáver —expliqué—. Me he acercado a ver si el maestro había oído algo al respecto.
Celia se mordió el labio inferior. Al menos había conservado ese tic desde nuestra niñez.
—Encenderé una vela para que Prachetas otorgue consuelo a su familia, y otra a Lizben, para que el alma de la niña encuentre el camino a casa. Pero, francamente, no estoy segura de qué te traes entre manos. Deja que la Corona lo investigue.
—Vaya, Celia, eso podría haberlo dicho yo.
Volvió a sonrojarse, algo avergonzada.
Di unos pasos hacia una planta que se alzaba en flor sobre ambos, procedente de un remoto rincón del mundo. Desprendía un olor denso y dulzón.
—¿Eres feliz aquí, siguiendo sus pasos?
—Nunca llegaré a tener su habilidad, ni seré capaz de alcanzar su maestría en el Arte. Pero es un honor ser la heredera del Crane. Estudio día y noche para ser merecedora de semejante privilegio.