Bajos fondos (2 page)

Read Bajos fondos Online

Authors: Daniel Polansky

Tags: #Fantástico, Intriga, Otros

BOOK: Bajos fondos
5.89Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Mac.

—Guardián. —Me ofreció el cigarrillo.

Lo encendí rascando una cerilla en el cinto.

—¿Cómo están las mozas?

Vertió tabaco de la bolsita para liar otro cigarrillo.

—Esa niña perdida las tiene más exhaustas que un corral de gallinas. Annie la Roja tuvo a todo el mundo despierto media noche con sus lloros, hasta que Euphemia se le acercó con el látigo.

—Son muy sensibles. —Introduje la mano en la bolsa y le tendí el cargamento con discreción—. ¿Se sabe algo de Eddie el Vagina? —pregunté, refiriéndome a su rival, expulsado de la parte baja de la ciudad a principios de semana.

—Mira que operar a un tiro de piedra del cuartel general y no pagar su parte... Eddie es demasiado tonto para seguir vivo. No creo que llegue al invierno. Me apostaría una moneda de plata. —Mac terminó de liar el cigarrillo con una mano mientras con la otra se guardaba el paquetito en un bolsillo trasero.

—Yo no aceptaría esa apuesta —dije.

Mac se introdujo el pitillo en uno de los extremos de la sonrisa torcida. Observamos el tráfico desde donde nos encontrábamos.

—¿Has conseguido ya esos pases? —me preguntó.

—Hoy mismo veré a mi contacto. Pronto tendré algo para ti.

Gruñó, no sé si para expresar su conformidad, y yo me di la vuelta para marcharme.

—Deberías saber que los muchachos de Labioleporino han estado vendiendo de puerta en puerta al este del canal. —Dio una larga chupada al cigarrillo y exhaló al cielo clemente una serie de perfectos aros de humo, uno seguido del otro—. Hace una semana que mis chicas ven a su cuadrilla yendo y viniendo.

—Ya me había enterado. No bajes la guardia, Mac.

Y recuperó su aspecto amenazador.

Pasé el resto de la tarde entregando el producto y haciendo recados. Mi funcionario de aduanas acudió por fin con los pases, aunque a la velocidad a la que empeoraba su adicción al aliento de hada tal vez sería el último favor que me haría.

Terminé a última hora de la noche, y me detuve en mi puesto favorito para comprar un cuenco de ternera con salsa picante. Aún tenía que ver a Yancey antes de que actuara. Por lo visto, lo haría ante un grupo de estirados aristócratas cerca del casco antiguo. Tenía por delante un paseo. Atajaba por un callejón para ahorrar tiempo cuando vi algo que me frenó tan en seco que a punto estuve de caer de bruces.

El Rimador tendría que esperar. Ante mí se encontraba el cadáver de una niña, horriblemente retorcido, envuelto en una sábana empapada de sangre.

Por lo visto había encontrado a la Pequeña Tara.

Arrojé la cena por la rejilla del desagüe. De pronto había perdido por completo el apetito.

CAPÍTULO 2

Pasé unos segundos haciéndome cargo de la situación. Las ratas de la parte baja de la ciudad son una banda absolutamente indecente, así que el hecho de que el cadáver estuviera intacto me dio pie a pensar que no hacía mucho tiempo que se habían deshecho de él. Me acuclillé y acerqué la palma de la mano al pecho diminuto. Estaba helado. Antes de que la abandonaran allí llevaba tiempo muerta. Más de cerca distinguí con mayor claridad las ignominias que su torturador le había causado, me sacudió un temblor y me aparté, consciente, al hacerlo, de un olor peculiar, no el pegajoso hedor de la descomposición, sino de algo fuerte, químico, que me hizo carraspear.

Al salir del callejón a la calle principal, hice señas a un par de pilluelos que pasaban el rato a la sombra de un toldo cercano. Mi nombre tiene cierto peso entre la gente de baja estofa, así que se me acercaron como si pensaran que iba a meterlos en algo serio, contentos ante la oportunidad. Di una moneda de cobre al que iba más sucio y le pedí que fuese en busca de un guardia. Cuando lo vi doblar la esquina me volví hacia el otro.

Procuro prostitutas y cerveza aguada a la mitad de los guardias que patrullan la parte baja de la ciudad, así que ellos no darían problemas. Sin embargo, semejante asesinato exigía la atención de un agente, y fuera quien fuese que enviaran podía ser lo bastante insensato para considerarme sospechoso. Tenía que librarme de la mercancía.

El joven levantó los ojos castaños recortados en la piel blanca. Al igual que la mayor parte de los críos que vagabundean por las calles, era un mestizo que poseía los rasgos distintivos de tres pueblos de Rigus, mezclados a su vez con varias razas extranjeras. Era delgado, incluso teniendo en cuenta lo habitual en la gente pobre, y los harapos que vestía apenas le ocultaban las agudas protuberancias óseas de hombros y clavícula.

—¿Sabes quién soy?

—Eres el Guardián.

—¿Conoces El Conde del Paso Inseguro?

Asintió con los ojos muy abiertos y la mirada clara. Le confié la bolsa.

—Llévala allí y dásela al cíclope que verás tras la barra. Dile que yo he dicho que te dé una moneda de plata.

Cuando fue a coger la bolsa, lo aferré con fuerza por el cuello.

—Conozco a todas las putas, los rateros, los adictos y los matones callejeros de la parte baja de la ciudad, y me he quedado con tu cara. Si esa bolsa no me está esperando a mi vuelta, iré a por ti. ¿Entendido? —Apreté la mano un poco más.

Ni siquiera pestañeó.

—No te robaré.

Me sorprendió la serena confianza en sí mismo que transmitía su voz. Había escogido al granuja adecuado.

—Pues andando, márchate. —Solté la bolsa, y lo perdí de vista cuando dobló la esquina a la carrera.

Volví al callejón y me fumé un cigarrillo mientras esperaba a que se presentara la guardia, que tardó más de lo que pensaba, teniendo en cuenta la gravedad de la situación. Inquieta descubrir que la mala opinión que tienes de las fuerzas de la ley es merecida. El primer granuja regresó dos colillas pisoteadas después, seguido por una pareja de guardias.

Los tenía vistos. Uno no llevaba ni seis meses patrullando, pero al segundo hacía años que lo tenía en nómina. Si las cosas se torcían, veríamos de qué me servía eso.

—Hola,Wendell. —Tendí la mano—. Me alegra verte, a pesar de las circunstancias.

Wendell la estrechó con fuerza.

—Lo mismo digo. Esperaba que el muchacho estuviera mintiendo.

No había mucho más que decir.Wendell se arrodilló junto al cadáver, arrastrando en el barro el faldón de la cota de malla. A su espalda, su joven colega adoptaba la lividez que precede al vómito.

—Ni se te ocurra —le gruñó Wendell tras volver la cabeza—, que para algo eres un jodido guardia. A ver si demuestras tener nervio. —Luego volvió a mirar el cadáver, sin saber muy bien qué hacer a continuación—. Supongo que habrá que avisar a un agente —me dijo casi en tono de sugerencia.

—Supongo.

—Ve corriendo al cuartel y pide que nos envíen a la gélida —ordenó Wendell a su subordinado—. Insiste en que necesitamos una pareja de agentes.

La guardia se encarga de las aduanas y de velar por el cumplimiento de las leyes de la ciudad, siempre y cuando no se les pague para mirar hacia otro lado, pero podría decirse que la investigación de los crímenes es algo que los supera. A menos que el asesino esté de pie junto al cadáver, armado con un cuchillo ensangrentado, no sirven de gran cosa. Cuando hay un crimen que importa a alguien de peso se envía a un agente de la Corona, alguien con autoridad otorgada de forma oficial para ejecutar la justicia real. La gélida, los fríos, los muñecos de nieve o los diablos grises, llámeselos como uno quiera, pero conviene inclinar la testa a su paso y responder al punto cuando te preguntan algo, porque la gélida no es la guardia, y lo único más peligroso que un alguacil incompetente es uno competente. Por lo general, un cadáver abandonado en la parte baja de la ciudad no llama tanto la atención, y eso es algo que obra maravillas para la tasa de asesinatos, pero en ese caso no se trataba de un borracho ahogado en un charco, ni de un drogadicto acuchillado.Tenían que enviar a un agente a investigar.

Al cabo de unos minutos, llegó a la escena un pelotón de guardias. Un par se dispuso a acordonar la zona. Los demás se quedaron mirando en todas direcciones, dándoselas de gente importante. No se les dio muy bien, pero no tuve ánimo de quitarles la ilusión.

Aburrido de tanto esperar, o deseoso de hacer valer su importancia a los recién llegados, Wendell decidió desempeñar labores policiales.

—Probablemente se trate de un hereje —aventuró, rascándose la enorme papada—. Atravesaba el muelle en dirección a Kirentown, vio a la niña y... —Hizo un gesto contundente.

—Claro, he oído que eso pasa constantemente.

Su compañero asomó detrás. Tenía cara de niño, una lengua venenosa, y contenía la mala leche a fuerza de tragar saliva.

—O un isleño.Ya sabes cómo son.

Wendell asintió, reflexivo. Pues claro que sabía cómo eran.

He oído que en algunos de los recintos nuevos para enfermos mentales encargan a los locos y a los medio tontos de nacimiento tareas mecánicas, que los ponen a coser botones en telas, por ejemplo, y que esa labor inútil hace las veces de cura para sus quebradas mentes. A menudo me pregunto si la guardia no es una extensión de esta terapia, pero a mayor escala, un complejo programa social destinado a proporcionar un propósito a quienes no poseen muchas entendederas.

Pero para qué aguarles la fiesta a los pacientes. Esa inesperada muestra de perspicacia pareció dejar agotados a Wendell y a su compañero. Ambos se sumieron en un profundo silencio.

El atardecer otoñal persiguió en el cielo a los últimos jirones de luz. Los sonidos del comercio honesto, siempre y cuando pueda hablarse de tal en la parte baja de la ciudad, fueron reemplazados por un silencio incómodo. En las casas de vecindario que nos rodeaban alguien había encendido un fuego, y el humo que desprendía la leña casi cubrió por completo el cadáver. Lié un cigarrillo para aislarme del resto.

Percibí su llegada antes de verlos por el modo en que los vecinos de la zona se apartaron de su camino como madera de balsa arrastrada por una tromba de agua. Al cabo de unos segundos más, era posible distinguirlos entre la multitud. La gélida se enorgullecía de la uniformidad de su vestimenta, todos miembros indistinguibles de una modesta hueste que controlaba la ciudad y buena parte de la nación. Un guardapolvo gris hielo, con el cuello vuelto hacia arriba hasta tocar un sombrero de ala ancha a juego. Una espada corta de empuñadura de plata ceñida al cinto, maravilla estética a la par que perfecto instrumento de violencia. Una joya sombría engarzada en plata que le colgaba del cuello, el ojo de la Corona, símbolo oficial de su autoridad. La personificación del orden hasta el último centímetro, el puño crispado dentro de un guante de terciopelo.

A pesar de que nunca lo hubiera dicho en voz alta, a pesar de que me avergonzaba incluso pensar en ello, no podía mentir: echaba de menos ese jodido atuendo.

Crispin me reconoció a una manzana de distancia, y aunque se le endureció aún más la expresión no redujo el paso. Cinco años no habían cambiado su aspecto. El mismo rostro de noble cuna me observaba bajo el ala del sombrero, el mismo aire altivo, testimonio mudo de una juventud pasada bajo la tutela de maestros de danza y de etiqueta. El pelo castaño había cedido parte de su prominencia, pero la curva de su nariz aún anunciaba con clamor de trompetas la larga historia de su sangre a quienquiera que se molestase en mirarlo. Comprendí que lamentaba verme ahí tanto como yo lamentaba su presencia.

Al otro no lo reconocí. Debía de ser nuevo. Al igual que Crispin tenía nariz de rouendeño, larga y arrogante, pero su cabello era tan rubio que casi parecía blanco. Aparte de la melena platino parecía el típico agente, tenía los ojos azules de un inquisidor, pero sin su perspicacia, y el cuerpo que ocultaba el uniforme no era lo bastante fornido para convencer a nadie de que su dueño constituía una amenaza, suponiendo que no se supiera qué buscar.

Se detuvieron en la boca del callejón. Crispin repasó la escena con la mirada, que detuvo brevemente en el cadáver cubierto antes de reparar en Wendell, que permanecía en posición de firmes, fingiendo comportarse como un oficial de las fuerzas del orden.

—Guardia —saludó Crispin, inclinando muy levemente la testa. El otro agente, quien aún no tenía nombre, ni siquiera se dignó en saludar. Permaneció cruzado de brazos con una especie de mueca desdeñosa en el rostro. Una vez atendido el protocolo, Crispin se volvió hacia mí—: ¿La encontraste tú?

—Hace cuarenta minutos, pero llevaba aquí bastante más.Ya había fallecido cuando la abandonaron en este callejón.

Crispin anduvo lentamente en círculos alrededor de la escena. Una puerta de madera conducía al interior de un edificio abandonado, situado a media altura del callejón. Hizo una pausa y apoyó la mano en la superficie de la puerta.

—¿Crees que salió por aquí al callejón?

—No necesariamente. El cadáver es lo bastante pequeño para poderlo ocultar en una caja, o quizá en un barril pequeño. Al anochecer no pasa mucha gente por aquí. Pudo haberlo abandonado en el suelo sin entretenerse mucho.

—¿Una faena del sindicato?

—Sabes bien que no es así. Un niño inmaculado alcanza los quinientos ocres en los puestos de Bukhirra. Ningún esclavista es tan estúpido para echar a perder la oportunidad de ganar ese dinero, y suponiendo que lo fuera, el sindicato se las apaña mucho mejor para deshacerse de un cadáver.

Para el acompañante de Crispin, aquello era tener demasiadas deferencias para con un extraño vestido con una casaca harapienta. Anduvo con paso lento hacia nosotros, sonrojado con la arrogancia que proviene de quien ha heredado el sentido de la superioridad, cimentado por la obtención de un cargo público.

—¿Quién es este hombre? ¿Qué hacía aquí cuando encontró el cadáver? —Me miró displicente.

Tuve que admitir que sabía cómo componer una mueca desdeñosa. No se trata de una expresión que cualquier hijo de vecino llegue a dominar.

Pero cuando no respondí a sus preguntas, se volvió hacia Wendell.

—¿Dónde están sus efectos? ¿Cuál fue el resultado de su registro?

—Verá, señor —empezó diciendo Wendell, a quien se le acentuó el deje de la parte baja de la ciudad—.Teniendo en cuenta que había sido él quien había avisado a la guardia, dimos por sentado... Es decir, pensamos que... —Se secó la nariz con el dorso de la gorda mano y carraspeó antes de concluir—: No lo hemos registrado, señor.

—¿Acaso es esto lo que entiende la guardia por llevar a cabo una investigación? ¿Encontráis a un sospechoso de pie junto a una niña asesinada y os ponéis a charlar cordialmente con él junto al cadáver? ¡Haced vuestro trabajo y registrad a ese hombre!

Other books

Rachel Van Dyken by The Parting Gift
The Wolf Sacrifice by Rosa Steel
Player's Ruse by Hilari Bell
Exit Stage Left by Nall, Gail
Ceremony of the Innocent by Taylor Caldwell
Across The Hall by Facile, NM
What Holly Heard by R.L. Stine, Bill Schmidt