Estaba dando cuenta del plato de huevos cuando Wren regresó. La nieve le había dejado el pelo liso y brillante, y en su rostro vi el rubor del entusiasmo, o puede que del frío.
—Dice que de acuerdo, que el Doctor se reunirá contigo dentro de dos horas en el bar de los Daevas, frente a Beston.
Asentí mientras terminaba la salchicha.
—¿Quién es el Doctor? —preguntó Wren.
—Lo averiguarás en un par de horas —respondí—. Quítate el abrigo, anda. Aquí se está bien.
Se me quedó mirando, luego se encogió de hombros y dirigió los pasos hacia el perchero.
Hay dos modos de conocer al mejor revientacasas de Rigus. El primero es rápido y sencillo. Si encajas un navajazo en cualquier rincón de Kirentown u Offbend, y con un poco de suerte no te desangras en la calle, te llevarán al hospital de Prachetas. Dentro de ese austero edificio, siempre y cuando nadie se olvide de ti debido a la ingente e inoperante burocracia, te conducirán ante un profesional de la medicina, con ojeras de tanto trabajar, que dictaminará que la herida es intratable y prescribirá unas gotas de
attaraxium
para acelerar tu ascenso a la otra vida.Y si la luz se desvanece de tus ojos, probablemente te asombre descubrir que el caballero bajito y de aspecto afable que se inclina sobre ti, facilitándote el encuentro con Quien Aguarda Tras Todas las Cosas, es el responsable de tres de los cinco golpes más lucrativos de la historia de Rigus, incluido el legendario robo de la Pagoda Ámbar, cuyos detalles exactos nunca han sido revelados.
Si la primera opción no suena atractiva, habrá que conformarse con la segunda: manifestárselo a su agente, un rouendeño orondo y desagradable, con la esperanza de que su cliente decida que tu encargo es lo bastante interesante como para hacerle un hueco en su agenda.
Con ese fin me vi sentado en un modesto local de barrio, situado a las afueras del casco antiguo. Había dejado a Wren en una mesa que había en un rincón, pues no quería espantar a la persona que esperaba, si bien es cierto que el Doctor hubiera tenido que tener poco nervio para amedrentarse por la visión de un preadolescente de cincuenta kilos.
Llevaba veinte minutos sentado cuando entró. El ratero con más talento desde Jack el Fiero era un tarasaihgno menudo y de rostro franco, de piel más clara que muchos moradores del pantano, pero aparte de eso nada en él llamaba la atención. Nos habíamos visto en varias ocasiones, bajo la clase de predecibles circunstancias clandestinas que no estimulan la intimidad.
—Hacía tiempo que no nos veíamos —dijo.
—Un placer, Doctor Kendrick.
Colgó la casaca en el gancho que había junto a nuestro reservado y se sentó delante de mí.
—En absoluto. De hecho, me sorprendió que Mort me dijera quién se había puesto en contacto con él. Siempre tuve la impresión de que no me apreciabas.
Y su impresión era correcta. No me gustaba Doctor Kendrick. Era un tipo amistoso, y su habilidad quedaba fuera de toda duda, pero nunca había colaborado con él, y hubiese preferido que eso nunca cambiara.
El código criminal es limpio si no honesto, se basa en el interés propio y la acumulación de capital. No tienes que respetar a alguien para colaborar con él, ni siquiera para confiar en él. Tan sólo tienes que saber que le estás ofreciendo el mejor trato posible. Pero a Kendrick no le interesaba el dinero. Los doctores no son mendigos, y de todos modos había ganado bastante dando golpes por ahí como para retirarse una docena de veces. Le iba la emoción, podías verlo en sus ojos.
En realidad no me importaba cuántos ocres hubiese robado, o que su apodo fuese pronunciado con tono reverente en los bajos fondos. No me importaba que fuera capaz de escalar una pared de roca o forzar una cerradura de tres cerrojos mientras tomaba lingotazos de licor de maíz. Me crié en la parte baja de la ciudad y no tardé en aprender que la única excusa para el crimen es la supervivencia. La emoción y el renombre son preocupaciones que ocupan la mente de quien tiene el estómago lleno. El Doctor era un amante de las emociones fuertes, y aquello había dejado de ser un negocio para convertirse en un juego. No puedes fiarte de alguien así. Suele pasar que en el momento menos oportuno te tuerce las cosas.
Claro que ningún profesional que se respete a sí mismo se hubiera acercado a treinta metros de un golpe tan poco preparado. Ni siquiera me había tomado la molestia de avisar a ninguno de mis otros contactos. La peculiar naturaleza del asunto limitaba mis opciones.
—No tengo gran necesidad de recurrir a subcontratistas. Normalmente prefiero resolver mis propios asuntos. Pero tengo un encargo que necesita de tus peculiares habilidades.
—Por supuesto —dijo, llamando la atención de nuestra camarera, a quien encargó una cerveza. Esperé a que se hubiera alejado antes de continuar.
—Y no me refiero a tu reconocida habilidad con el escalpelo.
—Nunca pensé que me hubieses citado para hablar de mis estudios sobre la cavidad ocular.
Tomé un sorbo de cerveza.
—¿Alguna vez aceptas un trabajo con poca antelación, sin haber dedicado mucho tiempo a los preparativos?
Asintió, avezado.
—¿Alguna vez trabajas en público? ¿Como, por ejemplo, en mitad de una fiesta?
—En una o dos ocasiones. No es mi estilo, pero... —Se encogió de hombros—. He hecho de todo.
—¿Has hecho ambas cosas en un mismo golpe?
—Aún no.
La camarera volvió con el pedido de Kendrick, cuya mirada quiso atraer, sin éxito. Frunció los labios y se alejó, y yo por mi parte eché otro trago para que el Doctor se sintiera más y más intrigado.
—Necesito que te infiltres en la mansión de lord Beaconfield mañana por la noche, en su despacho. Estará celebrando la fiesta del solsticio de invierno, así que la mitad de la nobleza de Rigus estará presente.Y tan sólo cuento con un conocimiento superficial del terreno. Puedo hacer un esbozo del lugar, pero nada más.
—Te refieres a la Hoja Sonriente. —Se mordió el labio para no reírse—. ¿Qué se supone que debo robar?
—En el escritorio de su despacho, bajo un fondo falso, encontrarás un compartimento secreto. Me gustaría inspeccionar qué contiene. —Vi que perdía interés, así que opté por arrojar algunas migas más—. Seguro que han puesto trampas, y por supuesto la cerradura será de lo mejor que pueda pagarse con dinero.
—¿Cómo sabes que hay algo ahí dentro?
—Estoy bien informado.
—Un colaborador interno, ¿eh? ¿Por qué no se encarga él?
—Porque entonces no habría tenido el placer de disfrutar de este encuentro.
—Si han puesto trampas, como dices, no habrá modo de cubrir mi presencia. Verá que alguien le ha revuelto las cosas, y no tardará en averiguar qué le falta.
—En realidad eso no es un problema. Preferiría que sea consciente de haberlo perdido.
—Ah, es una de esas cosas, ¿eh? —Se mordisqueó un padrastro del pulgar—. No suelo trabajar para sustraer esa clase de botines.
—Sería un favor. Si preguntas por ahí, te dirán que soy una persona muy agradecida con quienes me hacen favores.
—Eso cuentan. —Se arrancó la piel del dedo y la escupió en el suelo—. ¿Por qué durante la fiesta?
—Corre prisa, y la fiesta constituye la mejor oportunidad.
—Habrá mucha gente a nuestro alrededor. No me iría mal una distracción.
—Pues resulta que tengo una preparada —dije.
El germen de una sonrisa torcida se extendió como un contagio por su rostro cuando expliqué lo que había planeado para la velada del solsticio de invierno de la Hoja. Cuando terminé, me dio la respuesta que esperaba.
—Suena divertido.
Imité su talante amistoso, deseando no tener que poner mi supervivencia en manos de un diletante.
—¿Cuál es tu tarifa?
Demasiado artista para disfrutar hablando de dinero.
—Suelo cobrar un porcentaje, pero doy por sentado que no se trata de algo que vayas a vender. —Se rascó la barbilla, pensativo—. ¿Veinte ocres?
Un precio absurdamente bajo para el golpe del que hablábamos, pero no sería yo quien se lo regateara al alza.
—Hay una última cosa que debo contarte —dije—. La víctima del robo, el objeto del robo... Si te descubren, la guardia será la menor de tus preocupaciones.
—Menos mal que no pienso dejarme atrapar.
—Menos mal —respondí, esperando que su habilidad estuviera a la altura de la confianza que tenía en sí mismo.
Me tendió la mano y se levantó.
—Debo volver al hospital. Mi turno empieza dentro de veinte minutos. Esta noche echaré un vistazo al lugar. Pasado mañana tendrás noticias mías.
—Ponte en contacto conmigo si necesitas algo.
—No lo haré. —Se puso la casaca—. ¿Quién es ese crío que te acompaña?
Por los bramidos de Kor, qué listo era. No me pareció haber delatado la posición del muchacho.
—Es una especie de pupilo que tengo. Esperaba que pudieras ofrecerle algún consejo profesional.
—¿Profesional? ¿Referente a cuál de mis dos carreras?
—¿Cuál de ellas prefieres?
—El latrocinio —respondió muy convencido.
—En ese caso, tal vez sería mejor ahorrarnos el discurso.
Rió, y se alejó a buen paso.
Al cabo de un momento,Wren se acercó a la mesa.
—¿Eso será todo esta tarde? El tiempo empeora.
—No. Tengo que visitar a alguien, y tú vas a tener que llevar otro mensaje. Debo visitar a la Hoja. Di al guardián de la puerta principal que acudiré mañana a la fiesta.
—No sabía que te hubieran invitado.
—Tampoco lo sabe lord Beaconfield.
Wren esperó a que continuara, pero se fue cuando vio que no serviría de nada. Uno o dos minutos después, salí por la puerta.
Estaba a medio camino de Tolk Street cuando distinguí al miradno de Crowley, siguiéndome a una manzana de distancia. No tenía tiempo para despistarlo, necesitaba hablar con Cadamost, ver qué podía contarme acerca de Brightfellow, pero no supuse que Crowley fuera tan consciente de los entresijos de mi situación. Darse a la fuga tampoco era una opción, mi antiguo colega era un cabrón muy tenaz y las cosas se estaban poniendo demasiado feas para dejar cabos sueltos.
Así que opté por hacer algo que llevaba pensando desde que dos días antes me di el chapuzón en el canal. Me detuve de pronto para darle a entender que había reparado en su presencia, doblé sin más un callejón lateral, y me dirigí al sur hacia Kirentown. Me moví a buen paso, pero sin dar impresión de llevar prisas, asegurándome de que Crowley y sus muchachos no me perdieran el rastro en la oscuridad. Mantuvieron la distancia, implacables. Al cabo de quince minutos, me hallaba de pie bajo el letrero de El Dragón Azul, y un segundo después franqueé la puerta.
El bar estaba atestado, e hice caso omiso de las miradas amistosas que me saludaron. En la barra, al frente, la ballena del dueño parloteaba con un cliente, pero al verme interrumpió la conversación y adoptó su postura de costumbre cuando hacíamos negocios. No había forma de pasar por todo aquello con sutileza, así que me abrí paso hacia él.
Me incliné sobre la barra, consciente del olor que se desprendía del exceso de grasa.
—Tengo que ver ahora mismo a Ling Chi.
No dio muestras de haberme oído. Sopesó sus opciones, consciente de la política de Ling Chi respecto a los porteros indulgentes.
—En tres años, ¿alguna vez le he hecho perder el tiempo? —pregunté.
Al ver que hacía un gesto afirmativo, franqueé la puerta trasera y salí a la antecámara. Si a los dos guardias apostados allí les sorprendió verme, no lo demostraron. El montaje que tenía el gordo para alertarlos era tan efectivo como silencioso. Dejé las armas en la mesa y me presté a un rápido cacheo antes de que me condujeran al interior a ver al hombre en persona.
Aún tenía mis sospechas respecto a la autenticidad del disfraz de Ling Chi, pero si tan decidido estaba a representar el papel, no le había dado mucho margen para preparar la escena. Su atuendo era impecable: desde la diadema de plata blanca que le adornaba la cabeza al lunar que acentuaba su maquillaje. Juntó las palmas de las manos como quien se dispone a rezar una plegaria, y pude apreciar que la tonalidad dorada de sus uñas había sido sustituida por un verde jade.
—A mi anciano corazón casi le resulta imposible soportar el gozo que anida en mi pecho ante la inesperada visita de mi compañero.
Hice una honda inclinación, encajando el reproche.
—Que me vea forzado a perturbar la tranquilidad de mi mentor supone una mancha en mi honor que me esforzaré incansablemente en borrar.
Restó importancia con un gesto a mi preocupación, contento al comprobar que emprendía la discusión desde una posición de fuerza.
—Las preocupaciones de mi estimado amigo son fiel reflejo de sus principios. Pero ¿qué necesidad hay entre nosotros de tanta ceremonia, puesto que somos más que hermanos? Con alegría ordeno desatrancar cualquier puerta que nos separe: con toda prontitud ordeno que las puertas de mi lugar sagrado se abran ante quien mi corazón considera un hermano gemelo.
—Una alegría desmedida es el botín de este tu siervo: saber que en tan alta estima me tiene aquel cuya palabra es ley y cuya mano acoge a sus niños.
Pestañeó dos veces, imposible pasar por alto el cambio que experimentó su plácida expresión.
—Acoger...
—Bien sabe mi protector que la inocencia no protege contra el lobo, y las acciones nacidas de la amistad son proclives a destruirnos.
—El Emperador Celestial no carga a espaldas de nadie más peso del que puede llevar.
—Que su reino sea largo —entoné.
—Que su reino sea largo.
—Grandes hombres se alzan sobre el océano y comandan las mismísimas olas, mientras nosotros, gente humilde, nos esforzamos por evitar las rocas.
—Pero todos nos sometemos a la voluntad del Emperador —dijo a la defensiva.
—Bien dicho, a pesar de lo cual allí donde los sabios encuentran pautas en el orden celestial, nosotras, pobres criaturas, nos esforzamos por discernir el camino que se nos abre delante. Me temo que en mi premura por ser de ayuda a mi compañero, me he convertido en blanco para quienes conspiran en su contra.
—Eso es desafortunado —dijo con compasión poco palpable—. ¿Y quiénes son esos hombres que buscan el perjuicio de mi querido primo?
—Me entristece informar de la corrupción de quienes son responsables de la defensa de las leyes de nuestra tierra, y de su errónea cruzada contra mi persona y la de mi hermano.