Bajos fondos (32 page)

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Authors: Daniel Polansky

Tags: #Fantástico, Intriga, Otros

BOOK: Bajos fondos
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No pude imaginar que el capullo jactancioso que había conocido durante el asedio de Donknacht tuviese mucho que ver con Brightfellow. Pero aparte de eso, todo lo que Celia me había contado no encajaba con lo poco que sabía de él.

—¿Crees que la Hoja y Brightfellow trabajan juntos? —preguntó Celia.

—Algo traman. Lo que sucede es que aún no estoy muy seguro de qué se trata.

—¿Y el talismán sigue señalando al duque?

—Sí.

—Entonces, ¿qué más necesitas? ¿No puedes simplemente...? —Hizo un gesto con la mano que tanto podía significar prisión como asesinato.

Preferí dar por sentado que se trataba de lo primero.

—¿Basándome en qué? ¿Una corazonada que apunta a la culpabilidad de un individuo remotamente afiliado con un noble poderoso? La información de Crispin parecía confirmar mis sospechas, pero en lo que concierne a Black House... —negué con la cabeza—... No tengo nada.

Se mordió la punta del pulgar.

—Tal vez haya algo en lo que pueda ayudarte.

—Ya me conoces. Soy demasiado orgulloso para pedir ayuda, pero no tanto como para no aceptarla.

—Podría realizar una adivinación en la casa del duque.Tal vez arrojase luz sobre sus actividades, o al menos indicarte dónde buscar más pruebas.

—Cualquier cosa que puedas hacer... —Me pregunté por qué no se le había ocurrido antes.

—Tardaré uno o dos días. Cuando tenga algo te enviaré un mensaje.

—Gracias —dije.

Celia inclinó la cabeza y se sirvió otra taza de té con un par de cucharadas de azúcar.

—El otro día me reuní con una de las adivinadoras de Black House —dije.

Enroscó un bucle de pelo alrededor del dedo índice.

—Me sorprende que Black House te haya permitido acceder a sus recursos.

—¿Porque uno de sus miembros acaba de intentar asesinarme? He aquí algo gracioso acerca de estas organizaciones clandestinas: un miembro ignora las actividades de otro, incluso cuando el asesinato se cuenta entre ellas.

—¿Hallaron algún rastro tras la inspección del cadáver?

—Nada referente al asesino. Pero la adivina encontró indicios de que la niña había sido sacrificada.

—Supongo que es lo que nos temíamos. Sabíamos que el duque tonteaba entre bambalinas. Tiene sentido que lo haga hasta las últimas consecuencias.

—Suponiendo que la Hoja sea el responsable.

Ella hizo un gesto para descartar mis dudas. Para Celia era un caso cerrado.

Preferiría haber dejado la conversación en ese punto. Celia tenía buen corazón y era mejor no involucrarla en asuntos tan desagradables, pero necesitaba averiguar ciertas cosas, y no tenía nadie más a quien preguntárselas.

—¿Qué me puedes contar respecto al...?

—¿Al sacrificio humano? Me temo que no gran cosa. No se habla de esos asuntos en la Academia.

¿Por qué no? Habían enseñado a Adelweid a invocar demonios salidos del oscuro vacío, traer al mundo horrores que desatar sobre sus congéneres.

—No intento recrear la mecánica del proceso, tan sólo concretar el motivo. ¿Qué beneficio podría obtenerse de cometer semejantes actos?

Celia hizo una pausa antes de responder.

—Muchas obras las alienta la fuerza innata del practicante, filtrada y dirigida por su propia voluntad. Para obras más ambiciosas, puede obtenerse energía de lugares de poder, o de objetos construidos a tal efecto. En casos extremos, un practicante podría incluso extraer la esencia de una forma de vida menor y utilizarla para dar forma a un encantamiento. En teoría el sacrificio de un ser humano ofrecería la misma oportunidad, pero a una escala mucho mayor.

Medité aquella información, intentando ponerla en su lugar.

—No me salen las cuentas. La Hoja está arruinado, lo que para alguien como Beaconfield supone un motivo muy poderoso: pierde su dinero y lo pierde todo, su posición, incluso el nombre. No lo veo yendo de puerta en puerta a pedir un trabajo serio. A pesar de eso, mete en el ajo a Brightfellow, ambos empiezan a invocar monstruos salidos del éter y a asesinar niños, pero ¿para qué? ¿Para llenar de nuevo su cuenta bancaria? Está un poco cogido por los pelos.

—No piensas a lo grande —replicó ella—. Si han sacrificado niños, disponen de una energía prácticamente ilimitada. Podría convertir en oro una montaña de desperdicios. Reescribir el tejido fundamental de la existencia. ¿Es ésa la clase de poder que deseas ver en manos de un hombre como la Hoja?

Me acaricié las sienes con las yemas de los dedos. Fuera lo que fuese que Celia me había hecho, el efecto se estaba desvaneciendo paulatinamente y ya acusaba la amenaza de un fuerte dolor de cabeza.

—La adivina me mostró otra cosa. Aunque Caristiona no hubiese sido asesinada, no habría durado mucho en este mundo. Había contraído la peste.

—Eso es... poco probable —replicó Celia.

—Vi la marca.

—Esa erupción podría ser síntoma de muchas otras cosas.

—Era la peste —insistí, puede que con cierta brusquedad, antes de añadir con un tono más amable—: He tenido suficientes ocasiones de ver esos bultos para estar seguro. ¿Podrían estar debilitándose las salvaguardas del Crane?

—Eso no es posible.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque ahora soy yo quien se ocupa de ellas —respondió. Se llevó la taza de té a los labios después de haber lanzado sobre mi regazo semejante proyectil de artillería.

—No me lo habías contado.

—La ciudad descansa por la noche porque sabe que el maestro cuida de ella. Es preferible no hacer nada que pueda poner en peligro esa certeza. Sólo unas pocas personas, cargos importantes de la Oficina de Asuntos Mágicos, están al corriente del cambio. Ése fue el motivo de que me ascendieran a hechicera de primer grado, para que estuviera lista cuando el maestro no pudiese seguir ejerciendo sus responsabilidades. —Menudo eufemismo para referirse a la muerte de un padre, aunque me tranquilizó que Celia lo afrontase con tanta frialdad, dado que el futuro de Rigus descansaba sobre sus delgados hombros—. Si las salvaguardas flaquearan yo lo sabría, y no es ése el caso.

—¿Dices que es imposible que Caristiona hubiera contraído la peste?

—No, nada más lejos de mi intención. No hay modo de que la peste se produzca de forma natural, pero alguien podría propagarla deliberadamente. Si ese alguien quisiera extenderla por la población para afectar al mayor número posible de personas... Las protecciones del maestro no son impermeables. Con suficiente poder podrían burlarse.

—¿Crees que la Hoja está infectando con la peste a esos niños? ¿Con qué fin? ¿Qué obtiene él a cambio?

—¿Quién puede saber qué tratos habrá hecho el duque a cambio de obtener ayuda del vacío? No creo que la criatura que viste actúe sin una compensación. Quizá Beaconfield haya accedido a extender la peste.

—¿Crees que se trata de una especie de intercambio... diabólico? ¿Cómo puedes estar tan segura?

—No tengo ni puta idea —replicó Celia. Los exabruptos no eran propios de ella, lo que demostraba lo asustada que estaba—. Soy incapaz de leerle la mente; no estoy al tanto de los pormenores de su enfermizo plan. Lo que sí sé, es que si continúa, será cuestión de tiempo que flaqueen las salvaguardas. Mientras tú andas husmeando en círculos, la salud de los habitantes de la parte baja de la ciudad pende de un hilo.

Sentí que me ruborizaba.

—Yo me ocuparé.

—¿Cuántos niños más morirán antes de que asumas tu responsabilidad?

—Yo me ocuparé —repetí, furioso por aquella presión, pero consciente de que Celia estaba en lo cierto, de que no tenía que haber permitido que aquella situación se prolongase tanto. La apuesta era demasiado alta. Beaconfield era mi hombre y no tardaría en descubrir lo que eso suponía.

—No podemos permitir que la labor del maestro haya sido en vano.

—Eso no sucederá —dije—. Por el Primogénito que me aseguraré de ello.

Eso pareció tranquilizarle un poco los ánimos. Puso su mano suave en la mía, y ambos permanecimos sentados un rato.

Se hacía tarde, y el camino a casa no era precisamente corto.

—Hay otra cosa que quería pedirte. Hablé con la madre del último niño. Me contó que el pequeño sabía cosas sin que nadie se las contara. Me recordó a algunas de las cosas que hicieron ver al Crane que podías adiestrarte en el Arte.

Celia respondió sin mirarme.

—Estoy segura de que no era nada. Todos los hijos son especiales para sus padres.

En efecto, así era. Me despedí de ella y abandoné la torre. Anochecía, y el viento helado que me había castigado al llegar había desaparecido, dejando en su lugar el espeso manto de la niebla gris. Me hubiera gustado hacer más, atender asuntos pendientes, seguir pistas. Pero me sentía débil y me limité a regresar a El Conde, engullir un buen filete y caer redondo en una cama que, para mi pesar, era mucho menos cómoda que la de Celia.

CAPÍTULO 32

Desperté a la mañana siguiente con una contusión en el hombro del tamaño de un huevo, pero ninguna otra cosa que demostrase que veinticuatro horas atrás había estado a un paso de la muerte. Había experimentado antes los efectos de la magia curativa, pero nada que pudiese compararse a eso. El Crane había adiestrado muy bien a Celia.

Después de sacudirme el sueño, abrí el último cajón de la cómoda y accioné el pestillo camuflado, que reveló el escondite que ocultaba.Tomé del interior algunas docenas de frascos de aliento de hada junto a un puñado de otras sustancias químicas, luego me senté a la mesa y me puse a trabajar. Era una labor lenta, y habían transcurrido cuarenta y cinco minutos antes de que pudiera vestirme y armarme. No había un momento que perder si quería llegar a tiempo a mi cita con la Hoja.

Encontré a Wren sentado a una mesa, atento a las bobadas que Adolphus contaba acerca de sus tiempos mozos. Fue agradable bajar la escalera sin encajar la noticia de otra terrible tragedia, para variar.

—Tal como te lo cuento. Una vez me comí un jamón entero en una sola comida.

—Lo hizo, yo estaba presente. Fue tan impresionante como grotesco. Se pasó mes y medio apestando a cerdo. Los dren adoptaron la costumbre de llamarlo
Varken van de duivel
, y les bastaba con oler la panceta frita para caer desmayados en la distancia.

Adolphus soltó una carcajada, que incluso arrancó una sonrisa a Wren.

El dueño de la fonda, famoso por su hazaña del cerdo, se levantó, limpiándose las manos en las perneras del pantalón.

—¿Quieres que diga a Adeline que te prepare el desayuno?

—Me temo que no hará falta.Ya llego tarde.

—Voy por el abrigo —dijo Wren.

—No es necesario. Aquí no lo necesitarás.

Entornó los ojos, enfadado.

—Te acompaño.

—Todo lo contrario. Vas a quedarte aquí y harás compañía a Adolphus. Aunque me consuela comprobar que tienes una imaginación tan viva. —Me lanzó una mirada asesina que fue un desperdicio por su parte. Había demasiada gente intentando matarme como para preocuparme mucho por la ira de un adolescente.

La niebla del día anterior se había evaporado, dejando a su paso la clase de mañana cristalina que sirve de prefacio a una nevada. Doblé al norte para tomar Pritt Street, y me dirigí hacia el casco antiguo. Llegaría unos minutos tarde a la cita que me había solicitado Beaconfield, pero podía vivir con ello: conviene cierta displicencia cuando tratas con gente de sangre azul, eso les recuerda que no te preocupa tanto su condición. A medio camino empezó a nevar. La nevisca anunciaba una tormenta inminente. Apreté el paso e intenté planear la siguiente hora.

Seton Gardens es un modesto parque muy agradable situado a las afueras de la ciudad, cerca de las antiguas murallas, justo al norte del enclave asher. Avenidas de piedra que discurren por un coto arbolado, una mancha de rabioso verde en un paisaje gris, lo bastante lejos de los arrabales para mantener al margen a la purria. En el centro hay una preciosa fuente de granito, y junto a ella un prado de curiosas formas, un impostado añadido topográfico cuya torpeza escapa a cualquier aficionado de medio pelo a las meriendas campestres. La mayoría de las mañanas está prácticamente vacío, demasiado alejado para que sirva de gran cosa.

Pero en ciertas ocasiones, la pacífica soledad que reina en los jardines se ve interrumpida por el centelleo de las espadas y los cortes en las camisas de seda. La larga tradición dicta que el parque se haya convertido en la arena donde la corteza de la ciudad hace limpieza de su propio rebaño, y el corto trecho de césped recortado se ha empapado de tanta sangre como las llanuras de Gallia.Técnicamente el duelo es ilegal en el Imperio, aunque en la práctica la Corona pasa por alto algún que otro asesinato, porque, al menos en este aspecto, la ley aplica el mismo rasero tanto a los ricos como a los pobres.

Ése era el motivo principal para rechazar la compañía de Wren. Lord Beaconfield no me había citado allí para dar un paseo matutino, sino para que presenciara cómo mataba a alguien. Si mis cuentas no me fallaban, sería el cuarto en lo que iba de semana.

Al poco de entrar en el parque no tardé en verme rodeado de hayas. Recorridos unos cientos de metros de sendero bordeado de vegetación, el bullicio de la ciudad quedó atrás, ahogado por la quietud de la mañana. Más adelante, ese silencio se vio quebrado por el murmullo de una multitud. Por lo visto, yo no sería la única audiencia del proceso.

Se había reunido un modesto grupo frente al terreno donde tenían lugar los duelos, veinte o treinta hombres, amigos o conocidos de los participantes, porque estas cosas no se anuncian precisamente a los cuatro vientos. Me refugié a la sombra de un árbol apartado. Estaba en presencia de algunos apellidos augustos. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que tuve que tratar con la corte, pero mi maltrecha memoria me permitió reconocer a dos condes y un marqués que pasaba información a Black House. Pensándolo bien, lo más probable era que siguiese haciéndolo.

Frente a la audiencia estaban los combatientes y sus camarillas, separadas unas de otras por unos cinco metros de césped. Vi a Beaconfield sentado en un banco, recostado cómodamente en él, vestido con una túnica multicolor y una larga casaca negra. Lo rodeaba su habitual séquito, compuesto por media docena de hombres, vestidos con menor extravagancia que en el baile, pero que, según mi criterio estético, aún vestían de forma inapropiada para la ocasión. Se lo estaban pasando en grande, bromeando en beneficio de su amigo, que, si bien esbozaba una sonrisa torcida, no reía.

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