Bajos fondos (40 page)

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Authors: Daniel Polansky

Tags: #Fantástico, Intriga, Otros

BOOK: Bajos fondos
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Si Beaconfield estaba arruinado, desde luego no había nada allí que lo demostrara.

La decoración hacía juego con la opulencia de los invitados, que llenaban la sala con un grave murmullo festivo. A mi lado había un noble rechoncho algo demacrado que llevaba un brocado hecho de plumas de pavo real. Hizo un gesto extravagante a un joven anémico vestido con un traje muy ceñido y pantalones con bordado de oro. A mi izquierda había una mujer de mediana edad, que habría sido atractiva si no hubiese estado tan desesperada por parecer más joven. Llevaba un collar con una esmeralda del tamaño del puño de un bebé.

Entró una camarera extraordinariamente atractiva con un vestido plateado que resaltaba su figura y dejaba poco en manos de la imaginación. En la bandeja llevaba copas de vino espumoso y los frascos de aliento de hada que había vendido a Beaconfield el día en que se celebró el duelo. Acompañaba aquella doble oferta con una mirada que sugería que podía ofrecer una tercera opción. Tomé una copa de vino espumoso y rechacé el resto. La muy zorra se alejó con la bandeja. El vino era estupendo, tal como cabía esperar.

La mujer del collar se me arrimó, inspeccionándome con la sutileza de un perro en celo. Por lo visto no tenía mejor gusto para los hombres del que demostraba para la joyería. De cerca era de esas personas que te das cuenta que ganan bastante vistas de lejos.

—No creo que tenga el placer... —empezó.

—¿Estás loca? ¡Pero si te monté el año pasado en la fiesta de primavera de lord Addington! Nos metimos detrás de su pagoda y te follé por detrás. ¡Dijiste que había sido el mejor polvo de tu vida!

Se quedó lívida. Era evidente que no consideraba inverosímil la historia que acababa de contarle. Se alejó apresuradamente tras tartamudear una disculpa, dejándome a solas para disfrutar de la celebración.Tomé otra copa de vino cuando una camarera pasó por mi lado.

Beaconfield se encontraba de pie frente a la estatua de Sakra, muy apropiado en su papel de anfitrión, dándose aires. Me hizo un gesto con la mano como si acabara de reparar en mi presencia, a pesar de que me había estado controlando desde que había llegado.

De cerca la luz era cegadora, de un amarillo anaranjado muy intenso que ocultaba detalles e imperfecciones. La Hoja rodeaba con un brazo la cintura de una miradna perfecta, y me sonreía como si fuésemos partícipes de una broma privada. No había motivo para permitir que el hecho de haber acabado con sus socios perjudicase nuestra floreciente amistad.

—Querida, éste es el hombre del que te hablaba. —No hizo ademán de presentarnos.

—Encantado —dije sin quitar los ojos de Beaconfield—. Una fiesta espléndida. Os habrá costado uno o dos cobres.

Beaconfield se inclinó sobre mí y el vino espumoso rebasó el borde de su copa.

—¿Qué importa el dinero?

—Nada, si lo tienes. Si te despiertas arruinado empiezas a reconsiderar tus prioridades.

Apuró de un trago el resto de la copa.

—Debo admitir que me sorprendió la noticia de que te unirías a nosotros. No pensé que insistieras en esta especie de bobada. —Acarició el cuello de la joven, que no mudó su agradable docilidad.

—¿Cómo permitir que la velada se me escapara sin felicitaros la llegada del solsticio de invierno?

—Adoro el solsticio de invierno, la promesa de renacimiento, de renovación, el año que dejamos atrás, el nuevo año que tenemos por delante.

—Si así es como lo veis...

—¿Y cómo lo entiendes tú?

—Para mí es una distracción del frío.

—El frío que este año ha llegado muy pronto —replicó la Hoja, implacable.

—Sí, en efecto.

La mujer que acompañaba a Beaconfield rompió el silencio:

—¿Te has hecho algún propósito de año nuevo?

—Estoy decidido a sobrevivir hasta el próximo solsticio de invierno.

—Eso no suena muy difícil.

—Lo es para algunos.

Aproveché que se acercaba otro invitado para excusarme.

—Lejos de mi intención monopolizar las atenciones de nuestro anfitrión —dije—.Y me temo que necesito encontrar el tocador. —Me incliné ante Beaconfield y su furcia, y me alejé.

Había un guardia encogido junto a la escalera principal. No parecía precisamente loco de alegría por estar apostado a cuatro salas de distancia de la orgía en ciernes. Anduve con paso afectado.

—Dime, hermano, ¿por dónde se va al escusado? Estoy a punto de mearme en los calzones.

Y mientras decidía si la seguridad de la mansión tenía prioridad ante la amabilidad con los invitados de su señor, aproveché para pasar por su lado. Dio un gruñido a mi espalda, y doblé por un pasillo lateral hasta encontrar el camino de la entrada de servicio.

Acceder a la finca no resultaría complejo para alguien como Kendrick, pues las defensas apenas eran más que cinco hectáreas de terreno boscoso cercadas por un seto alto.Tampoco imaginé que tuviera problemas con la cerradura, aunque era nueva y seguramente de las difíciles. Pero llevaba mucho tiempo en el negocio para desaprovechar una ocasión, así que corrí en silencio tanto el cerrojo como el pestillo interior antes de volver por donde había llegado.

La fiesta estaba en pleno apogeo, la jovialidad de primera hora de la velada cedió paso a la bacanal. Nubes de humo multicolor flotaron sobre la congregación, y la falta de consideración de los invitados había dispersado lo que antes era una falsa e inmaculada nevada.

La vid del sueño estaba prácticamente agotada, lejos ya de la cornucopia de delicias narcóticas que había sido. En un rincón vi a un gordinflón haciendo algo con una de las camareras que sería motivo de condena por parte de la gente bien educada. La luz mágica que emanaba de la estatua de Sakra se había atenuado, pasando del naranja intenso al lila oscuro, lo que proyectaba sobre el salón un manto maléfico y quimérico.

No estoy seguro de qué me empujó a dirigir la palabra a Brightfellow, dado que nuestros anteriores encuentros no habían sido lo bastante agradables como para reanudarlos. Cuando lo vi entrar al poco de llegar yo, me preocupó que se me pegara y tuviera que pasar toda la noche intercambiando pullas ingeniosas. Sin embargo, se había sentado en el fondo y apuraba todas las copas de licor a las que echaba el guante, por no mencionar los frecuentes tragos que robaba a una petaca que llevaba en el bolsillo.

Tenía todo el sentido del mundo dejarlo a solas. Si Kendrick entraba, y si lo que Celia había averiguado era cierto, no sería lógico pegar la hebra con él, y además el hechicero no se había mostrado muy susceptible a la intimidación. Quizá fuera cosa de ese instinto innato que me empujaba a meterme en líos. Puede que no pretendiera más que matar el tiempo.

En realidad, creo que lo que me molestaba era haber perdido la ocasión de zaherirlo un poco. Era fácil odiarlo, es más, casi parecía pedirlo a gritos. Es mejor no albergar sentimientos así contra nadie a quien debas enfrentarte, porque el odio nubla la mente, pero el control de mí mismo nunca fue mi punto fuerte. Pensé en los niños, en Crispin... Me puse en pie y me dirigí hacia donde se encontraba.

Levantó la mirada cuando la luz proyectó mi sombra sobre él, y entornó los ojos para intentar reconocerme contra el fondo caleidoscópico.

En el poco tiempo que hacía que nos conocíamos, aún tenía que verlo sobrio, pero tampoco podía decirse que lo hubiese visto realmente ebrio. Me parecía la clase de persona que necesitaba uno o dos tragos para sobrellevar la jornada, de esos que no están en plenas condiciones hasta que no les corre un poco de alcohol por las venas.

En ese aspecto no tenía de qué preocuparse. De hecho, se apreciaban los efectos de su esfuerzo continuado por alcanzar la insensibilidad. Sus ojos eran puntos enrojecidos rodeados de carne hinchada, y gruesas cuentas de sudor le discurrían por la arruga del entrecejo y la nariz. Al principio recurrió al porte desafiante, mirándome con displicencia, en una imitación creíble de desprecio homicida. Pero no tardó en desaparecer, enterrado bajo el alcohol que había tomado, y hundió la cabeza en dirección al suelo.

—Una noche larga, ¿eh? —pregunté, sentándome en la silla que había a su lado. Su mal olor superaba la barrera del perfume con que se había rociado.

—¿Qué coño quieres? —preguntó, pronunciando cada sílaba a través de una mandíbula que se negaba a cooperar.

—Estás tan guapo que se me ocurrió pedirte que me reservaras un baile.

No hizo ningún comentario. De hecho apenas parecía consciente.

Tomé un sorbo de vino espumoso. Era la cuarta o quinta copa, y las burbujas me destrozaban el estómago.

—Vaya panda de hijos de puta, ¿no crees? Pensar que la mitad de la nobleza de Rigus está aquí, cayendo en lo más bajo. Diría que necesitan la religión, pero estoy bastante seguro de que ése de ahí es el obispo, el que se ha desmayado en el cuenco del ponche. —El obispo no se había desmayado en el cuenco del ponche, sino junto al cuenco del ponche, pero mi versión era más interesante.

—Veré hasta el último de ellos pudriéndose bajo tierra —prometió Brightfellow, y a punto estuve de recular ante la malicia que había en su voz—. Ahí es donde me gustaría meterlos.

—¿La Hoja se salvaría?

—No, si soy yo quien se encarga.

—Entonces, ¿de qué coño va a serviros todo esto? Estaréis acabados cuando se descubra el pastel.

—¿Sabes por qué haces todo lo que haces?

—Por lo general tengo, al menos, una ligera idea.

Hubo una larga pausa, tan larga que pensé que quizá el hechicero había caído presa del estupor. Finalmente, no sin mucho esfuerzo, Brightfellow levantó la vista para mirarme a los ojos.

—Tú fuiste agente —dijo—.Y ahora ya no lo eres.

—Así es.

—¿Fue por elección propia?

—En cierto modo.

—¿Por qué lo hiciste?

—Por una mujer.

—He ahí una buena respuesta —dijo, y se volvió hacia el borrón que suponía para él la multitud—. No pensé que llegaría tan lejos. Yo no quería que lo hiciera.

Algo en la compasión hacia sí mismo que mostraba Brightfellow me avivó la furia.

—No me tomes por un sacerdote, no me interesa tu confesión y no te ofrezco la redención.Tú mismo te hiciste la cama, y ahora vas a tener que dormir en ella. —Esbocé una sonrisa torcida, pero como no me estaba mirando no tuvo el efecto deseado—. Avisaré a la Hoja para que venga a saludarte, no vayas a sentirte solo.

Pensé que con eso lo estimularía un poco.

Cuando replicó, lo hizo con voz neutra. No me pareció enfadado, sólo algo triste y seguro de sí.

—Eres un puto idiota —dijo.

Tomé un pellizco de vid del sueño que había en un plato a nuestro lado.

—En eso hasta es posible que no te equivoques.

No dijo nada más. Me levanté para fundirme entre el gentío, y después de apurar la copa de vino espumoso no tomé ninguna más.

Delante de mí, la Hoja y su séquito bebían y fumaban, y de vez en cuando prorrumpían en sonoras carcajadas. Me pregunté de dónde sacaría a sus partidarios; después de todo, yo había despachado a cuatro de ellos hacía dos noches, pero no le había costado gran cosa sustituirlos, y tampoco aquellas muertes parecían pesar mucho en el ánimo del duque. De vez en cuando me dedicaba lo que debía de considerar una mirada amenazadora, aunque después de las clases magistrales en materia de intimidación por parte de maestros consumados como Ling Chi no puedo decir que me impresionaran lo más mínimo.

A esa altura de la jugada, el Doctor ya se hallaba en el edificio. La noche se alargaba, y mi asombro inicial había dado paso al desprecio generalizado que sentía por quienes eran más privilegiados que yo, por aquellos sibaritas degenerados, cuyos placeres más básicos eran tan huecos como artificiales. La perspectiva de echar la zarpa a una de las camareras no era muy de mi agrado, así que me limité a sentarme a solas, preocupándome por si había sobrestimado a Kendrick, o si la información de Celia resultaba ser falsa, o si mi habilidad para la alquimia no había estado a la altura.

Sucedió sin preámbulo alguno. A una de las camareras, que por lo visto había metido mano al suministro del señor de la casa, se le cayó la bandeja, y ella no tardó en seguirla. Se quedó en el suelo llorando. Quiso la coincidencia que el siguiente en caer fuese un joven petimetre que estaba de pie junto a ella. Cayó de rodillas mientras vomitaba, llenando el ambiente de olor a vómito. El pestazo inundó el lugar, y hubo varios grupos de personas superadas por las náuseas, con la mano en el estómago, buscando con desesperación un lugar donde vomitar.

Cualquier insensato puede mezclar aliento de hada con algo capaz de matar, como flor de rencor o unas gotas de leche de viuda, pero mezclarlo con algo que no sea letal resulta más complejo. Y por supuesto no habría sido posible si Beaconfield no hubiera agotado el primer suministro de aliento que le había entregado para luego encargar más para la fiesta. Pero satisfice el primer pedido, y él me hizo el segundo, y ahí estábamos. Pensara lo que pensase la Hoja, no había ido allí a negociar, ni a encararme con él. Visto lo visto, como oponente no estaba a la altura, y menuda caminata me había dado para decir a alguien a quien odiaba que... lo odiaba.

Mi presencia allí se debía a mi deseo de cerciorarme de no haber malgastado la hora que pasé depositando tres granos de mal de madre en cada frasco de aliento de hada que más tarde vendí a lord Beaconfield en el parque. Después de todo, había prometido al Doctor una distracción.

El duque aún no había relacionado mi persona con el malestar que se extendía entre sus invitados, así que opté por marcharme antes de que lo hiciera. Al menos dormiría tranquilo, a sabiendas de que había aportado mi granito de arena para lograr lo que probablemente era el final más memorable de una fiesta de solsticio de invierno organizada por la Hoja.

Me escabullí por la puerta principal y eché a andar hacia la parte baja de la ciudad. Si Kendrick no encontraba el modo de introducirse en el despacho de Beaconfield mientras los asistentes a la fiesta se hallaban indispuestos, entonces sin duda su reputación era inmerecida. Saqué una colilla del bolsillo y me la llevé a los labios. La encendí a pesar de la nevada. Había sido una velada estupenda, un trabajo limpio, de relojería.

Así que no podía entender por qué estuve inquieto todo el camino de vuelta, incapaz de librarme de la molesta sensación de haberla jodido.

CAPÍTULO 42

A la mañana siguiente me abrigué a conciencia para ir a visitar al Doctor, y al caminar bajo la tormenta lo hice con una seguridad que hacía días que no sentía. A menos que mi ladrón hubiese metido la pata hasta el fondo, podría librarme de la sentencia del Viejo con un día entero de margen, y bastó con eso para olvidarme unos minutos de la nieve.

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