—¿Tienes que...? ¿Tienes que marcharte?
—Firmé un contrato: es Nestria o el calabozo.
Se le inundaron los ojos de lágrimas, pero pestañeó dos veces y preguntó:
—¿Por qué?
¿Cómo responder a esa pregunta? ¿Cómo resumir un millar de noches desperdiciadas, contemplando el techo derruido de una chabola, compartiendo cama con otras dos personas, los codazos en los costados, el sueño interrumpido constantemente por el ronquido del medio tonto que duerme a tu lado? ¿Cómo describir el hecho de que al mundo le da igual que malgastes tus fuerzas sirviendo a terceros, vendiendo el alma para obtener una fortuna que nunca verás? ¿Cómo explicar que la baraja está predeterminada, que si juegas sin más tus cartas, naipe a naipe, acabarás sin un ocre en el bolsillo?
—Ésta es mi oportunidad. La guerra cambia las cosas, sacude el orden establecido. Aquí no soy nada, basura que empapa la lluvia. ¿Allí? —Me encogí de hombros—. Tendrán que ascender a meros soldados a oficiales, porque no habrá suficientes que puedan o quieran comprar el cargo. Llegaré a teniente, puedes apostar por ello. ¿Y después? Hay un lugar en el mundo para quien mantiene los ojos abiertos, atento a las oportunidades.
Cuando terminé, Celia me miraba con los ojos desmesuradamente abiertos, y deseé haber mantenido la boca cerrada. No fue muy buena idea alimentar la imagen falsa que se había hecho de mí.
—Sé que lo harás. Llegarás a general antes de que termine la guerra. —Se sonrojó y se apartó de un salto de la cama—. Te amo desde el momento en que te vi. Fuiste una luz en la oscuridad.
Era muy consciente de su cercanía, y de la fina tela del vestido que separaba nuestros cuerpos.
—Te esperaré, te esperaré todo el tiempo que sea necesario. —Sus palabras me atravesaron como el agua que atraviesa una presa, sílabas que trastabillaban una tras otra—. O, si no quieres esperar... —Me rodeó el cuello con los brazos—. No tienes dama. Sé que te has estado reservando.
Le di unas palmadas en la espalda con torpeza. Mejor hacerlo rápidamente, un fugaz instante de sufrimiento.
—A los trece años pagué dos monedas de plata a una puta del muelle para que me llevase detrás de un excusado exterior. Que nunca te haya presentado a ninguna mujer no significa lo que tú piensas.
Dándole un golpe no habría podido causar un efecto más pronunciado. Necesitó un largo instante para recomponerse, y después volvió a acercarme su cuerpo.
—Pero te quiero. Siempre te he querido. Estamos hechos el uno para el otro, ¿no lo ves?
Hundió el rostro en mi pecho y me abrazó con fuerza. Puse el dedo bajo su mejilla y le levanté la cara para mirarla a los ojos.
—Tú no eres como yo.Tú no te pareces en nada a mí. —Tenía el rostro humedecido por las lágrimas. Le cepillé el pelo oscuro con los dedos—. Te confié al Crane aquella noche para asegurarme de ello.
Ella me apartó de sí y echó a correr hacia la cama. Estaba llorando. Era mejor de ese modo. Durante un tiempo le dolería. Pero era joven, y al cabo el dolor desaparecería, y en los años venideros el recuerdo apenas la turbaría.
Me retiré con tanta discreción como pude, y una vez en el pasillo me dirigí a la escalera. Aún no había anochecido. De vuelta a la posada de mala muerte donde dormía me esperaban dos días de putas y alcohol. Me gastaría hasta el último cobre de la bonificación que la Corona me había entregado en agradecimiento por mi servicio futuro. Cuando llegué al muelle caminando con torpeza al cabo de dos días, estaba sin blanca y me dolía la cabeza como si una mula me hubiese coceado la sien. Era un principio poco propicio para una empresa poco lucrativa.
En lo que a Celia y el Crane respecta, les envié cartas, y también ellos lo hicieron. Pero como todo lo demás en ese jodido ejército, la comunicación era un desastre, así que no me llegaron muchas de las suyas y ellos tampoco recibieron otras tantas de las mías. Pasarían más de cinco años antes de que volviera a verlos. A esa altura habían cambiado muchas cosas en nuestras vidas, sospecho que pocas de ellas para mejor.
Al despertar me vi tumbado en una cama, mirando el dosel y los cuatro postes tallados que lo componían. Alguien me había quitado la ropa húmeda y me había puesto una túnica blanca. El frío intenso y la terrible sensación de cansancio habían desaparecido, reemplazadas por un agradable calor que emanaba de mi pecho hacia las extremidades.
—¿He muerto? —pregunté a nadie en concreto.
La voz de Celia respondió más allá de mi campo de visión.
—Sí.Y estás en Chinvat.
—Me pregunto qué hice para garantizarme una eternidad rodeado de encajes.
—Algo maravilloso, supongo.
Eso no sonaba muy propio de mí.
—¿Cómo te las has ingeniado para subirme aquí?
—Magia, por supuesto. Un uso menor de mi Arte.
—Soy un poco lento; cosa de la hipotermia. ¿Doy por sentado que también eso lo solucionaste con tus pases mágicos?
Pude verla con el rabillo del ojo cuando se acercó para sentarse a mi lado.
—Un poco. La mayor parte los utilicé para sacarte la ropa húmeda y ponerte delante del fuego. Llevas dormido una hora, más o menos. —Apoyó mi cabeza en su regazo—. Lamento haberte hecho esperar.Tenía en marcha un experimento en el invernadero, y, tonta de mí, no esperaba que me visitaras semidesnudo y calado hasta los huesos.
—El segundo al mando de operaciones especiales se sintió ofendido por mi higiene. Decidí mejorar nuestra relación dándome un rápido chapuzón en el canal.
—Creía que te habías librado de la presión de Black House. —El collar le colgaba del cuello. Su piel olía a sol, a canela.
—Según parece muevo a mis compañeros de tal modo al odio que de poco me sirve la protección del Viejo. Además, no he mantenido mi parte del trato. Ha muerto otro niño.
—Ya me he enterado.
—Y también Crispin.
—Lo siento —dijo.
—¿Cómo está el Crane?
—No muy bien. Está delicado.
—Tendría que subir a verlo. Cuando me ponga unos pantalones, claro.
—Será mejor que no lo hagas.
—Siempre llevo pantalones —dije—. No sabría qué hacer sin ellos.
Rió mientras me apartaba la cabeza del regazo y se levantaba de la cama.
—Tendrías que descansar. Dentro de un rato volveré por aquí a ver cómo te encuentras. Entonces hablaremos.
Esperé a que saliera del cuarto para incorporarme en la cama, pero debí de apresurarme demasiado. Me mareé un poco, sentí calambres en el estómago, y pensé que iba a vomitar en las bonitas sábanas de Celia. Recosté la cabeza en la almohada y esperé a que mi cuerpo me perdonara aquella última ronda de decisiones equivocadas.
Al cabo de unos minutos de penitencia, apoyé los pies en el suelo y, muy lentamente, me levanté. El estómago dio muestras de desaprobación, pero menos que antes.Tomé la bolsa del pie de la cama, salí del cuarto y me dirigí hacia la escalera. Una vez allí, subí los dos tramos que me separaban de la planta superior.
Encontré la estancia vacía, las contraventanas cerradas y el hogar de la chimenea cubierto de ceniza. Esperé allí un rato. El Crane era capaz de una gran generosidad y tenía una paciencia inagotable, pero también era muy reservado. Desde que nos conocíamos nunca había entrado en su dormitorio. Pero no podía volver caminando a casa con la túnica de algodón que llevaba puesta.
Me sentí un intruso cuando entré en el dormitorio del maestro. Su cuarto era más pequeño que el de Celia, poco más que una cama y una mesilla de noche, con un armario en un rincón. Los candelabros de pared estaban apagados y las ventanas cubiertas con tela oscura, lo que impedía la entrada de la poca luz que aquel día gris hubiera proporcionado.
Celia me había advertido de la débil salud del Crane, y al verlo no pude acusarla de exagerar. Estaba encogido en la cama, con el cuerpo retorcido como si padeciera una intensa fiebre. Había perdido buena parte del pelo, sólo le quedaban algunos mechones sueltos que le caían sobre el cuello. Tenía la mirada vidriosa, perdida, y el color de la piel más propio de un cadáver que de la persona sana, aunque de avanzada edad, con quien había conversado apenas unos días antes.
En ese momento quise llevar puestos unos pantalones.
No reaccionó a mi entrada, y cuando lo hizo habló con voz rota, tensa, a juego con la decadencia que había sufrido el resto de su cuerpo.
—Celia... ¿Celia? ¿Eres tú? Cariño, escucha, por favor, aún hay tiempo...
—No, maestro. Soy yo. —Me senté en un taburete situado junto a la cama. De cerca no tenía mejor aspecto.
Pestañeó antes de concentrar la mirada en mí.
—Ah. Lo siento, no... no he tenido visitas últimamente. No me encuentro nada bien.
—Por supuesto, maestro, por supuesto. ¿Puedo traerte alguna cosa? —Crucé los dedos para que no me pidiera la jarra llena de una sustancia verde que descansaba sobre la mesilla. Cualquiera tiene derecho a escoger la manera en que se enfrenta a la muerte, pero me costaba ser cómplice de la erosión que sufría la fértil e imaginativa mente del Crane.
Me pareció que negaba con la cabeza, aunque probablemente lo sacudió un escalofrío.
—No, nada. Es demasiado tarde.
Me senté al borde de la cama cinco o diez minutos mientras él caía presa de un sueño intranquilo. Estaba a punto de levantarme para echar un vistazo al armario cuando recordé que le debía algo, rebusqué en la bolsa y puse en la mesilla el cuerno que Wren había robado.
El Crane sacó la mano de debajo de la sábana y me aferró la muñeca.Tuve que contener un grito.
—Roan, tenías razón. Lamento no haberte escuchado.
En su delirio me había tomado por su antiguo maestro.
—Soy yo, maestro. Roan el Severo lleva medio siglo muerto.
—Intenté mantenerla al margen, Roan; me serví de una salvaguarda. Pero logró entrar. Siempre lo logra.
—Tus salvaguardas siempre aguantan —dije—. Como bien saben los habitantes de la parte baja de la ciudad, y se sienten agradecidos por ello.
—No hay nada que mantener fuera, Roan, como bien sabías. Sin embargo, fui incapaz de comprenderlo. La podredumbre está dentro, ya ha entrado.
Intenté pensar en algo agradable que decir, pero no se me ocurrió nada.
—Siempre está ahí. Por fin lo veo con claridad. ¿Cómo construyes una muralla capaz de mantener al margen algo que siempre ha estado presente? Es imposible. ¡Imposible! —Casi gritaba—. Eriges el muro, cavas un foso, construyes una barricada y minas las rutas de acceso. ¡Pero no sirve de nada! ¡Ya está dentro! ¡En el fondo no hay nada excepto sangre y mierda! —Escupió las últimas palabras y volvió a caer inconsciente.
Nunca había oído al maestro jurar en voz alta, y tampoco era dado a mostrarse furioso. Empecé a preguntarme hasta qué punto podía recurrir a sus habilidades, o si, presa de la demencia, no llegaría incluso a incinerar el Aerie y todo cuanto lo rodeaba.
—¿Quién puede mantenerlo fuera? —preguntó, llenándose de saliva la barba descuidada—. ¿Quién podría quemarlo?
Quise confortar a mi antiguo mentor, y hablé sin pensar:
—Lo haré. Me encargaré de ello, puedes contar conmigo.
Entonces se rió, y tuve la terrible certeza de que había superado los límites que le imponía la locura y había logrado reconocerme, que su risa no era consecuencia de su enajenación, sino una valoración sincera de mi carácter, y deseé haber tenido la boca cerrada.
Eso fue todo, aunque esperé unos minutos para asegurarme. El Crane recuperó su sueño superficial, pero no mostró indicios de despertar. Registré el armario, donde hallé un par de calzones y una camisa que me llegaba a las rodillas y era demasiado ceñida en la cintura. Cogí unas botas del baúl que había en el recibidor y me dirigí a la cocina.
Encontré a Celia ajetreada junto al fuego, donde ponía una olla a calentar. Todo su pelo negro se ondulaba con sus movimientos.
—¿Recuerdas la vez que intentamos preparar un chocolate caliente y casi incendiamos todo el Aerie? —pregunté.
—No tendrías que haberte levantado. Si hubieras tardado cinco minutos más en llegar a este lugar, estaría escogiendo dónde enterrarte en lugar de preparar la comida.
—Eso no me lo habías dicho antes.
—Intentaba no preocuparte con el alcance de tus heridas. Dado cuánto te cuesta distinguir la insensatez de la valentía, probablemente tendría que haber exagerado.
—Vistas a posteriori, las cosas siempre resultan más claras. Si pudiera repetir el día de hoy, procuraría que no me patearan el culo como lo han hecho.
Enfrentado a mi humor, continuamente furibundo y devastador, nadie aguanta mucho tiempo reconviniéndome. La olla silbó, y Celia se sirvió una taza y añadió algunas hierbas, consciente, sin necesidad de preguntar, de que yo no querría tomar nada.
—He hablado con el maestro —dije.
—De algún lugar tenías que haber sacado esos calzones.
—Me tomó por Roan el Severo.
—Ya te he dicho que está muy débil. —Exhaló un suspiro—. A veces me toma por su madre, y otras veces se dirige a mí con nombres de mujer que nunca había mencionado antes.
Se me hacía extraño pensar que el maestro tenía un pasado antes de convertirse en el Crane, que había sido un adolescente lleno de acné, que había sido joven alguna vez.
—¿Cuánto crees que le queda?
Celia sopló con suavidad sobre la superficie del té.
—No mucho —respondió.Y fue suficiente con eso.
Nos sentamos juntos en silencio. Me recordé que tenía demasiados asuntos entre manos para emplear energía en el inminente fallecimiento del Crane. Era tan cruel como cierto, como muchas otras cosas.
—He estado investigando —dije finalmente.
—¿Y bien?
—¿Has oído hablar de un practicante apellidado Brightfellow? Debió de frecuentar la Academia más o menos cuando tú estudiaste allí.
El borde de la taza le ocultaba los labios. Sobre ella, sus ojos eran oscuros. Al cabo de un instante la dejó en la mesa.
—Vagamente —dijo—. No mucho. Formaba parte del séquito de Adelweid, y siempre se adentraba en áreas que era mejor no explorar.
—Diría que recuerdas más de lo que crees.
—Lo intento —dijo—. Ya te conté que éramos pocos en clase. No lo conocía bien... No quise intimar con él. Proviene de una de las provincias, no recuerdo cuál. Sus paisanos eran campesinos, y nunca pareció superar la idea de que todo el mundo se reía de él por haberse criado en un establo. Era de los que van por ahí buscando a quien atacar. Pero congeniaba con Adelweid. Los dos eran uña y carne.