—Por la salud de la reina y la prosperidad de sus súbditos.
La antigua bendición fue una torpeza, pero ella demostró ser lo bastante profesional para seguirme el juego con elegancia.
—A la salud de la reina y la fertilidad de sus tierras.
Di un sorbo. Era bueno, muy bueno.
Mairi se acomodó en un sofá de cuero rojo y me invitó con un gesto a sentarme en el diván. Acepté la invitación y nos sentamos uno frente al otro, de modo que nuestras piernas casi se tocaban.
—¿De qué conoces a Yancey? —preguntó.
—¿Cómo se conoce la gente? En mi negocio acabas conociendo mucha.
—¿A qué negocio te refieres, exactamente?
—Solicito fondos para viudas y huérfanos de guerra. En mi tiempo libre cuido cachorrillos abandonados.
—¡Qué extraordinaria coincidencia! Ésa es precisamente la misma actividad laboral que llevamos a cabo aquí.
—Supongo que tenéis las perreras en el sótano.
—¿Y dónde tienes tú a tus huérfanos?
Reí entre dientes y tomé otro sorbo.
Ella sonrió mientras me acariciaba con sus ojos negros.
—Por supuesto, sé quién eres. Pregunté por ahí cuando el Rimador me avisó de que vendrías.
—¿Yancey no te había hablado nunca de mí?
—Cuando lo hacía, nunca pensé que llegaría el día en que tendría ocasión de conocer a tan afamada figura de los bajos fondos.
Permití que sus palabras flotaran en el ambiente, entre nosotros. No cayó en la cuenta y siguió adelante, segura de que yo disfrutaba de la conversación.
—Siempre me pregunté qué fue de Loco Edward y del resto de su gente. Imagina mi sorpresa cuando descubrí que el responsable de la desaparición del sindicato de la parte baja de la ciudad iba a hacerme una visita.
Las fuentes de Mairi eran buenas. Sólo había media docena de personas que supieran la verdad de lo sucedido a la banda criminal de Loco Edward, y dos de ellas habían muerto.Tendría que averiguar cuál de las otras cuatro se había ido de la lengua.
Se humedeció el labio inferior con la punta de la lengua.
—Imagina mi emoción.
Una de las pocas ventajas de ser bastante deforme físicamente es que por lo general descartas la posibilidad de que una mujer pueda encontrarte atractivo y actúe en consecuencia. En el caso de Mairi, no estoy seguro de que tuviera siquiera un propósito. En el fondo, sospecho que ni siquiera sabía cómo apañárselas para no seducir continuamente al prójimo. Todo aquello, mi charla ingeniosa y su respuesta de libro de texto, me dejó un regusto amargo.
—Fascinante. —Tomé otro sorbo de licor, intentando quitarme de la boca el mal sabor de que me hubiesen delatado—. Pero no he venido aquí para contar mi historia. Estoy bastante familiarizado con ella, tanto que podría decirse que tengo un conocimiento exhaustivo.
Encajó el desprecio con ecuanimidad, y el rubor de sus mejillas se templó a juego con la temperatura. Sacó de una cajita de plata que había sobre la mesilla un fino cigarrillo negro que hundió en sus labios rojos. Lo encendió con rapidez con una cerilla.
—Entonces, ¿a qué has venido, exactamente?
—¿Yancey no lo mencionó? —pregunté.
Expulsó el humo del tabaco por la nariz.
—Quiero que me lo pidas.
Había sufrido peores indignidades.
—Dice Yancey que tienes un oído muy fino y mejor memoria. Me gustaría saber qué puedes decirme respecto a lord Beaconfield.
—¿La Hoja? —Hizo un gesto que comunicó su intención de poner los ojos en blanco sin necesidad de llegar a hacer algo tan tosco como poner los ojos en blanco—. Aparte del talento que le granjeó el apodo, es el típico aristócrata aburrido, frío, amoral y cruel.
—Más que secretos, eso son observaciones —dije.
—Y está arruinado —añadió.
—Así que la mansión, las fiestas, el dinero que me pagó...
—Lo primero es la garantía para cubrir lo demás. Lord Beaconfield fue bendecido con un apellido de rancio abolengo, un brazo mortífero y no mucho más.Y como muchos otros nobles, su capacidad pecuniaria no va más allá de gastar a espuertas. Enterró cientos de miles de ocres en el préstamo nacional a Ostarrich, y lo perdió todo cuando vencieron el pasado otoño. Se dice que los acreedores se agolpan a su puerta, y que su sastre de toda la vida no acepta más encargos. Me sorprendería que supere la estación sin declararse en bancarrota.
—¿Y esos diamantes que tiene en el blasón?
—Digamos que el león es la figura más pertinente del escudo de armas.
La amenaza de la pobreza bastaría para empujar a alguien así a cometer actos terribles. No es la primera vez que veo algo parecido. Pero ¿acaso la posibilidad de perder aquella preciosa mansión había empujado a la Hoja Sonriente a la magia negra y el asesinato de niños?
—¿Y su relación con el príncipe?
—Se exagera. Fueron compañeros en Aton, uno de esos internados terribles asfixiados por el peso de la tradición, cuyo personal está plagado de pedófilos. Pero mi querido Henry... —Me pregunté si esta referencia improvisada al príncipe real indicaba que había algo de cierto en los rumores que corrían acerca de su relación, o si únicamente quería que creyera que así era—... es demasiado convencional para las locuras de la Hoja.
—Interesante —dije, como si realmente no lo fuera—. ¿Y su séquito? ¿Has oído algo al respecto? Tiene un practicante de medio pelo que le hace de recadero, un tal Brightfellow.
Arrugó la nariz como si yo acabara de soltar una enorme cagada en mitad del suelo.
—Lo conozco, aunque no sabía que trabajara para tu duque. Brightfellow es uno de esos practicantes desagradables que revolotean en la periferia de la corte, vendiendo su talento a cualquier noble que esté aburrido o sea lo bastante estúpido para pagar por sus trucos de salón. No había pensado mucho en Beaconfield, pero nunca creí que se mezclara con basura como ésa. Debe de estar muy desesperado.
—¿Qué puede estar haciendo Brightfellow para la Hoja?
—No tengo la menor idea, pero conozco a los dos, y doy por sentado que no se trata de una labor filantrópica.
Supuse que probablemente tenía razón.
Poco después carraspeó, un sonido que me hizo pensar en azúcar y humo. En ese momento terminó nuestra entrevista.
—Y eso es todo. Es toda la información que puedo proporcionarte en lo que concierne a las actividades secretas de la Hoja Sonriente. —Separó las piernas y volvió a cruzarlas—. A menos que haya alguna otra cosa en la que pueda ayudarte.
Me levanté sin más y puse la copa en la mesa, junto a la silla.
—No, nada más. Has sido de gran ayuda. Te debo una, si la necesitas.
También ella se levantó.
—Me siento tentada de cobrármela ahora mismo —dijo, volviendo la mirada hacia la cama.
—No, no vas a hacerlo. Ni hablar.
Su mirada lujuriosa desapareció, sustituida por algo parecido a una sonrisa sincera.
—Eres un tipo interesante. Vuelve por aquí alguna vez, me gustaría verte de nuevo. —Se me acercó lo bastante para que pudiera oler su perfume, embriagador, como todo lo relacionado con ella—.Y en eso sí soy sincera.
No estaba muy seguro de creerlo. No vi a Rajel por ninguna parte al salir, pero el matón inclinó la cabeza con hosquedad al acercarme a la puerta.
—¿Te diviertes trabajando aquí?
Se encogió de hombros.
—Son tres semanas al mes.
Asentí, comprensivo, antes de abandonar el lugar.
Me dirigía al sur cuando lo vi. Un tipo huesudo que me seguía desde el lado opuesto de la calle, a media manzana de distancia. Pudo hacerlo en cualquier momento desde que abandoné el negocio de Mairi. No le habría sido difícil despegarse discretamente del callejón donde estaba apostado con lo densa que era la niebla.
Me detuve en un puesto situado en la esquina regentado por un kireno, cuya mercancía inspeccioné.
—
Duoshao qian
? —pregunté, poniendo a contraluz un brazalete, a modo de excusa para poder mirar a mi espalda. El vendedor me dio un precio diez o doce veces superior a lo que valía esa chatarra, y yo fingí decepción y dejé la fruslería en el cesto. Él se apresuró a recogerla y me la acercó a la cara mientras prorrumpía en un monólogo acerca de los excepcionales méritos de los productos que tenía a la venta. No imaginé a la Hoja contratando los servicios que representaba el truhán, y obviamente no era un hereje, así que Ling Chi también quedaba descartado. Por supuesto había mucha gente repartida por toda la ciudad a quien no le importaría verme tropezar sobre la hoja afilada de una cuchilla; algún camello a quien hubiese maltratado o un traficante que considerase amenazado su negocio. No tardaría en averiguarlo.
No había cogido ninguna arma para la visita a Mairi porque no me pareció un buen modo de dar la impresión adecuada, pero tampoco la necesitaría para sorprender a ese cabroncete flacucho. Lo único mejor que emboscar a un cabrón, es emboscar al cabrón que cree estar emboscándote. Dejé atrás al comerciante, me dirigí hacia un callejón lateral, doblé la esquina y apreté un poco el paso en cuanto salí de su campo de visión.
De pronto me encontré en el suelo, con la extraña sensación de mareo y calor que acompaña un fuerte golpe en la cabeza que me deformaba la visión, tanto que la figura que se cernía sobre mí me pareció irreconocible.
Pero fue sólo un instante.
—Hola, Crowley.
—Hola, maricón.
Quise tirar de sus tobillos, pero me movía con lentitud y torpeza, y Crowley cortó todas mis esperanzas de huida con una patada seca en las costillas.
Pegué la espalda a la pared, esperando que ese último golpe no me hubiese costado una fractura, pero el dolor que sentía en el costado sugería que tanto optimismo era injustificado. Mis pulmones se esforzaban para llenarse de aire, pausa en la que Crowley tuvo la amabilidad de resistir la tentación de seguir golpeándome, compensándolo con una sonrisa muy poco halagüeña para mis intereses. Logré toser algunas palabras coherentes.
—¿Tan mal te llevas con la aritmética? Tengo cinco días, Crowley. Cinco días. Si los números complejos no te asustan, puedes descalzarte y servirte de los dedos de los pies para entender a qué me refiero.
—¿No te conté lo gracioso que era? —preguntó Crowley a alguien que estaba detrás de él, lo que me dio a entender que Crowley no había acudido en solitario, sino que lo respaldaban otros tres hombres, y no agentes, sino gente dura, puede que del sindicato. En definitiva, poco inclinados a entablar amistad conmigo. Me miraron con expresiones que iban del simple aburrimiento al sadismo.
Me la habían jugado como a un aficionado. Asomó el primero de ellos, que me llamó la atención mientras Crowley y los demás aguardaban.¡Por el Cicatrices,¿cómo había podido ser tan tonto?!
—¿Me ves vestido de uniforme, rufián? —preguntó Crowley—. Esto no tiene nada que ver con la Corona ni con el Viejo. —Hizo hincapié en la última frase propinándome una patada en el hombro.Torcí el gesto en una mueca de dolor y me mordí la lengua—. Hoy tengo el día libre.
—Así que topar conmigo fue cosa del destino, ¿no? —Tenía gusto a cobre en la boca, y la sangre me goteaba de la barbilla.
—Yo no lo atribuiría todo a la casualidad. Quizá sea que damos por sentado que ya no nos sirves de nada. Esta mañana ha aparecido otro cadáver. Esta vez es un crío.
Pobre Avraham Mayana.
—No finjas que las víctimas te importan un carajo.
—Tienes razón. Esto no tiene que ver con ellas. —Acercó su rostro brutal, y su mal aliento me cubrió por completo—. Eres tú. Eres un cabrón y te odio. Hace diez años que te odio, desde que te me adelantaste en el caso de la Banda Pecosa. Cuando el Viejo dio órdenes de llevarte a Black House la semana pasada, estaba tan contento que casi me pongo a bailar. Entonces, cuando te soltamos... —Negó con la cabeza y abrió los brazos—. Llevo diez años queriendo cerrar tu capítulo, y esa lengua tuya te granjea otra oportunidad. Sé que dicen que uno no debe llevarse el trabajo a casa, pero... ¿qué puedo decir? Quizá soy un funcionario muy entregado.
—¿Qué crees que dirá el Viejo cuando sepa que me has dado una paliza?
Rió, una risotada que no resultó menos amenazadora por el hecho de ser tan ridícula.
—Cuando abandone este callejón estarás vivo y coleando. —Puso el dedo en la catarata de sangre que me surgía de la nariz, y cuando lo retiró ensangrentado lo examinó casi con ternura—. Claro que no puedo hablar por estos caballeros. Sabrás que carecen de experiencia, pero lo compensan con entusiasmo. Además, yo no contaría demasiado con el buen humor de tu patrón. La última vez que tuve ocasión de comprobarlo, no habías hecho gran cosa por poner freno a la violencia de tu pequeño gueto. Encontramos hoy a ese niño en el río, y supongo que habrás oído mencionar la desdichada muerte de tu antiguo compañero.
Sentí una llamarada en la boca del estómago.
—Ni se te ocurra mencionar a Crispin, gorila sodomita.
La punta de su bota me impactó en la frente, y mi cráneo golpeó contra la pared.
—Estás muy chistoso para estar a punto de verte las entrañas.
Uno de sus hombres, un miradno delgado como un junco con las cicatrices rituales en el rostro que emplea esa desgraciada teocracia para marcar a los criminales, sacó un puñal de la casaca que le venía grande y dijo algo que no entendí.
Crowley apartó la vista para mirarlo con ira.
—Aún no, jodido degenerado.Ya te lo dije, antes tiene que sangrar de lo lindo.
Era una oportunidad tan buena como cualquier otra. Encogí la pierna derecha para descargar una patada en la rótula de Crowley. Pero seguía teniendo problemas de visión, motivo por el que le alcancé la espinilla.
Sin embargo, fue suficiente con eso. Aulló de dolor y reculó un paso, momento que aproveché para ponerme en pie. Supongo que Crowley pensó que el primer golpe me había dejado fuera de combate. Menudo idiota, hacía una década que me conocía y aún no tenía en cuenta la dureza de mi cráneo.
Doblé la esquina y oí el particular golpe seco del metal en la piedra, lo que indicaba que la hoja del miradno no había alcanzado su objetivo. Entonces puse un pie delante del otro a toda la velocidad que mi maltrecho cuerpo logró alcanzar, corriendo hacia poniente, en dirección al canal, con toda la energía que pude.
Los callejones en esa zona de la parte baja de la ciudad atraen el tránsito como una telaraña tejida por una araña ebria que teje y desteje de forma irregular. No conozco muy bien esas calles, impresión reforzada cuando me vi de nuevo en lugares por los que ya había pasado.