A simple vista, lord Beaconfield tenía todo el aspecto de ser fruto de esa infernal maquinaria social. Llevaba recogido el pelo en una cofia, en lo que tuve la impresión que debía de ser el último grito en la corte, y olía a miel y a agua de rosas. Las mejillas picadas de viruela remataban en una perilla tan perfectamente recortada que parecía que alguien se la hubiera pintado, y vestía de un modo tan llamativo, con tanto volante y adorno, que tenía un punto nauseabundo.
Pero hubo algo que me impidió despreciarlo por completo, una agudeza en la mirada que me hizo pensar que el hábito era más bien un disfraz. Quizá porque nunca apartaba del todo la mano de la empuñadura del estoque, arma usada y sorprendentemente sencilla, en comparación con el resto del atavío. Tal vez el hecho de que bajo tanto encaje había una dura delgadez, fruto de pasar largas horas cubierto de sudor en lugar de estarlo de perfume. O puede que se debiera al conocimiento de que la persona que tenía enfrente había matado a más hombres que el verdugo de la Corona.
Por contra, su séquito estaba compuesto por ejemplares tan característicos de su especie que apenas valía la pena reparar en ellos. Iban vestidos de forma similar a su jefe, y estaban tan narcotizados que únicamente unos pasos los separaban de la inconsciencia.
Yancey me dirigió una mirada con la que pretendió recordarme su advertencia previa, y luego empezó a hablar en la exagerada lengua franca que empleaba con los ricos y puros, sin olvidar la altura del trato.
—Éste es mi socio, aquel de quien os hablé.
—Es un placer poder conoceros, mi señor —dije al tiempo que efectuaba una reverencia que hubiera sido aceptable en cualquier corte del mundo—.Y permitidme deciros que es un honor haber podido entrar en una reunión de tal elegancia. Seguro que los Daevas en Chinvat no festejan de forma mucho más espléndida.
—No es más que una de mis reuniones de amigos, poco más que un ensayo para la gala que tendrá lugar la próxima semana. —Sonrió. La suya fue una sonrisa triunfal, generosa, extrañamente natural a pesar de lo maquillado que iba.Tan maquillado como una furcia.
—La gente de mi calibre consideraría la más modesta de vuestras reuniones algo digno de los dioses. —Una mentira de libro de texto, claro que, después de todo, me dirigía a un tipo que llevaba maquillaje hasta debajo de los párpados.
—Me han contado que eres hombre de recursos, pero nadie mencionó tu galantería.
—Si tuviera la arrogancia de contradecir a mi señor, negaría loas tan inmerecidas, pero mi alma tímida hace que tan sólo pueda agradecer a mi señor su amabilidad.
—¿Fuiste maestro de etiqueta antes de adoptar tu nueva profesión?
—Hice muchas cosas antes de adoptar mi actual profesión, buen señor. —Esto estaba durando mucho más de lo que era necesario, y sin duda los invitados empezaban a preguntarse por qué su anfitrión daba audiencia a un tipo feo con la casaca sucia—. Incluso ahora me dedico a muchas cosas. ¿Tal vez vuestra excelencia pueda indicarme a cuál de ellas preferiría recurrir?
Hubo una pausa bastante prolongada mientras los ojos febriles de la Hoja descansaban en los míos.
—Tal vez llegue el día en que podamos profundizar más el alcance de la ayuda que podrías proporcionarme. Pero, entre tanto, aquí Tuckett te pondrá al corriente de los detalles. —Dirigió un gesto a un caballero callado con una elegante casaca oscura que se encontraba de pie a un lado—. No tardes en volver. Alguien de tu ingenio y utilidad es bienvenido en mi séquito sin importar cuál sea la ocasión.
Me incliné de nuevo, una reverencia dirigida a él, y otra a su séquito. Nadie respondió al gesto, aunque Yancey me dirigió una rápida inclinación de cabeza cuando me retiré. El sirviente de la Hoja me llevó fuera del salón principal, a un pequeño corredor que se extendía más allá.
De cerca, Tuckett olía a tinta y a funcionario. Chascó la lengua de manera poco agradable, sacó una hoja de papel del bolsillo del pecho, la desdobló y me la tendió.
—Aquí se detalla el pedido que mi señor desea hacerte.
Intenté no parecer sorprendido ante el volumen y la variedad.
—La vid del sueño y el aliento de hada puedo proporcionarlo en seguida. El resto lo tendré en uno o dos días. Excepto esto, porque yo no muevo wyrm.Tendréis que pedírselo a otro.
—No sabía que los de tu profesión pudierais mostraros tan exigentes.
—Me alegra haber ampliado tus conocimientos.
Se engalló e intentó encontrar algo ingenioso que replicar. Esperé unos segundos para darle oportunidad. Una vez quedó claro que no iba a hacerlo, hablé de nuevo:
—Doy por sentado que dispones del pago.
Me tendió de malos modos una bolsa abultada. Lo hizo con gesto demasiado altivo, teniendo en cuenta que era el pago de una transacción de narcóticos. Había más de lo necesario. Mucho más.
—El duque es muy generoso.
—Mi señor compra tu silencio, y también tu lealtad.
—Dile que lo primero es gratis, y que lo segundo no está en venta. —Guardé la bolsa en mi saco, y a cambio le di buena parte del alijo que llevaba.
Él lo tomó con un impresionante y coreografiado gesto de desdén.
—Sigue este corredor hasta salir al jardín. El sendero te llevará a la puerta lateral.
—¿Quién era el caballero con quien estuve conversando antes? —pregunté.
—Lo creas o no, mi señor —dijo, haciendo hincapié en la última palabra para darme a entender que no me consideraba digno de ella—, no es mi empeño seguir todos y cada uno de tus movimientos.
—Sabes de quién te hablo. Estaba fuera de lugar.
—No es que sea asunto tuyo, pero doy por sentado que te refieres al hechicero Brightfellow.
Si había una cosa por la que no había tomado al tipo rechoncho era por la reina de Ostarrich, pero, a decir verdad, tampoco lo hubiera tomado por un practicante del Arte. Dejé que la información encajara en su lugar mientras yo encontraba la salida.
Aquella noche no era muy distinta de otras, una reunión de sangreazules aburridos, contentos de intercambiar la riqueza heredada por un pellizco de felicidad química, mientras que yo me sentía igual de contento de ejercer de agente de dicho intercambio. En realidad fue lo de siempre, exceptuando un detalle, un particular sin importancia en el que apenas tuve tiempo de pensar mientras caminaba de vuelta a El Conde.
Desde el preciso instante en que empecé a hablar con Beaconfield hasta que desaparecí de su campo de visión, el zafiro que llevaba en el pecho me había quemado como el aguijón de una avispa. Me froté la piel mientras volvía a casa, pensando que tal vez visitaría de nuevo a la Hoja antes de lo que él esperaba.
Desperté con la rechoncha cara de Adolphus mirándome de soslayo, mientras me sacudía con sus enormes manos para arrancarme del sueño.
—Han encontrado a la niña.
Era obvio que no la habían encontrado con vida. Lo aparté con el brazo y me incorporé en la cama.
—¿Ha llegado la gélida?
—Aún no.
No teníamos mucho tiempo. Cogí la bolsa que colgaba del respaldo de la silla y se la tendí.
—Di a Wren que se la lleve a Mac el Niño.Y dale algo que hacer que lo mantenga alejado de la taberna unas horas.
—¿Alguna otra cosa?
—Y no la armes buena cuando vengan. Que suban y registren lo que quieran, y no te enfrentes a ellos.Yo me encargaré.
Tragó saliva con fuerza y salió del cuarto.
Me puse la ropa y las botas, luego me recosté en la cama. Al menos no estaría desnudo cuando vinieran a apresarme; más no podía hacer. Adolphus tenía motivos para inquietarse: Crispin era una cosa, por mucho que nuestra relación se hubiese enfriado sabía que yo no andaba por ahí asesinando niños. Pero no enviarían a Crispin a por mí, porque Crispin perseguía a asesinos y criminales, y a nadie de cierto rango le importaba lo que pudiera haber sido de la niña. Lo que les preocupaba eran los practicantes que probablemente la habían asesinado, y eso implicaba a los de operaciones especiales, y los de operaciones especiales eran harina de otro costal.
El Imperio era una gran maquinaria, un motor gigantesco, millones de engranajes que giraban, y nada tan complejo funciona a la perfección. Cuando se rompe, cuando una mota de polvo empaña una lente o un engranaje no quiere girar, alguien tiene que estar ahí para repararlo. Ése es el propósito de operaciones especiales, mantener las ruedas para que giren con suavidad, y asegurarse de que cualquier persona atrapada en su engranaje acabe bajo tierra a tal velocidad que nadie llegue a enterarse.
Lancé un suspiro de desafío. En tiempos fui la estrella más celebrada de esa unidad. A veces el mundo se convierte en un lugar muy extraño.
Cuando llegaron, lo hicieron a conciencia. Pude oír cómo abrían la puerta de abajo de una patada, y después las amenazas a gritos acompañadas de maldiciones. Confié en que Adolphus no hiciese nada estúpido, porque toda esa grasa y el sentido del humor ocultaban a alguien capaz de una violencia extraordinaria. Si las cosas se torcían, tendrían que matarlo para derribarlo, y al final no sólo su sangre acabaría cubriendo el suelo.
Pero no oí el sonido del cristal y los muebles rotos que acompañarían la pérdida del control de mi amigo, así que di por sentado que obedecía mis órdenes. Los pasos reverberaron escaleras arriba, se abrió la puerta y me encontré mirando el extremo equivocado de una ballesta ante un agente joven que me ordenó a gritos que me tumbase en el suelo. Entró seguido de cerca por una pareja de simiescos caballeros que se aseguraron de que obedeciera la primera orden.
Me hallaba de bruces en el suelo, con las manos encadenadas y una rodilla en la espalda, cuando oí una voz que tenía medio olvidada:
—Siempre supe que si me quedaba el tiempo suficiente tendría otra oportunidad de vérmelas contigo. ¿Cómo iba a pensar que sería tan buena?
Se aflojó la presión que sentía en la columna y dos pares de manos me pusieron en pie.Vi ante mí un rostro de toscas facciones, sobre un grueso pedazo de cartílago, músculo y carne chamuscada.
—Hola, Crowley. Me alegra comprobar que la estupidez no supone una barrera para disfrutar de una duradera carrera al servicio de la Corona.
—Veo que aún tienes la lengua afilada, ¿eh, hijo? —Rió. Un fuego momentáneo apareció en los ojos deslucidos que tenía sobre su nariz de perro dogo. Lanzó un puñetazo y me vi de nuevo postrado, intentando no vomitar y deseando poder retroceder diez segundos. Crowley soltó una carcajada y se inclinó sobre mí—. Eres todo mío, hijo.Te tengo cogido por las pelotas.
Logré pronunciar una respuesta.
—Siempre te tuvo fascinada mi persona. —Fue un intento por mi parte de quitarle hierro al asunto, algo que lamenté incluso antes de que Crowley me diera otro puñetazo en la barbilla.
—Sabes encajar los golpes, eso te lo concedo —dijo, frotándose los nudillos—. Eres el campeón de los pesos pesados a la hora de dejarte azotar el trasero. Pero no soy lo bastante tonto para lastimarme la piel con esa piedra que tienes por mandíbula. Para eso tenemos especialistas.
Lancé un esputo de sangre al suelo sucio e intenté parecer entero.
Crowley me incorporó una vez más.
—Cochrane, Talloway y tú, conmigo. El resto dirigíos a la escena del crimen, y aseguraos de que hay suficientes efectivos en la zona. —Se volvió hacia mí—. Admitiré, por mucho que me revolvió las tripas ver cómo te ibas de rositas, que valió la pena sólo por tener la ocasión de volver a partirte en dos.
Esa vez fui lo bastante listo para mantener la boca cerrada.
Adeline se encontraba en la planta baja, junto al hogar, ceñuda y con toda la ferocidad en la expresión de una matriarca herida. La crisis revelaba la pasta de la que estaba hecha. Adolphus se hallaba sentado a una mesa, con un agente cubriéndolo armado con una ballesta. Ambos se comportaron con valentía por mí, y yo se lo agradecí en silencio.
El paseo se me antojó muy largo. No me dieron ocasión de ponerme la casaca, y acabé temblando de frío. De vez en cuando, Crowley soltaba algún exabrupto, pero la mayoría de sus palabras se las llevaba el viento. A nuestro alrededor se dispersaba la gente: los ciudadanos de la parte baja de la ciudad no tenían ninguna prisa por compartir el destino hacia el cual me veían avanzar.
Ya había empezado a llover cuando alcanzamos Black House. Crowley se detuvo un instante para que comprendiera la gravedad de la situación. Levanté la vista hacia el cielo gris, y miré las gotas de agua helada que se precipitaban desde las nubes. Una gota me estalló en la frente. Luego me empujaron dentro, donde me las ingenié para que mi rostro no delatase emoción alguna, incluso cuando me llevaron a la entrada sin letrero que llevaba al vientre de Black House, incluso cuando abrieron la puerta de mi celda.
El cuarto era deliberadamente gris, vacío a excepción de una silla de hierro para prisioneros y una mesa situada a su lado. En mitad del cuarto había un desagüe pequeño de hierro que era imposible pasar por alto y que desembocaba en la alcantarilla. Siempre odié ese lugar cuando serví como agente, y visto desde el otro lado seguía sin gustarme un ápice.
De pie en un rincón estaba el interrogador, que vestía el tradicional atuendo de color vino, túnica remangada y capucha. Le colgaba de la mano la bolsa negra que contenía el instrumental propio de su oficio. Era orondo, gordo, de hecho, con una papada que le rebosaba sobre el cuello del uniforme. Claro que la tortura no exigía un gran esfuerzo físico, al menos para quien la llevaba a cabo. Y el gremio no era muy exigente, así que estaba convencido de que estaría a la altura de las circunstancias.
—¿Disfrutando del paisaje? —preguntó Crowley. Una patada en la espalda me envió al suelo. Hice un esfuerzo por ponerme en pie, pero Crowley se me adelantó, me aferró y me arrastró hasta la silla. Me quitó los grilletes y me ató las muñecas a los brazos de hierro con correas de cuero.
—Sabía que algún día volveríamos a tenerte aquí. El Viejo pensó que te nos escaparías, que cualquier noche te esfumarías de la parte baja de la ciudad. Dije que ni hablar. El muchacho nos quiere demasiado para marcharse. Volverá. Pero ni siquiera yo creí que estuvieras tan desesperado. ¿Magia oscura? —Agitó en el aire un rechoncho dedo índice—. Te tenemos bien cogido.
Crowley sacó un cigarro del bolsillo. Mordió el extremo con sus dientes grises y lo encendió, aspirando repetidamente hasta que tiró bien. El cuarto se llenó del humo que se le escapaba de la sonrisa demediada.