Esta vez iban cargadas de cosas envueltas cuidadosamente, cosas que correspondían a una lista sacada del manual. Rose había encontrado un termómetro y aspirinas en el botiquín del cuarto de baño, y azúcar, bicarbonato de sosa y sal en la cocina, a lo cual había añadido vaselina, algodón en rama, un reloj con manecilla segundera, tres termos de agua hervida y dos linternas, todo ello recomendado por el manual de Grace.
Al mirar hacia el otro lado del jardín y ver la muralla de la selva negra, donde terminaba la luz que salía de la cocina, Rose sintió miedo. Luego pensó en el general Nobili echado en el frío suelo de piedra del invernadero y recobró los ánimos.
—Vamos —susurró, empezando a bajar los escalones.
Miró hacia atrás. Njeri estaba como paralizada.
—¡He dicho que vamos!
La muchacha permaneció cerca de su señora cuando bajaron rápidamente por el sendero.
—Ruega a Dios que siga vivo, Njeri —susurró Rose cuando se internaron en la espesura—. Ruega que no lleguemos demasiado tarde.
Cruzaron la selva corriendo, con fantasmas invisibles y animales imaginarios tratando de morderles los talones, y llegaron al invernadero temblando de miedo y de frío. Rose se acercó directamente al general y comprobó que aún vivía.
Mientras Njeri sostenía la linterna con manos temblorosas, iluminando al hombre que yacía inconsciente, Rose abrió el manual por la página titulada «Cómo reconocer a un enfermo» y comprobó metódicamente las constantes vitales del herido.
Al ver que el pulso era débil e irregular, y que tenía la piel húmeda, lo que indicaba una conmoción, Rose lo colocó de costado y le puso ladrillos debajo de los pies. Se tranquilizó al comprobar que sus respiraciones eran dieciséis por minuto y al alzarle los párpados e iluminarlos con la linterna, comprobó que las pupilas eran de igual tamaño y respondían a la luz, lo cual era un buen indicio según el libro de Grace. Pero la temperatura era demasiado alta.
De modo que Rose, siguiendo las instrucciones del manual, buscó la página titulada «Fiebres muy altas» y leyó:
«Pueden producirse lesiones cerebrales cuando no se hace bajar inmediatamente una fiebre alta».
Apartó la manta que cubría al general, como recomendaba el libro, para que el aire nocturno le enfriara el cuerpo; luego llenó una taza de agua y disolvió dos aspirinas en ella. Alzó la cabeza del general y le acercó la taza a los labios. No bebió ni gota. Rose probó otra vez. La aspirina era necesaria para que bajara la fiebre.
Recurrió al libro en busca de ayuda y vio que con letras gruesas decía: A una persona inconsciente jamás hay que administrarle nada por vía oral.
Rose dejó la taza en el suelo y volvió a colocar la cabeza del general en la almohada. Continuó leyendo. Bajo el epígrafe «Señales de peligro» encontró un subtítulo que decía: «Un día sin beber líquido. Véase la página 89». Buscó esa página y leyó, bajo la luz temblorosa de la linterna de Njeri, lo que decía el libro sobre los peligros de la deshidratación.
Rose consultó su reloj y calculó que el herido llevaba inconsciente doce horas.
—Tiene que tomar líquidos pronto —musitó—, o morirá deshidratado. Pero, ¿qué puedo hacer yo? No consigo hacerle beber. Necesita el agua y necesita la aspirina para que le baje la fiebre. ¡Es un círculo vicioso!
Miró la cara bañada por la luz de la linterna. Se preguntó qué edad tendría el general, de dónde sería, si tendría una familia que en esos momentos estaría preocupada por él.
Los dientes de Njeri empezaron a castañetear.
—Vuélvete a casa —dijo Rose—. Ya me quedo yo con él.
Pero Njeri cruzó las piernas y se sentó en el suelo, con la linterna en el regazo.
—Si busco ayuda médica —dijo Rose en voz baja—, lo llevarán de nuevo al campo de prisioneros. Pero si intento cuidarle yo misma, puede que muera. ¿Qué voy a hacer?
Volvió a tocar la frente del herido y le pareció que estaba más fría y más seca que antes. Al tomarle el pulso, le pareció que era más pausado y menos débil. También la respiración parecía más sosegada que antes.
—Njeri, dame esa cesta —Rose preparó una bebida para rehidratar de acuerdo con la receta que daba el manual de Grace: azúcar, sal y bicarbonato de sosa disueltos en agua. La cató para asegurarse de que no fuera «más salada que las lágrimas», como decía Grace en el libro, luego la dejó junto a la taza con la aspirina disuelta, por si la necesitaba. Si recobraba el conocimiento le haría beber ambas cosas.
Pero decidió que, si el general no había vuelto en sí al amanecer, iría a buscar ayuda.
* * *
El amanecer asomó por encima de las paredes de piedra del invernadero, enviando puntitos de luz a través de las ramas de los eucaliptos. Rose se movió debajo de su manta; le dolía todo el cuerpo por haber dormido en el suelo. Se levantó y buscó a Njeri bajo la luz lechosa. Al parecer, la doncella, ahora que era de día, se había marchado.
Rose miró al general. Tenía los ojos abiertos y clavados en ella. Se miraron durante un largo momento, Rose envuelta en su manta, el general tendido de costado, de cara a ella, la cabeza en la almohada.
De pronto, recordando el contacto del cuchillo en la garganta, el modo doloroso en que le había retorcido el brazo, Rose volvió a ponerse a la defensiva.
El general abrió la boca e intentó decir algo, pero sólo logró emitir un sonido seco, gutural.
Rose tomó la bebida para rehidratar y acercó la taza a los labios del herido. Primero bebió a sorbos, luego se lo tomó todo de un trago y dejó caer la cabeza de nuevo sobre la almohada.
—¿Le duele? —preguntó Rose con voz dulce.
El general asintió con la cabeza.
Rose le acercó a los labios la segunda taza, la que contenía la aspirina; debía de tener un sabor amargo, ya que el general hizo una mueca. Pero también se la bebió toda y cuando volvió a recostar la cabeza en la almohada, parecía respirar con mayor facilidad.
—¿Quién…? —empezó a decir.
—Soy lady Rose Treverton. Y sé que usted es el general Nobili.
Los ojos negros del hombre la miraron fijamente, con expresión interrogativa. Luego dijo:
—¿Le hice daño?
Rose meneó la cabeza. Los cabellos, que se habían soltado mientras dormía, le cayeron sobre los hombros.
El general Carlo Nobili miró los cabellos de Rose con expresión maravillada.
—Sé quién es usted —susurró—. Es uno de los ángeles de Dios.
Rose sonrió y le tocó la frente con la mano.
—Ahora descanse. Le traeré algo de comer.
—Pero, ¿dónde?
—Aquí; es un lugar seguro. Y puede confiar en mí. Voy a cuidarle y me encargaré de que nunca vuelvan a hacerle daño.
El general cerró los ojos y su cuerpo se relajó.
La explosión se produjo exactamente al mediodía, durante la llamada a las plegarias musulmanas. La fortaleza de la policía en las afueras de Jerusalén sufrió grandes desperfectos y murieron cinco soldados británicos.
—Ha sido ese maldito Menachem Begin —oyó decir David Mathenge a su oficial superior, Geoffrey Donald.
Y así empezó la intensa persecución del terrorista que obligó a David a levantarse de su camastro en plena noche, reunirse con su regimiento y esperar, bajo el frío y la humedad de la noche de septiembre, las órdenes del capitán Donald.
Era una coincidencia que David estuviese en el regimiento africano de Geoffrey Donald en Palestina. Al alistarse voluntariamente en el ejército británico cuando estalló la guerra, no tenía idea de que iban a destinarle a una simple guarnición, sino que albergaba la esperanza de poder luchar contra los nazis racistas de Hitler. Tampoco esperaba encontrarse bajo el mando de un hombre al que había despreciado durante siete años.
Desde su fuga de la cárcel de Nairobi y su exilio en Uganda, David Mathenge albergaba un odio especial contra los Treverton y, debido a su amistad con esa familia, también contra Geoffrey Donald, a quien David se veía ahora obligado a saludar militarmente.
David llevaba cuatro años en Palestina y ya estaba familiarizado con los diversos bandos que allí combatían: los árabes, los judíos y los británicos. La bomba terrorista que había estallado en la fortaleza de la policía británica tenía que ser obra de la Irgun de Menachem Begin; David sabía que no podía ser obra de la Haganah, el ejército secreto sionista, porque la Haganah siempre avisaba por adelantado para que la gente pudiera ponerse a salvo. Lo que se dirimía en la lucha era de quién era patria ese territorio que se encontraba bajo un mandato de la Sociedad de Naciones. A David Mathenge, que, como todos los kikuyu, se hallaba profundamente ligado a la tierra y comprendía la posesión territorial, le parecía que se trataba de un asunto tribal.
En un bando estaban los árabes, que habían vivido en Palestina durante siglos y ahora se veían expulsados de sus tierras ancestrales por los refugiados europeos, judíos que huían de Hitler. Los judíos reclamaban esa tierra como propia por derecho basándose en un legado ancestral. Y en medio de los dos bandos, haciendo promesas a ambos e incumpliéndolas, se encontraban los británicos. A David no le extrañaba nada que Menachem Begin, harto de Winston Churchill y de sus palabras huecas, dirigiese sus tácticas terroristas, no contra los árabes, su enemigo natural, sino contra los británicos. Por eso la fortaleza de la policía en las afueras de Jerusalén había sido blanco de una bomba.
David se sentía muy desgraciado.
¿Qué había ocurrido? ¿Dónde había empezado a ir mal su vida? Cuatro años antes, cuando el gobierno colonial había puesto en marcha una gran campaña de reclutamiento para los Rifles Africanos del Rey, David Mathenge y miles de jóvenes africanos como él se habían apresurado a alistarse, creyendo que Hitler iba a invadir Kenia y a llevárselos encadenados. Los jóvenes africanos, que acababan de salir de la escuela, no tenían empleo y ansiaban entrar en acción, se habían alistado convencidos de que iban a luchar contra una maldad monstruosa y que tendrían la oportunidad gloriosa de defender a su país, la libertad y la democracia, así como su forma de vida. Equipado con un elegante uniforme nuevo y un sombrero de ala ancha, levantada y sujeta con una pluma por un lado, David había desfilado orgullosamente ante sus oficiales blancos, con la sensación de ser un guerrero que marchaba hacia la batalla, y había abandonado su patria para descubrir que el mundo era un lugar mayor, muchísimo mayor, de lo que jamás había soñado. En aquel momento creyó que alistarse en el ejército británico era lo más inteligente que había hecho en su vida.
Ahora se daba cuenta de que no era así. Lo más inteligente que había hecho en su vida fue quedarse en Uganda después de que el jefe Muchina, enfermo y moribundo —la gente decía que a causa de una
thahu
que contra él lanzara Wachera—, retirase todos los cargos contra él y declarase que su detención había sido un error. Había quedado en libertad para volver a Kenia, pero había optado por permanecer en Uganda y estudiar en la universidad de Makerere, donde al cabo de tres años había obtenido el título de agrónomo.
Había aprendido agronomía y administración y ahora estaba preparado para recuperar su tierra de manos de los Treverton.
«Pero, ¿cuándo?», se preguntaba al salir del cuartel, con el rifle colgado del hombro. Durante años su madre le había prometido la restitución de sus tierras. ¿Acaso no había lanzado una
thahu
contra los Treverton? ¿Y acaso las maldiciones de Wachera no daban resultado siempre? Pero no con la rapidez suficiente para David.
«La plantación de café de los Treverton prospera —le había dicho Wanjiru en su última carta—. Esa chica blanca que se llama Mona la está dirigiendo personalmente».
David no se había alistado en los Rifles Africanos del Rey para esto, para perder su tiempo en un país seco y dejado de la mano de Dios, cuyos habitantes estaban empeñados en aniquilarse mutuamente, y él en medio, convertido en blanco de ambos bandos por ser un soldado británico, ¡mientras los Treverton se cebaban en su tierra!
David se sentía abrumado por la desdicha.
¿Qué había en la árida Palestina que fuese digno de amar? En el verano hacía un calor terrible y vientos ardientes abrasaban los pulmones; en invierno había lluvias grises e implacables y un frío atroz que nunca había experimentado en Kenia. Sentía su corazón apesadumbrado por la nostalgia de su patria. Añoraba las selvas, las neblinas limpias del monte Kenia, las canciones de su pueblo, la comida que preparaba su madre y el amor de Wanjiru.
Wanjiru…
Para él Wanjiru era más que la mujer a la que amaba y con quien esperaba casarse; Wanjiru personificaba todas las cosas por las que sentía añoranza. Wanjiru era Kenia. David anhelaba el consuelo de su abrazo.
Al ver los grandes camiones de transporte alineándose, los faros llenando el recinto de luz artificial, David comprendió que estaban organizando una búsqueda masiva. Se preguntó a dónde irían a buscar esa mañana. Se acercó a uno de los camiones y entabló conversación con el conductor.
—En Petah Tiqwa —dijo el hombre, refiriéndose a una ciudad pequeña que no distaba mucho de Tel-Aviv.
David asintió con la cabeza y se apoyó en el guardabarros. A las autoridades les gustaba decir que «la condenada Petah Tiqwa es un nido de terroristas». Y no se equivocaban. El servicio de información británico era muy consciente de que en los bosquecillos y bosques que rodeaban Petah Tiqwa se ocultaban depósitos de armas, además de ser campos de entrenamiento secretos de las fuerzas rebeldes. Registrar aquella zona era peligroso y a los soldados británicos no les gustaba internarse en ella.
David tenía la impresión de que a eso se reducían todas sus obligaciones: a buscar al escurridizo Menachem Begin. Cuando no se encontraba en algún control de carretera, inspeccionando todos los coches que entraban y salían de Tel—Aviv, era porque estaba registrando hoteles o interrogando a peatones en la calle o llamando a alguna puerta a medianoche, sacando a la gente de la cama. La búsqueda de Begin iba intensificándose y los británicos se morían de ganas de echarle el guante al hombre que saboteaba sus comunicaciones y sus oficinas civiles. Y ahora que David Ben Gurion, líder de la Agencia Judía y archirrival de Begin, prácticamente había declarado la guerra a éste y cooperaba plenamente con los británicos en su búsqueda, estaban poniendo patas arriba toda Palestina.