Bajo el sol de Kenia (51 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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Pero cuando el siguiente grupo de muchachas se acercó a los pellejos de vaca y Grace vio que Njeri, aterrorizada, se instalaba entre las piernas de Gachiku, volvió súbitamente en sí.

Con movimientos rápidos y hábiles, Wachera les hizo la operación a cuatro muchachas antes de llegar a Njeri. Al ver el miedo en los ojos de la niña de diecisiete años, al ver cómo forcejeaba para librarse del abrazo de su madre, al recordar el día en que sacara el bebé del abdomen de Gachiku, Grace exclamó:

—¡Deteneos!

Y bajó del peñasco.

Cesaron los cánticos y las mujeres se volvieron hacia ella.

Era el peor de los sacrilegios: una persona no kikuyu y que, a juzgar por lo que sabían de las costumbres blancas, no estaba circuncidada acababa de hacer acto de presencia en medio de ellas. La intrusión de Grace hacía caer la
thahu
sobre la
irua
sagrada. Pero las mujeres estaban demasiado asombradas para reaccionar. Se apartaron cuando Grace se abrió paso hacia el círculo de en medio.

—Espera —dijo Grace con voz entrecortada, acercándose por detrás a la hechicera arrodillada—. ¡Detente, por favor!

Wachera hizo una pausa, cuchillo en mano, luego se levantó y miró a Grace. No pareció sorprenderse al ver a la memsaab en medio de ellas. Grace observó que, de hecho, Wachera parecía alegrarse de la interrupción.

«Como si fuera por fin una oportunidad para luchar conmigo», pensó Grace.

—Por favor, no hagas esto, Wachera —dijo Grace en kikuyu—. Por favor, deja que la chica se vaya. Mira lo asustada que está.

—No avergonzará a su familia.

Grace apeló a la madre de la niña.

—Gachiku, ¿no es ésta tu hija favorita? ¿No es la hija de tu querido Mathenge? ¿Cómo puedes hacerle esto?

—Lo hago porque la quiero —dijo Gachiku con voz tensa, sin mirar a los ojos de Grace—. Y para honrar a mi difunto esposo.

—¿Quieres que tu hija sufra al dar a luz como sufriste tú?

Gachiku no contestó.

—Dame la niña a mí —dijo Grace a Wachera—. ¡Me pertenece! Yo le di vida cuando todos los demás la habríais dejado morir. Tu abuela, la anciana Wachera, la hubiese dejado perecer. Y el jefe Mathenge también. ¡Y salvé a Njeri! ¡Mas no para esto!

—Pertenece a los kikuyu. La haremos una hija verdadera de Mumbi.

—¡Por favor, Wachera! ¡Te lo suplico!

—¿Me lo suplicas? ¿Como mi abuela suplicó una vez al bwana, tu hermano, que no cortase la higuera sagrada?

—Lo lamento, Wachera, de veras que lo siento. Pero no soy responsable de los actos de mi hermano.

—¿Dónde está mi esposo? —exclamó Wachera—. ¿Dónde está David, mi hijo? ¿Dónde están mis hijos no nacidos? Si tu hermano no hubiese venido a la tierra de los kikuyu, hoy tendría a toda mi familia a mi lado. En vez de ello, estoy sola. Vete. La tierra de los kikuyu no es tu sitio. Vuelve adonde moran tus antepasados.

Antes de que Grace pudiera responder, Wachera se arrodilló y rápidamente le hizo la operación a Njeri.

El chillido de la niña rasgó el aire e hizo huir a los pájaros de los árboles que rodeaban la escena.

Wachera vertió la leche de hierbas en la herida de Njeri y luego le aplicó las hojas curativas.

—Ahora esta muchacha es una verdadera hija de Mumbi —dijo.

Grace bajó los ojos y empezó a temblar mientras el llanto de Njeri le llenaba los ojos. Sabía que por mucho tiempo que viviese, jamás olvidaría el chillido de la joven.

Mientras Gachiku ayudaba a su hija a ir a la choza de curación, Grace se volvió hacia la mujer sentada en el siguiente pellejo de vaca.

—Rebecca —dijo con voz tranquila—. Yo te he enseñado cirugía. Te he enseñado la importancia de la limpieza y el peligro de la infección. Sabes que lo que estás haciendo aquí es perjudicial. Sabes que obligas a tus hijas a correr un grave riesgo. Deja que se vayan. Porque en caso contrario, nunca más volverás a trabajar a mi lado.

La mujer kikuyu con la crucecita de oro colgada del cuello miró impasiblemente a la mujer blanca.

—Y a todas os digo —Grace alzó la voz y fue mirando a las mujeres de una en una—, que si no detenéis esta costumbre malévola ahora, nunca volveréis a ser bien recibidas en mi misión. Si enfermáis, no vengáis a mi clínica. No seréis bien recibidas.

Las mujeres le devolvieron la mirada.

—No te escucharán —dijo Wachera—, porque les he dicho que tu clínica no seguirá allí mucho más tiempo. Se acerca ya el día en que el hombre blanco abandonará la tierra de los kikuyu. Volveremos a las costumbres antiguas y seréis olvidados.

Grace miró el rostro escondido detrás de la pintura negra y blanca, el rostro de una mujer a la que había creído conocer pero que era una desconocida, ahora se daba cuenta de ello. Y Grace notó que una premonición fría y gris pasaba sobre ella como una nube que oscureciese fugazmente el sol. Pensó en los pocos miles de blancos que gobernaban a millones de africanos, oyó al oficial Shannon decir que cada vez era «más difícil controlarlos», miró los pellejos manchados de sangre y de repente supo, sin el menor asomo de duda, que acababan de cruzar algún umbral terrible, irrevocable.

Con gran dignidad, ocultando con su porte la ira de su corazón y la angustia de su alma, Grace dio la espalda a la hechicera y salió del claro. Al llegar al arco sagrado de los antepasados, oyó que detrás suyo empezaba de nuevo el cántico suave y armonioso de las mujeres africanas.

Capítulo 33

Mona alargó la mano para tomar la de su tía, no porque le diera miedo viajar en avión, sino porque Grace estaba pálida como la muerte.

No hacían un viaje de placer; iban a un entierro.

Mona estudió el tenso perfil de su tía. Grace parecía haberse olvidado de que su sobrina estaba junto a ella. Mona se dijo que era porque estaba sentada en el lado «ciego» de su tía, el lado del ojo herido. Sin darse cuenta de que ella no podía verle, cualquiera que no conociera a Grace Treverton podía colocarse a su izquierda, de pie o sentada. Apretó la mano de su tía, que no respondió a la suya, y volvió a mirar por la ventanilla.

El monoplano Avro volaba a poca altura sobre espesas selvas y junglas. Mona pensó que, vista desde el aire, África era más salvaje e intimidante que desde tierra, pero también era más hermosa y atractiva, hasta el extremo de cortar la respiración. El oscuro continente era su hogar, sus ríos corrían por su sangre, sus árboles estaban arraigados en su carne; creía que por haber nacido en ella amaba África con una pasión superior a la de cualquier otra persona, especialmente de gente como su padre, intrusos en una tierra que apenas comprendían. Mona sintió deseos de quitar el cristal de la ventanilla y abrazarlo todo, gritar a los rebaños que pacían en las llanuras de abajo, llamar a los pastores que se apoyaban en sus palos largos. Mona creía que, debido a su amor incomparable por África, ésta nunca la desilusionaría ni amargaría.

Volvió a mirar a su tía.

Grace había hablado poco desde que recibiera el telegrama de Ralph Donald hacía tres días. Mona sospechaba que algo había pasado en la ceremonia de la
irua,
pero Grace no quería hablar de ello. Lo único que había dicho era:

—Estuve perdiendo el tiempo mientras James agonizaba.

Y ahora temía que fuese demasiado tarde.

Grace había insistido en que vistieran de negro. Mona no había llevado luto ni siquiera por Arthur; sencillamente no tenía nada de un color más oscuro que el marrón. Los colores claros eran los más prácticos en un clima ecuatorial. Pero en Nairobi habían encontrado una
duka
india que tenía vestidos de luto y unos sombreritos negros con velos del mismo color.

Mona notó que el aeroplano se estremecía y vio que sus alas recubiertas de lona se movían a impulsos de los vientos del África Oriental. La semana anterior, sin ir más lejos, un bimotor Hanno que llevaba correo a Uganda se había estrellado al aterrizar.

Pensó en la muerte. Pensó en Arthur, en su tumba solitaria del cementerio particular de Bellatu, la primera tumba en un terreno que esperaba a otros Treverton. Habían transcurrido sólo dos meses desde su muerte y parecía que hubieran pasado dos años. Y ahora quizá le tocaría el turno al tío James, a quien Mona apenas recordaba.

Geoffrey Donald iba sentado en la parte posterior del aeroplano, donde la cabina se estrechaba y donde compartía una ventanilla con dos monjas católicas que se dirigían a una misión de Entebbe. La muerte de la madre de Geoffrey había hecho que de repente Mona simpatizara con él, que sintiera una ternura inesperada por el muchacho; mientras el avión se inclinaba para emprender la última parte del viaje, Mona se puso a pensar en Geoffrey Donald.

* * *

Ralph estaba en el aeródromo de las afueras de Entebbe, esperándolos. Grace le había mandado un cable diciéndole en qué vuelo llegarían. Ralph llevaba una cinta negra en la manga de su indumentaria caqui.

Los dos hermanos se abrazaron solemnemente; luego Ralph se volvió hacia Grace, que le dio el pésame, y finalmente hacia Mona, a la que abrazó al mismo tiempo que le decía que se alegraba de verla. La muchacha miró al joven de aspecto cansado, tan soso en comparación con su hermano, y se preguntó qué habría visto alguna vez en él.

—Tu padre… —empezó a decir Grace junto a la portezuela abierta del Chevrolet de Ralph.

—Le administran treinta granos de quinina al día, pero está estabilizado.

Grace agachó la cabeza y susurró:

—Gracias a Dios.

—Ha sido una pesadilla —prosiguió Ralph—. Todo el mundo, todo, enfermo de malaria y… —la voz se le quebró.

Geoffrey le pasó un brazo por los hombros. Ralph se secó los ojos.

—Fue de locura. Los expertos del departamento médico de Makerere nos dijeron que se trataba de una variedad poco corriente. Mamá murió en poco tiempo, gracias a Dios. Apenas estuvo enferma. Y luego Gretchen luchó denodadamente. Ahora ya está bien, pero me temo que no la reconoceréis.

—Ralph —dijo Grace con voz queda, sintiendo un nudo en la garganta—, llévanos ahora donde tu padre, por favor.

* * *

Sir James estaba sentado en el lecho, diciéndole una y otra vez a su hija que le era totalmente imposible tragarse otra taza de té. Al entrar los cuatro en la habitación, se interrumpió en la mitad de una frase y miró como si no pudiera dar crédito a sus ojos.

Geoffrey se acercó a la cama, se sentó en el borde y abrazó a su padre.

—Gracias por venir —dijo Gretchen a Mona y Grace.

Mona se llevó una fuerte impresión. Ralph le había advertido que no reconocería a su vieja amiga. Gretchen aparentaba mucho más de dieciocho años, que eran los que tenía.

—Hemos venido tan pronto como hemos podido —dijo Mona—. Pensamos que el aeroplano sería más rápido que el tren.

—Sois muy valientes. Yo nunca me atrevería a subir a un aeroplano.

—Siento mucho lo de tu madre, Gretchen.

Los ojos de la muchacha se llenaron de lágrimas.

—Bueno, al menos fue rápido. No sufrió.

Entonces Geoffrey se levantó de la cama y Mona miró a su tía. Pero Grace parecía incapaz de moverse. Así que Mona se acercó tímidamente y dijo:

—Hola, tío James. Me alegro de que te encuentres mejor.

—Bueno, no me encuentro… ¡estoy mejor! —dijo él con voz débil, pero sonriendo—. ¡Qué agradable es verte, Mona! Te has convertido en una mujercita preciosa.

Se hizo un silencio embarazoso y James miró a Grace, que estaba en el otro extremo del cuarto. Finalmente extendió un brazo y Grace se le acercó.

Mona vio cómo su tía se dejaba caer de forma suave y natural entre los brazos del enfermo, cómo enterraba el rostro en su cuello, llorando en silencio. Y vio cómo la mano de James le acariciaba la espalda, el pelo, cómo la consolaba. Y de repente adivinó la verdad: el tío James era el amor que la tía Grace había tenido tiempo atrás, el hombre con quien no había podido casarse.

Grace se echó atrás y examinó el rostro demacrado de James. Los años de vida dura en Uganda y esta última enfermedad habían dejado señales en sus facciones. Los pómulos eran más afilados; la boca, más delgada.

—Temíamos perderte —dijo Grace.

—Cuando Ralph me dijo que tú, Mona y Geoffrey ibais a venir, fue una medicina perfecta. En aquel mismo momento decidí no ir a ninguna parte.

—Lamento lo de Lucille.

—Fue feliz aquí, Grace. Hizo muchas buenas obras y ha dejado su huella. Muchas personas la recordarán con cariño. Cuando se estaba muriendo dijo que no le importaba. Había hecho su trabajo y se iba con el Señor. Si hay cielo, ahora estará allí.

Suspiró y, apoyando la cabeza en la almohada, dijo:

—Pero yo he terminado con Uganda, Grace. Quiero volver a Kenia. Quiero volver a casa.

* * *

Entebbe, pequeña ciudad portuaria en la orilla norte del lago Victoria, era el centro administrativo de Uganda. Un joven africano acechaba entre los edificios oficiales, como todos los días, con la esperanza de obtener noticias de casa. Vio que cuatro personas blancas salían del bungalow del comisario provincial y reconoció a las dos mujeres como Grace y Mona Treverton; David Mathenge se retiró hacia las sombras del edificio y las contempló mientras cruzaban la calle sin asfaltar.

Casi notaba el sabor dulce de la venganza.

Por culpa de ellas y de otras como ellas, había tenido que huir de su patria, vivir en el exilio, y se veía perseguido por un crimen que no había cometido, era un hombre deshonrado. Pero su madre le había prometido que algún día la tierra volvería a los Hijos de Mumbi y que la
thahu
que lanzara contra los Treverton se cumpliría. Los blancos eran ahora los amos del África Oriental, pero David Mathenge juró que no lo serían siempre. Algún día volvería a Kenia, cuando estuviese preparado, cuando hubiera aprendido lo que tenía que aprender, y entonces se tomaría su venganza.

Quinta parte
1944
Capítulo 34

En la radio sonaba una canción de Glenn Miller y Rose iba tarareando la melodía mientras daba un repaso a su ropa, tratando de decidir lo que iba a ponerse.

Miró por la ventana del dormitorio para que el tiempo fuese su guía. Como el día era gloriosamente soleado, lleno del color de las flores, y como pensaba poner las gardenias silvestres en su tapiz, al final se decidió por un vestido de crespón de seda amarillo.

En esos tiempos era imposible comprar vestidos nuevos. La guerra en Europa había paralizado la industria de la moda. Los estilos no habían cambiado durante los últimos cinco años y los vestidos tenían todavía los hombros acolchados y faldas que llegaban por debajo de las rodillas. Peor aún era que en Inglaterra la ropa estaba racionada y lo único nuevo que había salido en esos años era lo que llamaban «el traje utilitario». Todo ello desconcertaba a Rose. ¡La guerra hacía que los uniformes y la ropa de trabajo dictaran la moda!

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