Se oyeron unos cánticos lejanos y Wachera se dirigió a la puerta de la recién construida choza de iniciación. Tías y madres construían alegremente el arco ceremonial con plataneros, cañas de azúcar y flores sagradas en la entrada del hogar temporal. El arco era un medio de comunicación con los espíritus ancestrales; nadie salvo las iniciadas podían pasar por debajo de él. Otras mujeres estaban extendiendo pellejos de vaca en el suelo; las muchachas se sentarían en ellos durante la operación. Y otras preparaban el festín a base de cordero asado y cerveza de caña de azúcar que seguiría a la terrible prueba.
La
irua
era una de las celebraciones más solemnes y al mismo tiempo más gozosas de los kikuyu. El corazón de Wachera se henchía al ver a su pueblo unido de nuevo para participar en una de las antiguas costumbres. ¡Sin duda el Dios de la Luz se sentiría complacido! ¡Sin duda esta vuelta a las costumbres de los antepasados era una señal de que el hombre blanco no tardaría en irse de la tierra de los kikuyu! Y significaba que su hijo David pronto volvería a casa.
De repente, por primera vez en muchos años, Wachera Mathenge se sintió muy feliz.
* * *
Grace no tuvo necesidad de preguntarle a Mario dónde estaban las muchachas, pues podía oír sus cánticos abajo en el río.
Antes de llegar a ellas le cortaron el paso unos hombres —Mario le explicó que eran los padres y los hermanos de las iniciadas— que se pasaban unos a otros calabazas llenas de cerveza de caña de azúcar. Se mostraron corteses con la memsaab Daktari, pero se negaron a dejarla pasar. Ya estaba allí un oficial de distrito, el superintendente auxiliar Shannon, que había llegado a través de la selva, en compañía de dos agentes africanos, después de dejar el coche en la carretera. Al mismo tiempo que Grace llegaron dos misioneros de la iglesia metodista de Nyeri y un grupo de sacerdotes de la misión católica que parecían muy consternados.
—Hola, doctora Treverton —dijo al acercarse a ella el superintendente auxiliar Shannon. Era un hombre alto y rígido, de porte militar, que llevaba muy bien el distrito y sabía cuándo no debía meterse en los asuntos «nativos»—. Me temo que no nos permitirán ir más lejos —dijo, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a los padres y hermanos felizmente borrachos—. Las chicas están en el río, pero pasarán por este sendero. Será su única oportunidad de verlas.
—¿Dónde va a tener lugar la ceremonia?
—Allí arriba, entre aquellos árboles. Se han pasado semanas desbrozando el lugar.
—No esperaba verle a usted aquí. ¿Va a tratar de impedirlo?
—No estoy aquí para entrometerme, doctora. He venido para velar por la paz y evitar que suceda algo desagradable —se refería a los misioneros, que parecían excitados y con ganas de obstruir la ceremonia—. Créame usted —añadió en voz baja el oficial—. Lo que hacen los nativos no me parece mejor que a usted. Pero no tengo autoridad para impedírselo y no lo intentaría aunque la tuviese. Los africanos superan en número a mis reducidas fuerzas y, además, están borrachos perdidos. Algunos agitadores políticos se han encargado de soliviantarlos. Cada vez es más difícil controlar a esta gente.
—¡No había oído decir ni una palabra sobre esto!
—Lo mismo que nosotros. Lo han llevado muy en secreto. Todo tiene que ver con el asunto de David Mathenge.
—¿Tiene usted alguna idea de dónde está?
—Sólo he oído rumores. Unos dicen que en Tanganika; otros, que en el Sudán. El gobernador no dispone de hombres suficientes para registrar toda el África Oriental en su busca, y ahora que este otro chico ha confesado que mató a su sobrino de usted, pues, si quiere que le sea franco, doctora, me parece que a nadie le importa un bledo el paradero de David Mathenge.
—
Mi scusi, signor
—dijo un sacerdote de pelo blanco y cara de disgusto, acercándose al policía—. ¡Tiene que impedir esta abominación!
—No infringen ninguna ley, padre. Y le aconsejo que no se entrometa. Me temo que si lo intenta tendré que detenerle.
—¡Pero esto es intolerable! ¡No somos nosotros los que celebramos el ritual diabólico! ¡Debe impedirlo, por el bien de esas pobres muchachas!
—Padre Vittorio —dijo Shannon con paciencia profesional—. Sabe usted tan bien como yo que esta gente no me escuchará. Y si trato de impedírselo, habrá derramamiento de sangre. Aguarde hasta el domingo, padre, y entonces écheles un buen sermón desde su pulpito.
El anciano sacerdote dirigió una mirada ceñuda al policía, luego se volvió hacia Grace.
—
Signora dottoressa
—dijo—, sin duda querrá usted que impidan la celebración de esta atrocidad, ¿no?
Sí. Grace quería que la impidiesen. Era tan enemiga de la
irua
, que seis años antes había ido a Ginebra, donde se celebraba una conferencia sobre la infancia africana bajo los auspicios del Fondo para Salvar a los Niños. Junto con otros delegados europeos, Grace había hablado contra la bárbara costumbre, declarando que todos los gobiernos de los países donde se practicaba tenían la obligación de prohibirla. La clitoridectomía se practicaba, no sólo en Kenia, sino en toda África y en el Oriente Medio; cientos de tribus, de los beduinos de Siria a los zulúes del África del Sur, obligaban a las niñas a sufrir un ritual doloroso y traumático que provocaba complicaciones años más tarde, especialmente al dar a luz. En la conferencia, Grace había contado el caso de Gachiku y la cesárea que le había practicado al nacer Njeri.
Sin embargo, la conferencia no logró ponerse totalmente de acuerdo para la abolición total de la costumbre sagrada y profundamente arraigada de un pueblo; en vez de ello, optó por fomentar la educación con el fin de que la gente renunciara voluntariamente a tales costumbres.
Que Grace supiese, hacía años que no se celebraba ninguna
irua
en la provincia. Si era verdad lo que decía Shannon, que había alguna relación entre el ritual y la detención de David Mathenge, la
irua
que iba a celebrarse ese día representaba algo más significativo que una simple reunión tribal.
Querían que fuese una bofetada en el rostro del hombre blanco.
—Ya vienen —dijo uno de los metodistas.
Era el único momento durante todo el ritual en que otras personas podían mirar a las iniciadas. Mientras recorrían el sendero que iba del río a la choza, las muchachas, sin más atuendo que un collar, cantaban canciones ancestrales y lúgubres con voces lentas y dulces. Caminaban por parejas, los codos doblados y apretados contra las costillas, las manos alzadas y los puños cerrados con el pulgar metido entre el índice y el dedo corazón, para indicar que estaban dispuestas a soportar el dolor inminente.
Grace quedó paralizada al ver el espectáculo. Tampoco reaccionaron los sacerdotes y los misioneros, pues no estaban preparados para ver lo que en esos momentos pasaba ante sus ojos.
Las muchachas mostraban un talante grave y majestuoso, cantando en perfecta y bella armonía, las cabezas recién afeitadas, los cuerpos desnudos reluciendo debido al agua del río. No miraban a ninguno de los lados del sendero ni detrás de ellas, porque eso habría traído mala suerte; no prestaron atención a los hombres de la tribu, que ahora se mantenían a una distancia respetuosa, ni a los europeos, que contemplaban la escena con ojos fascinados, sin habla. Las iniciadas caminaban como si estuvieran en trance; se autohipnotizaban con su cántico melodioso; sus cuerpos esbeltos se mecían al andar.
Grace calculó que sus edades estarían entre los diecisiete y los ocho o nueve años. Una diferencia tan grande no se habría dado en otros tiempos, pero, como en años recientes no se había celebrado ninguna
irua,
las mayores se habían unido a las más jóvenes. Y Grace conocía a la mayoría de ellas. Vio a Wanjiru, la perspicua luchadora que había orquestado la fuga de David Mathenge de la cárcel; las tres hijas de Rebecca, la enfermera; Njeri, la medio hermana de David y acompañante de Rose.
Grace no podía moverse ni hablar.
Se preguntó cuándo lo habrían organizado, cómo se las habían arreglado para mantener el secreto. ¡Había cientos de muchachas, como mínimo, en la monstruosa procesión! ¿Por qué ni una sola persona blanca había tenido noticia de ello?
De pronto Grace sintió frío. Por primera vez en los dieciocho años que llevaba en el África Oriental experimentó un miedo tenebroso, extraño. Había algo sobrecogedor en aquellas muchachas inocentes y desnudas, algo crudo y primitivo. Grace tuvo la sensación de estar contemplando algo que pertenecía al pasado. Era como si estuviese viendo unas muchachas que habían vivido cien años antes e iban a someterse a la antigua prueba de fuerza, valor y resistencia.
Y ello la asustaba.
Cuando las muchachas se perdieron de vista los hombres cerraron filas tras ellas y miraron a los europeos con ojos vigilantes.
—¿Por qué no se van todos ustedes a casa? —preguntó en voz baja el superintendente auxiliar Shannon—. No hay nada que puedan hacer aquí.
Recuperándose de la conmoción, el padre Vittorio se volvió hacia el oficial de distrito y con acento desabrido preguntó:
—¿Piensa quedarse aquí parado, sabiendo lo que van a hacerles a estas pobres muchachas?
Shannon miró a los africanos, luego sonrió al sacerdote.
—Tenga cuidado, padre. Nos están vigilando. Y son parientes de las chicas. Si hace usted un movimiento en falso, no podré salvarle de sus iras.
El sacerdote miró a los africanos. Conocía a muchos de ellos. Uno era el portero de su iglesia; otro cuidaba sus vestiduras sacerdotales. Eran hombres que iban a misa con regularidad, que se arrodillaban ante el altar para recibir la sagrada comunión, que bautizaban a sus hijos con nombres cristianos, pero en ese momento el padre Vittorio vio en ellos a unos desconocidos.
El sacerdote parpadeó. Acababa de experimentar una revelación súbita que por algún motivo le infundía temor: que el África salvaje seguía latiendo en aquellos corazones católicos.
Mientras los europeos continuaban discutiendo sobre lo que había que hacer, sin quitar ojo de los africanos que bloqueaban el camino, Grace se separó discretamente del grupo y se internó en la selva. Que ella supiera, ninguna persona blanca había presenciado jamás una
irua.
Ella misma sólo había visto las secuelas: la hermana muerta de Mario y Gachiku tratando de dar a luz.
Siguió la dirección del sendero y al poco, entre los árboles, vio el arco sagrado adornado con flores. Unos cuantos kikuyu montaban guardia. Grace siguió avanzando a través de la selva, rodeando el claro donde estaba la choza. Finalmente llegó a un lugar donde había un peñasco rodeado de castaños. Se encaramó a él y comprobó que desde arriba podía ver el claro sin ser vista.
Contuvo la respiración y se dispuso a observar—
El superintendente auxiliar Shannon tenía razón. Una cosa era intervenir en un parto, como ella había hecho en el caso de Gachiku, y otra cosa muy distinta era entrometerse en un ritual sacratísimo y solemnísimo. En este caso, nada podía hacer para impedírselo, como tampoco podía el oficial con sus policías negros. Y los kikuyu también lo sabían. La
irua
que iba a celebrarse era una burla descarada dirigida contra las autoridades blancas. Desde el día del desfile en Nairobi, donde una masa de mil africanos había sufrido una humillación ante los ojos de sus amos blancos, los kikuyu habían buscado la forma de devolver el golpe. Y la habían encontrado.
Esto era una rebelión activa y todo el mundo lo sabía.
Las muchachas entraron en el claro, donde las esperaban sus madres. Grace sabía algo sobre las reglas del ritual. La tradición ordenaba que una muchacha tuviera una padrina, otra mujer de la tribu que se convertía en una especie de segunda madre. Pero vio que las mujeres del claro eran las madres verdaderas de las iniciadas. Tal vez no había suficientes mujeres disponibles. Grace se dio cuenta de que, después de todo, pese a tratarse de un grupo nutrido, no representaba a toda la población kikuyu de la provincia. La mayor parte de dicha población era lo bastante prudente como para no tener nada que ver con el asunto.
Las muchachas se dirigieron a sus madres, que esperaban en los pellejos de vaca, y se sentaron en grupos de diez, mientras las demás formaban un círculo de protección a su alrededor. Desde su puesto de observación Grace podía ver por encima de las cabezas de las mujeres. Cada chica se sentaba con las piernas abiertas, luego su madre se sentaba detrás de ella y entrelazaba sus piernas con las de su hija, para que las mantuviera abiertas y quietas. La muchacha se reclinaba en los brazos de su madre, la cabeza hacia atrás, mirando al cielo. Cuando todas estuvieron en esa postura una mujer anciana pasó entre ellas y roció con un líquido —Grace sospechó que era agua helada— los genitales de cada una de ellas. El objeto del líquido era insensibilizar aún más la zona genital y retrasar la hemorragia, pero Grace sabía que surtiría escaso efecto.
Sujetas así por su madre, las chicas no debían apartar los ojos del cielo ni moverse; tampoco debían quejarse, ni siquiera parpadear durante la operación. Si hacían alguna de estas cosas, la desgracia caería sobre ellas y su familia.
Grace no se sorprendió al ver que Wachera, pintada de negro y blanco, salía de la choza.
Wanjiru era la primera. Estaba reclinada en los brazos de su madre y Grace pudo ver que no sólo no mostraba señales de miedo, sino que daba la impresión de sentirse orgullosa, como si acogiera con agrado la terrible prueba. Y cuando el cuchillo de Wachera hizo su trabajo Wanjiru permaneció serena.
Grace cerró los ojos.
Al abrirlos de nuevo, vio que se llevaban a Wanjiru, la herida taponada con hojas, hacia la choza de curación.
Grace presenció las siguientes operaciones. Las niñas más pequeñas lloraron. Unas cuantas chillaron. No muchas se comportaron como la radical Wanjiru.
El tiempo parecía haberse detenido. Las mujeres cantaban con su armonía obsesiva y primitiva, celebrando cada nueva mutilación, como sus madres habían hecho en su caso, y sus abuelas en el de sus madres y así sucesivamente, formando un legado ancestral ininterrumpido e invariable. Cada vez que cortaban a una de las muchachas, Grace tenía la impresión de que la civilización europea retrocedía un paso. Oía cómo mujeres que llevaban nombres cristianos entonaban cánticos de alabanza a Ngai, el dios del monte Kenia, y notó que la invadía una especie de aturdimiento.