Ahora que Charlotte se ha casado con su aviador norteamericano, estaré completamente sola aquí, y la idea no me seduce. Demasiados recuerdos y fantasmas. Conservar Bella Hill fue siempre idea de Harold. Como tú sabes, él y Valentine se pelearon durante veintiún años porque Valentine vendía tierras de Bella Hill para pagar las pérdidas de Bellatu. Ahora digo que puede hacer lo que le guste. Después de todo, Bella Hill es tu casa y la suya, Rose. Quizás os gustaría volver a Inglaterra y vivir aquí. Sea cual fuere vuestra intención, ya he decidido que, después de la guerra, cuando los niños hayan vuelto con sus familias, me trasladaré a Brighton y viviré con mi prima Naomi. Agradecería que Valentine me concediese una asignación anual…
La segunda carta era del padre de Mona, que titubeó antes de abrirla. No iba dirigida a ella, sino al capataz kikuyu.
Mona sabía que la carta contenía órdenes para dirigir la plantación. Y eso le hacía sentirse molesta. Desde su partida en 1941 Valentine había escrito con regularidad a Bellatu, dando instrucciones sobre cómo llevar la plantación a sus diversos capataces africanos. Mona le había escrito sugiriendo que le permitiese supervisar el trabajo, pero Valentine había contestado con un no rotundo. El sueño que Mona tuviera siete años antes, el de aprender el funcionamiento de la vasta plantación de café, no se había materializado. Las discusiones y los intentos de razonar con su padre —«¿Y cuando hayas muerto? ¿Quién llevará la plantación entonces?»— no habían logrado persuadirle a enseñar a Mona lo que necesitaba saber para poder sucederle. Ese derecho tenía que haber sido de Arthur.
Mona había mostrado a los capataces las primeras órdenes escritas enviadas desde Etiopía, donde su padre estaba combatiendo; órdenes relativas a podar, abrigar las raíces, abrir agujeros y regar. Pero luego las circunstancias habían empezado a cambiar. Era necesario alimentar a las tropas de Kenia y también a los miles de prisioneros italianos que su padre enviaba a los campos. El gobierno había pedido a los agricultores que sacaran el máximo partido práctico de su tierra, lo que para Mona significaba cultivar menos café para poder plantar otras cosas.
De nuevo había escrito a su padre para explicarle lo que ocurría y de nuevo se había negado él a hacerle caso, insistiendo en que continuaran plantando café y nada más. De manera que ella había puesto en marcha su propio plan. En el estudio de su padre había toda una colección de libros sobre agricultura reunidos a lo largo de los años. Los había leído y estudiado, había escuchado los consejos de otros agricultores, había ido a Nairobi para ver qué era lo que hacía falta y, al volver, había comenzado a falsificar una nueva serie de «órdenes» de su padre. Lo primero que había plantado en las hectáreas recién desbrozadas era maíz, y la cosecha había sido muy buena.
Mona recibió ayuda de sir James y de Tim, que recorrían los campos con ella y le hacían comentarios sobre lo que veían. Además, sus capataces eran buenos agricultores. Sabían cuándo se avecinaba lluvia, cuándo el suelo era demasiado pobre, cuándo se cernía el peligro de las langostas, cómo defenderse contra las orugas. A resultas de todo ello, el engaño de Mona fue una pequeña victoria sobre su padre.
Mona temía el regreso de Valentine después de la guerra. Sabía que iba a armar un escándalo por lo que había hecho y que luego volvería a ponerse al frente de la plantación, prohibiéndole intervenir de nuevo. Y sabía también que ella no sería capaz de aguantar esa exclusión. Durante los últimos cuatro años, por primera vez en su vida, había tenido la sensación de que Bellatu era su hogar de verdad. Nunca había experimentado lo mismo antes, nunca se había sentido parte de las dos mil hectáreas de árboles verdes. Cuando volvía de la escuela para pasar las vacaciones en casa se sentía como una invitada, dormía en una habitación que podría haber pertenecido a cualquiera, comía con unos padres que eran prácticamente unos desconocidos. Pero ahora…
Bellatu era suya. E iba a conservarla.
La tercera carta era de Geoffrey.
Mona se sirvió una segunda taza de té antes de abrir la carta, aplazando el momento para saborearla. Esperaba sus cartas con ilusión; últimamente vivía para ellas.
Geoffrey Donald estaba en Palestina, haciendo «trabajo de policía». No podía decir mucho sobre lo que hacía, pero Mona, por lo que había deducido de noticias dispersas, se daba cuenta de que corría peligro; con tantos judíos europeos huyendo de los nazis y refugiándose en Palestina, los árabes indígenas se sentían avasallados y, por consiguiente, se defendían luchando. En represalia, ciertos grupos judíos secretos lanzaban contraataques para recordar a los británicos su compromiso con el sionismo. No era el rincón del mundo donde más seguro podía estar un hombre, pero Mona se alegraba de que Geoffrey estuviera allí en vez de en algún lugar como Birmania, donde las tropas de Kenia sufrían grandes pérdidas. En su carta Geoffrey decía:
La guerra no puede durar eternamente, y cuando termine veremos que de ella surge un mundo nuevo. Ya lo verás, Mona. Las cosas serán diferentes. Será una Edad Moderna y pienso formar parte de ella. Tengo pensador hacer algo drásticamente nuevo cuando vuelva a casa. Me refiero al turismo, Mona. Esta guerra ha abierto el mundo. Ha hecho que la gente circule de un lado a otro y vea otros lugares. Ha despertado el interés por los viajes. Antes, el turismo era un deporte para ricos, pero creo que el hombre corriente, cuando haya vuelto a su vida corriente después de combatir en lugares exóticos, deseará ver más. Y pienso colocar a Kenia en el mapa turístico. Dime qué te parece mi idea; ya sabes cuánto valoro tu opinión.
El otro día me agencié una chuchería maravillosa para ti. Un viejo árabe la trajo a la guarnición; pedía demasiado dinero por ella, pero conseguí que rebajase el precio. Dice que es una antigüedad auténtica. Se trata de un fragmento de pergamino antiguo, sin duda fabricado en el patio trasero de su casa, pero parece de verdad. Quedaría bien adornando la pared sobre la chimenea en Bellatu. Espero que goces de buena salud, Mona. Gracias por los bombones. Eres un ángel.
Mona dobló la carta cuidadosamente y se la guardó en el bolsillo. La leería varias veces más durante el día, mientras recorría la plantación supervisando a los trabajadores, y luego por la noche, una vez acostada, pensaría en Geoffrey.
Por fin sentía amor. Le habían dicho que la guerra surtía ese efecto, que la amenaza del peligro y la muerte empujaba a las personas a acudir unas a otras. ¿No había una vieja historia de la familia sobre la tía Grace y un romance a bordo durante la primera guerra? Al salir de la cocina para empezar el trabajo del día, Mona se maravilló de la facilidad con que el amor había acudido a ella. Siete años atrás, cuando se encontraba en la habitación de sir James, a la sazón enfermo, en Uganda, había mirado a Geoffrey preguntándose si quizá algún día podría amarle del mismo modo que su tía amaba al padre del muchacho. Así que había decidido dar tiempo al tiempo.
—No te rechazo —le había dicho a Geoffrey al volver de Kenia y pedirle él de nuevo que se casara con él—. Pero acabo de salir de la escuela. Deja que me acostumbre a la idea.
Geoffrey había accedido y los dos años siguientes los habían pasado como «pareja», yendo juntos a las fiestas, formando parte de la juventud distinguida. Hasta se habían besado, pero Mona no había podido permitir mayor intimidad y Geoffrey, respetando su deseo, no había insistido.
Y luego, al estallar la guerra, todo había cambiado. De pronto el mundo se encontró patas arriba. Todos los jóvenes de Kenia se vistieron de uniforme y empezaron a partir con destino a misteriosos puntos del mundo: Geoffrey a Palestina, donde mandaba un regimiento «de color» de la guarnición. Entonces habían empezado a llegar sus cartas y Mona había notado que cada vez lo echaba más de menos y al final sintió deseo —por primera vez en su vida— y se dio cuenta con gran alivio de que, después de todo, no era como su madre: incapaz de amar.
Mona decidió que cuando Geoffrey volviese definitivamente le daría el sí.
* * *
Rose se detuvo ante la puerta del invernadero y vio que habían arrancado el candado, que ahora estaba en el suelo.
«¡Ya han vuelto a entrar! —pensó, alarmada—. ¡La cuarta vez en lo que va de año!»
Nunca había ocurrido antes de la guerra, cuando Valentine siempre andaba vigilando. Pero desde que el bwana se había ausentado durante tanto tiempo, algunos de los habitantes de la región empezaban a no hacer caso de las leyes. Normalmente sólo robaban las herramientas, cosas que pudieran vender, pero en cierta ocasión se habían llevado algunas plantas valiosas. Preocupada, Rose entró apresuradamente.
Una mano surgió de detrás de la puerta y la sujetó, tirando de ella hacia atrás y retorciéndole el brazo en la espalda mientras una voz de hombre le decía al oído:
—No se mueva,
signora.
Rose miró fijamente sus hileras de flores silenciosas y sintió que la afilada hoja de un cuchillo le rozaba la garganta.
Rose se quedó inmóvil con el cuchillo en la garganta y el hombre que estaba detrás suyo sujetándola dolorosamente. Miró hacia la puerta entreabierta y pensó en Njeri, que estaba a sólo unos metros del invernadero, preparando el tapiz. Rose abrió la boca y en el acto el cuchillo se clavó más en su cuello.
—¡Silencio! —susurró el hombre.
Rose cerró los ojos.
—No se mueva,
signora.
Escúcheme.
Rose se quedó esperando y notó que al hombre le costaba respirar y temblaba. La mano que le sujetaba el brazo desnudo estaba caliente y húmeda.
—
Per favore… mi aiuti
—la presión en el brazo empezó a aflojarse—. Por favor —susurró el hombre—, ayúdeme…
De pronto el cuchillo se apartó y Rose quedó libre. Dio un salto hacia atrás en el momento en que el desconocido caía de rodillas. El cuchillo hizo un ruido al chocar con el suelo de piedra.
—Por favor —volvió a decir el hombre, apretándose el pecho, la cabeza inclinada—. Necesito…
Rose bajó los ojos y vio que tenía sangre en el brazo: sangre del hombre. Luego vio que el hombre se desplomaba y quedaba tendido de costado, con los ojos cerrados, la cara desfigurada por el dolor.
—
Ascolti
—dijo con voz entrecortada—.
Chiami un prete.
Tráigame un…
Rose se apoyó contra la pared.
—Por favor —gruñó el hombre—. Se lo suplico, tráigame un
prete.
Rose se echó a temblar. Vio la sangre en la camisa del hombre y las manchas de hierba y suciedad, consecuencia de su huida a través de la selva. Y tenía el rostro sucio y sudoroso.
—Un sacerdote —dijo el hombre—. Me estoy muriendo. Por favor,
signora.
Tráigame un sacerdote.
Rose se apartó, aterrorizada. Tropezó con una maceta y buscó la puerta a tientas. La voz de Mona volvió a sonar en su cerebro:
«Mutilaron a un guardián».
Y entonces vio algo que la hizo detenerse. Unas manchas de sangre estaban empapando la espalda de la camisa del hombre.
Rose miraba fijamente, presa de confusión, tratando de pensar.
—¿Quién…? —empezó a decir—. ¿Quién es usted?
El hombre no contestó.
—Voy a buscar a un policía —dijo. Temblaba tanto, que temió que las piernas no la sostuvieran.
Pero el hombre no contestó, ni se movió.
Rose siguió con la vista clavada en las manchas rojas de la camisa. Luego, cautelosamente, como si se acercara a un animal peligroso y herido, dio un paso hacia el hombre, se detuvo y le observó; luego dio otro paso y otro más, hasta llegar a su lado.
El desconocido yacía de costado, con las piernas encogidas, los ojos cerrados, respirando trabajosamente.
—Es usted uno de los prisioneros que se han fugado, ¿no es así? —dijo Rose con voz trémula.
El hombre siguió gimiendo. Rose se retorció las manos.
—¿Por qué ha venido aquí? ¡Yo no puedo ayudarle! —los ojos seguían clavados en la sangre de la espalda, que iba atravesando la tela de la camisa.
Rose estaba aterrorizada.
—Usted es enemigo —dijo—. ¿Cómo se atreve a pedirme ayuda? Avisaré a los hombres que andan buscándole. Ellos sabrán lo que tienen que hacer con usted.
El hombre susurró una palabra:
—Sacerdote…
—¡Está loco si cree que voy a ayudarle! —exclamó Rose—. ¡Santo Dios! —podía ver que el hombre sufría terribles dolores y pensó que se estaba muriendo.
Cuando se dio cuenta de que el hombre ya no podía hacerle daño y de que probablemente en ningún momento había querido hacérselo, se arrodilló despacio y miró las manchas rojas de la camisa. Se dio por vencida.
—Le han azotado… —musitó.
Los ojos del hombre se abrieron fugazmente. Eran negros y húmedos y hacían pensar en los ojos de un antílope herido. El hombre temblaba y gemía.
—Ayúdeme —susurró—. En el nombre de Dios… —los ojos se cerraron y el cuerpo dejó de moverse.
Rose se mordió el labio. Y de repente se levantó:
—¡Njeri! —llamó, saliendo del invernadero.
La muchacha africana alzó la vista, sobresaltada.
—Vuelve a casa —dijo Rose, jadeando—. Y tráeme jabón, agua y toallas.
Njeri la miró con cara de sentirse intrigada.
—¡Date prisa!
—Sí, memsaab.
—Y mantas —añadió Rose mientras la muchacha se alejaba rápidamente por el sendero que salía del claro.
Mientras bajaba corriendo los escalones que conducían a la misión, a los pies de la selva, Rose intentó pensar dónde estaría su cuñada a esa hora. Grace sabría cómo tratar al herido, se ocuparía de él.
Pero al llegar a la calzada de grava que conducía a la casa de Grace, recordó con pesar que su cuñada estaba en Nairobi.
Rose se detuvo en el cruce de tres caminos de tierra y miró a su alrededor, retorciéndose las manos. Al ver de nuevo la mancha de sangre en el brazo, pensó en la enfermería, el edificio pequeño donde curaban las heridas de poca consideración.
Se acercó a él con pasos indecisos, temerosa de ser vista y sin tener la menor idea de lo que iba a hacer una vez dentro. Subió los escalones y en el momento de cruzar la puerta se le ocurrió una idea.
Poco antes Grace le había hablado de una nueva sustancia «milagrosa», algo que detenía la infección y salvaba vidas incluso en los casos más extremos y que iba a revolucionar la medicina. Pero, ¿cómo se llamaba?