Bajo el hielo (45 page)

Read Bajo el hielo Online

Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Bajo el hielo
12.16Mb size Format: txt, pdf, ePub

¿Debía preguntar a Xavier? Aquella persona lo había hecho ya, sin resultado. Volvió a tomar los historiales y examinó una por una las firmas de los jefes del servicio y del encargado de la farmacia. Al final encontró lo que buscaba. Encima de una de las hojas, alguien había anotado: «Entrega retrasada por huelga de transportes». Comparó las palabras «transportes» y «tratamiento». La forma de las letras era idéntica: la nota al margen la había escrito el enfermero que gestionaba las existencias de medicamentos.

Era a él a quien debía preguntar.

* * *

Se dirigió al segundo piso por las escaleras, con el historial bajo el brazo. El enfermero que se encargaba de la farmacia del Instituto era un hombre de treinta y pico años, vestido con vaquero descolorido, bata blanca y zapatillas gastadas. Llevaba tres días sin afeitarse y el pelo se le erguía en la cabeza, distribuido en rebeldes mechas. Tenía también ojeras, por lo que Diane sospechó que debía de llevar una intensa e interesante vida nocturna fuera del Instituto.

La farmacia se componía de dos habitaciones, una que servía de zona de recepción, con un mostrador y un timbre, abarrotada de papeles y cajas vacías, y la otra donde se guardaban las reservas de medicamentos en unos armarios de vidrio de seguridad. El enfermero, que según la etiqueta bordada en el bolsillo de la bata se llamaba Dimitri, la miró entrar con una sonrisa demasiado amplia tal vez.

—Hola —saludó.

—Hola —respondió ella—. Querría informarme un poco sobre la gestión de los productos farmacéuticos.

—Desde luego. Es la nueva psicóloga, ¿verdad?

—Así es.

—¿Qué quería saber?

—Pues cómo funciona.

—Bueno —dijo él, toqueteando el bolígrafo que llevaba en el bolsillo de la bata—. Venga por aquí.

Diane pasó detrás del mostrador. El enfermero cogió un gran cuaderno de tapa dura, parecido a un libro de cuentas.

—Esto es el libro diario. En él se anotan todas las entradas y todas las salidas de medicamentos. Las actividades de la farmacia consisten en determinar las necesidades del Instituto y presentar los pedidos por un lado y, por otro, recibir y almacenar los medicamentos para después distribuirlos en los diferentes servicios. La farmacia dispone de un presupuesto aparte. Los pedidos se renuevan cada mes, pero puede haber pedidos excepcionales.

—Aparte de usted, ¿quién está al corriente de lo que entra y lo que sale?

—Cualquiera puede consultar el libro diario, pero en todas las notas de entrega y todos los pedidos deben constar obligatoriamente la firma del mismo doctor Xavier o bien de Lisa o el doctor Lepage, el jefe de medicina. Además, cada producto se controla con una ficha individual de stock. —Cogió una gruesa carpeta y la abrió—. Todos los medicamentos utilizados en el Instituto constan aquí dentro y, gracias a este sistema, se sabe con precisión de cuántas reservas se dispone. A continuación se distribuyen los productos a los diferentes servicios. Cada distribución de medicamentos va refrendada a la vez con mi firma y la del enfermero encargado del servicio.

Diane abrió el historial que tenía en la mano y le enseñó la nota escrita al margen de la ficha aneja.

—Esta es su letra ¿verdad?

Vio que el joven fruncía el entrecejo.

—Así es —confirmó tras un breve titubeo.

—Parece que no está de acuerdo con el tratamiento que se administra a este paciente.

—Hombre, yo… Eh, no veía la utilidad de prescribirle dos ansiolíticos o acetato de zuclopentixol y clozapina al mismo tiempo… Es una cuestión un poco… técnica.

—Y se lo preguntó al doctor Xavier.

—Sí.

—¿Qué respondió?

—Que yo era responsable de las reservas de medicamentos, no psiquiatra.

—Comprendo. ¿Todos los pacientes reciben tratamientos tan fuertes?

—La mayoría sí. ¿Sabe? Después de años de tratamiento, casi todos se han vuelto…

—Químicorresistentes. Sí, ya sé… ¿Le importa que eche una ojeada a esto? —Señaló el libro diario y la carpeta que contenía las fichas individuales de los productos.

—No, por supuesto. Adelante. Venga, siéntese ahí.

Luego desapareció en la habitación de al lado y Diane lo oyó hablar por teléfono en voz baja. Seguramente a su novia; no llevaba alianza. Abrió el libro diario y comenzó a pasar páginas. Enero, febrero, marzo, abril…

El inventario del mes de diciembre cabía en dos páginas. En la segunda, le llamó la atención una línea del medio: «Entrega pedido Xavier», con fecha del 7 de diciembre. Completaban la línea tres nombres de medicamentos que no le resultaban familiares. Estaba segura, con todo, de que no se trataba de psicotrópicos. Los anotó por curiosidad en su cuaderno y llamó a Dimitri. Lo oyó que murmuraba «te quiero» antes de volver a aparecer.

—¿Qué es esto?

—No tengo ni idea —repuso con un encogimiento de hombros—. No fui yo quien escribió eso. Yo estaba de vacaciones en ese momento.

Revisó la carpeta de las fichas y puso cara de extrañeza.

—Vaya, sí que es raro… No hay fichas individuales de stock de estos tres productos. Solo están las facturas… Es probable que la persona que hizo la anotación en el libro diario no supiera que había que hacerlo constar…

—Déjelo. No tiene mayor importancia —lo tranquilizó Diane.

20

Se instalaron en la misma sala que la última vez. Asistían Ziegler, Servaz, el capitán Maillard, Simon Propp, Martial Confiant y Cathy d'Humières. Respondiendo a la invitación de Servaz, Ziegler trazó un breve resumen de los hechos. Martin advirtió que los presentaba desde un ángulo que lo absolvía de cualquier error de juicio y que, por su parte, ella se reprochaba haber cometido la negligencia de salir en moto esa mañana sin tener en cuenta las previsiones metereológicas. A continuación destacó el detalle que tenían en común aquel asesinato y el anterior: el ahorcamiento. No mencionó, en cambio, los suicidios, aunque sí resaltó la denuncia que había sido presentada por un asunto de chantaje sexual contra Grimm y Perrault, junto con Chaperon y un cuarto individuo que había fallecido dos años atrás.

—¿Chaperon? —dijo Cathy d'Humières con incredulidad—. Nunca había oído hablar de eso.

—Según Saint-Cyr, ocurrió hace algo más de veinte años —precisó Servaz—, mucho antes de que el señor alcalde se presentara a las elecciones. La denuncia la retiraron casi enseguida.

Cuando repitió lo que le había contado Saint-Cyr, la fiscal puso cara de escepticismo.

—¿De veras creen que existe una relación? Una muchacha borracha, unos jóvenes que también lo estaban, unas cuantas fotos comprometedoras… No querría dar la impresión de defender ese tipo de cosas, pero no me parece que eso tenga mayor repercusión.

—De acuerdo con Saint-Cyr, también hubo otros rumores con respecto a esos cuatro amigos —añadió Servaz.

—¿Qué tipo de rumores?

—Historias más o menos similares sobre abusos sexuales, rumores que aseguraban que cuando estaban borrachos tenían tendencia a volverse violentos con las mujeres. Por otra parte, no hubo ninguna denuncia oficial aparte de aquella… que, insisto, fue retirada muy deprisa. Por otro lado, está lo que encontramos en la cabaña de Grimm. Esta capellina y estas botas…, Más o menos las mismas prendas que las que se encontraron en el cadáver.

Servaz sabía por experiencia que era mejor no dar demasiada información a los fiscales y los magistrados instructores en tanto no se dispusiera de elementos sólidos, pues en el caso contrario solían expresar objeciones de principio. En esa ocasión, no obstante, no resistió la tentación de agregar más datos.

—Según Saint-Cyr, Grimm, Perrault, Chaperon y su amigo Mourrenx formaban desde el instituto un cuarteto inseparable. Descubrimos también que esos cuatro hombres llevaban todos el mismo anillo de sello; el que habría debido encontrarse en el dedo rebanado de Grimm.

Confiant posó sobre ellos una mirada de perplejidad.

—No entiendo qué pinta esa cuestión de los anillos en todo esto —declaró.

—Hombre, se puede suponer que se trata de una especie de signo de identificación —sugirió Ziegler.

—¿Un signo de identificación? ¿De identificación de qué?

—A estas alturas es difícil precisarlo —admitió Ziegler, fulminando con la mirada al juez.

—A Perrault no le han cortado el dedo —objetó D'Humières sin disimular su escepticismo.

—Exacto, pero la foto que encontró el comandante Servaz prueba que sí había llevado ese sello en un momento dado. Si el asesino no ha considerado oportuno cortarle el dedo, quizás ha sido porque Perrault no lo llevaba en ese momento.

Servaz los observó. En lo más hondo de sí sabía que se hallaban en la vía correcta. Algo estaba aflorando a la superficie, como unas raíces que salieran de la tierra, algo negro y glacial.

Y en aquella geografía del horror las capellinas, los anillos, los dedos cercenados o no, eran como los guijarros dejados por el asesino en su camino.

—Es evidente que no hemos indagado lo bastante en la vida de esos hombres —intervino de improviso Confiant—. Si lo hubiéramos hecho en lugar de centrarnos en el Instituto, quizás habríamos encontrado algo que nos habría puesto sobre aviso a tiempo… en el caso de Perrault.

Todo el mundo comprendió que esa primera persona del plural era puramente retórica, que lo que quería decir incluía solo a Ziegler y a Servaz. Aun así, Servaz se preguntó, por una vez, si Confiant tenía razón.

—En todo caso, dos de las víctimas habían estado acusadas en esa denuncia y llevaban ese anillo —insistió—. No se pueden pasar por alto esas coincidencias. Y la tercera persona acusada en la denuncia que aún está viva no es otra que Roland Chaperon…

—En ese caso, hay una prioridad —se apresuró a señalar la fiscal, palideciendo.

—Sí. Debemos poner todos los medios para localizar al alcalde y adjudicarle protección policial sin perder un minuto. —Consultó el reloj—. Por eso propongo que levantemos la sesión.

* * *

El primer teniente de alcalde de Saint-Martin les dirigió una mirada que delataba su profunda inquietud. Sentado a su escritorio situado en el primer piso, toqueteaba, muy pálido, su bolígrafo.

—Está ilocalizable desde ayer por la mañana —declaró de entrada—. Estamos muy preocupados, sobre todo después de lo que ha pasado.

Ziegler asintió con la cabeza.

—¿Y no tiene alguna idea del sitio donde podría encontrarse?

—Ninguna —respondió el edil con aire de animal acorralado.

—¿Alguien a casa del cual hubiera podido ir?

—Su hermana de Burdeos. La he llamado. No ha tenido noticias de él. Su ex mujer tampoco…

El teniente de alcalde desplazaba de uno a otro una mirada entre indecisa y aterrorizada, como si él fuera el siguiente en la lista. Ziegler le dio su tarjeta de visita.

—Si dispone de la más mínima información, llame de inmediato, aunque no le parezca importante.

Dieciséis minutos después aparcó delante de la planta embotelladora que Servaz había visitado ya dos días atrás, de la que Roland Chaperon era director y propietario. Era un edificio bajo y moderno rodeado de altas rejas rematadas con espirales de alambre de espino. En el parking, varios camiones aguardaban sus cargamentos de botellas. En el interior reinaba un estruendo infernal. Al igual que la vez anterior, Servaz divisó una cadena automática donde se enjuagaban las botellas con un chorro de agua pura antes de dirigirlas hacia los grifos que las llenaban y después hacia los robots, que las tapaban y las etiquetaban sin la más mínima intervención humana. Los obreros se limitaban a controlar cada operación. Subieron la escalera metálica que conducía a la oficina de vidrio insonorizada de la dirección. El mismo individuo de pelo hirsuto y mal afeitado que había recibido a Servaz la vez anterior los miró entrar con recelo, pelando pistachos.

—Algo ocurre —señaló, escupiendo una cáscara en la papelera—. Roland no ha venido a la embotelladora ni ayer ni hoy. Él no se ausenta así sin avisar. Con todo lo que ha pasado, no entiendo cómo no hay controles en las carreteras. ¿A qué están esperando? Yo, si fuera policía o gendarme…

Ziegler, que había fruncido la nariz a causa del olor a sudor que flotaba en aquel espacio, observó las grandes aureolas oscuras que manchaban la camisa azul del hombre a la altura de las axilas.

—Pero no lo es —replicó con tono cortante—. Aparte de eso, ¿tiene alguna idea del lugar donde podría encontrarse?

El gordo individuo la fulminó con la mirada. Servaz sonrió. Por allí eran bastantes las personas como él, que pensaban que la gente de ciudad era incapaz de actuar con sensatez.

—No. Roland no solía hablar de su vida privada. Hace unos meses nos enteramos de su divorcio de la noche a la mañana. Nunca nos había hablado de las dificultades por las que pasaba su vida conyugal.

—«Las dificultades por las que pasaba su vida conyugal». —repitió Ziegler con franco sarcasmo—. Así se habla.

—Vamos a su casa —dijo Servaz mientras montaban en su coche—. Si no está, habrá que registrarla de arriba abajo. Llama a Confiant y pide una orden de registro.

Ziegler descolgó el teléfono del coche y marcó un número.

—No responde.

Servaz despegó un instante la vista de la carretera. Unas nubes cargadas de lluvia o de nieve se desplazaban por el oscuro cielo cual funestos presagios… y el día declinaba.

—Da igual. No tenemos tiempo. Lo haremos sin ella.

* * *

Espérandieu escuchaba
The Station
de los Gutter Twins cuando Margot Servaz salió del Instituto. Sentado en la sombra del coche camuflado, escrutó la multitud de adolescentes que se desparramaba a la salida del centro. No tardó ni diez segundos en identificarla. Además de una cazadora de cuero y un pantalón corto a rayas, la hija de Martin lucía unas extensiones de pelo violeta prendidas de su cabello negro, unas mallas de rejilla que resaltaban sus largas piernas y unas enormes polainas de piel en torno a los tobillos que daban la impresión de que fuera al instituto con descansos. Era tan fácil de localizar como un indígena primitivo en una cena de gala. Espérandieu se acordó de Samira. Comprobando la presencia de su cámara fotográfica en el asiento de al lado, seleccionó la aplicación «dictáfono» en su iPhone, que transmitía sin cesar el álbum Saturnalia.

—17 horas. Salida del instituto. Habla con sus compañeros de clase.

Other books

The Indigo King by James A. Owen
Arrow's Fall by Mercedes Lackey
Extinct by Ike Hamill
The Chimaera Regiment by Nathaniel Turner
Caught on Camera by Kim Law
A Lil' Less Hopeless by Tara Oakes
Enchanted Spring by Peggy Gaddis